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«Hemos venido andando hasta aquí para decirle a la gente que nos tratan como a los perros. Prefiero que me maten aquí mismo; no sería la primera ni la última muerta», grita Hamuda Bubakar nada más llegar a la Plaza de los Mártires, en el centro de la capital de Libia.

Esta joven de 23 años es una de 200 desplazados llegados desde los barracones de Tarik Matar, en las afueras de Trípoli. Salieron de allí hace tres horas, al amanecer. Al igual que todos sus compañeros, Bubakar también es negra.

«Llevamos más de dos meses viviendo en aquellos barracones», explica junto a ella Aisha, quien prefiere no dar su nombre completo. «El martes de noche entraron los guerrilleros de Misurata y se llevaron a siete de nuestros jóvenes. No sabemos nada de ellos», explica esta mujer de 40 años.

 

Varias mujeres del campamento han sido secuestradas y violadas en las últimas semanas, añade. «Levanta la cabeza, eres un libio libre», corea el grupo de congregados. Se trata del eslogan que se convirtiera casi en el himno de los rebeldes que se alzaron en febrero contra el régimen de Muammar Gadafi.

El ya pesado tráfico se congestiona definitivamente, y los ánimos se caldean entre los soldados armados que custodian la céntrica plaza. «Tendríamos que matar a todos aquí mismo por lo que nos hicisteis en Misurata», ciudad situada 190 kilómetros al este de Trípoli, exclama un joven vestido de camuflaje antes de que sus propios compañeros lo hagan callar.

Es que los manifestantes son todos de Tawergha, una localidad que fue base gadafista para el terrible asedio puesto durante la guerra a Misurata, de la que la distancian unos 40 kilómetros. Probablemente la occidental Sirte, localidad natal y bastión del asesinado Gadafi, y la rebelde Misurata fueron víctimas de los dos capítulos más dramáticos de la guerra civil de Libia. Una hora más tarde, la presión de los milicianos apoyados por decenas de impacientes cláxones consigue finalmente disolver el grupo.

«Nos llaman ‘gadafistas’, pero también nos odian por el color de nuestra piel. Todos los negros de Libia estamos sufriendo por esta razón», se queja Rahman Abdulkarim mientras se dispone a desandar el largo camino. Vacíos inmensos Abdulkarim pronto tendrá a la vista los inmensos barrios de bloques de apartamentos del sur de Trípoli.

Se trata de auténticas colmenas de hormigón cuya construcción fue súbitamente interrumpida por la guerra. Los antiguos barracones de los obreros son hoy hogar para miles de desplazados de bastiones gadafistas como Bani Walid -150 kilómetros al sureste de Trípoli- Tawergha, o incluso de Abu Salim, el último distrito de la capital libia en caer en manos rebeldes.

A la entrada del campamento de Fallah, un cartel sigue anunciando la «próxima construcción de 1.187 viviendas» a cargo de una compañía turca. Por el momento, las hileras de barracones resultan mucho más acogedoras que las enormes y desnudas estructuras de hormigón.

«Solo en este campo hay unas 200 familias, todas de Tawergha», explica Abdurrahman Abudheer, trabajador voluntario desde hace un mes. Si bien el número de desplazados aumenta cada día, también lo hace el de aquellos tripolitanos que se acercan a ayudar. El 7 de septiembre, Amnistía Internacional expresó su preocupación por los crecientes casos de «represalias y detenciones arbitrarias» contra la población de Tawergha.

En el mismo informe, la organización aseguró que decenas de miles de sus antiguos residentes -Tawergha es hoy una ciudad fantasma- pueden estar viviendo en condiciones similares a la del campamento de Fallah, o incluso peores. «Muchos llegan después de haber pasado días viviendo en la playa, la mayoría tienen miedo incluso de andar por la calle», apunta el voluntario Abudheer, quien precisa en 27.000 el número de tawerghíes dispersos principalmente entre Trípoli y la oriental Bengasi, la segunda ciudad de Libia.

El escenario de gente hacinada en barracas rodeadas por alambradas sobre las que se seca la ropa también se repite en Tarik Matar, a escasos cinco minutos de distancia en automóvil. El censo más reciente habla de 325 familias de Tawergha y siete de Abu Salim.

Desde la habitación que comparte con ocho miembros de su familia, Azma enseña la foto del que más echan de menos. El 13 de septiembre, su hermano Abdulah fue sacado del automóvil en el que viajaba con sus tres hijos y su hermana en un puesto de control en las afueras de Trípoli.

Lo último que supieron de él fue lo que decía su autopsia: «Numerosos traumatismos provocados por objetos sólidos y flexibles por todo el cuerpo, especialmente en cabeza y pecho». Frente a antecedentes como este, los familiares de los siete jóvenes que se llevaron el martes 1 temen que corran un destino similar. «Decían que habían visto sus caras en vídeos y que se los llevaban para asegurarse.

No sabemos nada de ellos», explica la hermana de uno de ellos. Dice estar muy asustada y prefiere no dar su nombre. Mabrouk Mohammad, también desplazado en el campamento de Tarik Matar, dedica hoy su vida a coordinar la entrada de alimentos y suministros al complejo, gran parte de los cuales llega a través de iniciativas privadas.

«Necesitamos seguridad en el lugar donde nos encontramos ahora y que los de Misurata nos dejen volver a nuestras casas sin temor a represalias», explica junto a la puerta del «barracón-supermercado» este exprofesor de educación física.

Pero volver a su Tawergha natal es un sueño que la mayoría aquí ha dejado de acariciar. Ni siquiera pueden garantizar su estancia en un lugar tan precario como este. Abdulah Fakir, principal responsable del Consejo Militar de Trípoli, expresó a IPS su decisión de aumentar la seguridad en los campamentos «en aras de evitar episodios como el del pasado martes». Mohammad no duda de las buenas intenciones del mando militar, pero sí de que pueda evitar futuros y previsibles episodios de violencia contra su gente. «Los de Misurata nos acusan a todos, sin distinción alguna, de los crímenes más horribles.

El pasado martes vinieron casi 100 guerrilleros pertenecientes a seis milicias en busca de aquellos desgraciados», explica Mohammad. «Son muy fuertes hoy en Trípoli, hasta el resto de los combatientes les tienen miedo».