Traducido para Rebelión por Ricardo García Pérez |
Durante las décadas de 1970 y 1980, la Organización Mundial de la Salud (OMS) y otros promotores de la sanidad mundial se esforzaron con frecuencia por mejorar la salud de los más pobres del mundo fijando como blanco de su labor los excesos del sector privado. Impusieron restricciones, normas y «criterios éticos» a la comercialización de leche maternizada, pesticidas y tabaco, lo que incomodó a los ejecutivos y ahogó algunos planes de negocio. El éxito residió en la cooperación de los gobiernos locales; pero allá donde los legisladores nacionales aplicaron las recomendaciones, obtuvieron resultados fehacientes. Aumentaron las tasas de lactancia materna, se desplomaron las de envenenamiento por pesticidas y disminuyó el consumo de tabaco.
Desde entonces, las autoridades sanitarias mundiales han vuelto la vista hacia otra parte. En las dos últimas décadas el sector privado ha emergido como la principal fuente de financiación y liderazgo del mundo en la lucha contra las enfermedades mortales. Hoy día, los recursos de buena parte de los agentes de la industria privada implicados en la salud mundial dejan pequeños a los de la OMS. Grupos como la Global Business Coalition (GBC) pretenden convertir «activos empresariales en activos para la lucha contra la enfermedad»; la GBC presume de contar con casi 200 miembros, entre los que se encuentran multinacionales como Coca-Cola, Exxon Mobil o Pfizer. ¿Por qué ese interés? Las empresas están respondiendo a las exigencias locales de la denominada responsabilidad social corporativa, pero también se han dado cuenta, cuando buscan mercados emergentes para el crecimiento futuro, de que financiar la salud pública es una inversión a largo plazo. Como ha expuesto hace poco Daniel Altman, un economista del desarrollo, en una economía global «esas personas son tus consumidores, tus trabajadores, tus inversores». Varias ex autoridades de la OMS trabajan en la actualidad en asuntos de salud pública para el sector privado. Lo más revelador es el hecho de que las colaboraciones voluntarias procedentes de intereses privados y otros representan ahora cuatro de cada cinco dólares del presupuesto de la OMS.
El problema es que las empresas más activas de los proyectos de salud global provienen de un limitado abanico de empresas, muchas de las cuales están siendo atacadas por el impacto negativo que producen sobre la salud pública. Estas empresas privadas juegan a dos bandas: con una mano perturban a las comunidades y, con la otra, extienden abultados cheques para ayudarlas ostensiblemente. A menudo, el núcleo de sus intereses financieros se contradice directamente con la tarea de mejorar la salud de los más pobres, hasta el extremo de distorsionar la agenda de la salud global.
La industria extractiva es un ejemplo paradigmático. El sector minero, que comprende a empresas petrolíferas y de gas, ha ocupado la primera línea de muchos proyectos de salud global destacados. Este año, la GBC entregó premios a seis empresas por su actuación. La multinacional minera Rio Tinto fue elogiada por su trabajo contra la malaria en Guinea Ecuatorial. El gigante minero Gold Fields Limited fue ensalzado por las labores de prevención del VIH en Guinea. Los círculos de la salud global han recibido felicitaciones de todas partes por suministrar terapia antirretroviral gratuita a sus trabajadores seropositivos de África; su anterior presidente copreside hoy día la GBC. Y ExxonMobil aporta más dinero hoy día a la lucha contra la malaria que cualquier otra empresa ajena al sector farmacéutico.
Pero, por su propia naturaleza, la tarea central de extraer recursos minerales llevada a cabo por el sector minero es un proceso perturbador. En consecuencia, estas empresas acuden a trabajar por la salud pública con la reputación manchada. Rio Tinto presume de los éxitos obtenidos en la lucha contra la malaria en Guinea Ecuatorial, pero en Papúa Nueva Guinea la misma empresa ha vertido miles de millones de toneladas de residuos tóxicos y fue cómplice de la violencia represora que desencadenó 10.000 muertes, según una demanda colectiva presentada en el año 2000. Desde el año 2004, Gold Fields ha reducido en un 90 por ciento las enfermedades de transmisión sexual de sus mineros de Ghana, pero las ONG locales y otros expertos independientes informan de que sus actividades allí han contaminado vías fluviales con concentraciones altamente peligrosas de metales pesados, lo que ha privado a muchas aldeas de agua potable y para riego. Los angloamericanos desempeñan un papel destacado en los círculos de la salud global, pero un antiguo Alto Comisionado de Derechos Humanos de Naciones Unidas ha calificado la explotación de la tierra y el agua que lleva a cabo la empresa en torno a las minas de Ghana como «una violación del derecho de las comunidades a preservar un medio de vida sostenible».
Este tipo de ejemplos revelan otros perjuicios medioambientales generalizados causados por la industria minera: en el delta del río Níger, en Nigeria, donde abunda el petróleo, por ejemplo, entre los años 1976 y 1996 las compañías petrolíferas (incluida ExxonMobil) han contaminado vías fluviales y pesquerías con vertidos de petróleo de más de 2,4 millones de barriles, según los estudios oficiales nigerianos. Después de que las compañías petrolíferas pusieran en marcha programas de desarrollo comunitario para contener las críticas, las organizaciones cristianas de ayuda contra la pobreza calificaron al delta del Níger como «un auténtico cementerio de [este tipo de] proyectos, en el que hay redes de agua que no funcionan, centros sanitarios que jamás se han inaugurado y escuelas donde nunca se ha impartido clase alguna».
Las empresas de bebidas refrescantes y comida rápida también han pasado a la primera línea del frente de las iniciativas sanitarias globales fundamentales, concretamente en la lucha contra enfermedades no contagiosas. Este tipo de enfermedades, entre las que se encuentran las afecciones cardiovasculares y la diabetes, son causa en la actualidad de más de la mitad de las muertes en los países pobres y de renta media. Han coronado la cima de la agenda sanitaria mundial: la ONU las ha convertido en un asunto señero de la Asamblea General durante este año. A través de una asociación llamada International Food and Beverage Alliance, las empresas de bebida y alimentos procesados más grandes del mundo (Nestle, PepsiCo, Kraft y otras) han participado activamente en las negociaciones que desembocaron en la cumbre del mes de septiembre asistiendo a reuniones ministeriales y presidiendo grupos de trabajo. Derek Yach, el director de la política sanitaria global de PepsiCo, ha contribuido a dar forma al destacado papel del sector. Yach ocupó un cargo en la ONU, el de director ejecutivo de enfermedades no contagiosas de la OMS, hasta que se trasladó al sector privado en el año 2007.
En este aspecto, además, entran en conflicto intereses empresariales centrales con preocupaciones sanitarias mundiales. Las empresas de bebidas refrescantes y comida rápida se ganan la vida convirtiendo alimentos íntegros en otros procesados y fáciles de fabricar: en ese tipo de alimentos que acrecientan en riesgo de desarrollar enfermedades no contagiosas. Para mantener su salud económica, este tipo de empresas tienen que vender más productos en los mismos países en donde aumentan las muertes por enfermedades no contagiosas. Como las ventas en los países desarrollados se han desinflado, el sector recurre ahora a aumentar los ingresos en mercados emergentes con el fin de alimentar el crecimiento futuro. Entre 1982 y 2000, las empresas estadounidenses han cuadruplicado las inversiones en empresas de procesamiento de alimento en el extranjero y las ventas de esos productos en el exterior han pasado de 39.200 millones de dólares a 150.000 millones Un mexicano medio consume hoy día más de 110 litros de refrescos de Coca-Cola al año, más que el estadounidense medio. La tasa de incidencia de las enfermedades no contagiosas, en consecuencia, han aumentado.
El sector más implicado en las iniciativas sanitarias globales es, sin duda, el de los laboratorios farmacéuticos. Novartis dona a la OMS medicamentos para combatir la lepra y desarrolla nuevas vacunas contra el dengue y la tuberculosis. Merck y Pfizer han realizado donaciones importantes de medicamentos para poner freno a enfermedades como la oncocercosis y el tracoma. Pero la industria farmacéutica se encuentra en una situación igualmente complicada. Las intervenciones sanitarias globales más eficaces socavan su negocio, que consiste en vender medicamentos nuevos a precios con recargo. Esa es la razón por la que Novartis trata en estos momentos de quebrar la ley de patentes de la India hasta el extremo de que el organismo de ayuda Médicos Sin Fronteras afirma que causarán «un impacto devastador» sobre el acceso de los pobres a los medicamentos. En 1998, 39 empresas farmacéuticas de primera línea demandaron al gobierno sudafricano por aprobar una ley concebida para facilitar el acceso de la población más pobre que muere de SIDA a los fármacos antirretrovirales.
No es que la OMS y otros dirigentes del sector público no detecten los conflictos de intereses que afectan a sus nuevos socios. Lo cierto es que no tienen a nadie más a quien recurrir. En 1950, el presupuesto de la OMS procedía de las cuotas asignadas a los países miembros. En las últimas décadas ese caudal de financiación se ha secado. En respuesta a la apreciable politización de organismos de la ONU como la UNESCO o la OMS, los principales donantes de la ONU introdujeron en 1980 en los presupuestos del sistema de Naciones Unidas la política de crecimiento real cero, y en 1993 la de crecimiento nominal cero.
Escasa de financiación pública, la OMS ha tenido que recurrir a las aportaciones voluntarias de países donantes, a la filantropía individual, a las empresas y a las ONG. A diferencia de lo que sucede con los fondos procedentes de las cuotas asignadas, los donantes individuales pueden destinar esas cantidades «extrapresupuestarias» a la finalidad específica que se les antoje, lo que elude el control de la OMS. En 1970, las aportaciones privadas representaban la cuarta parte del presupuesto de la organización. En el año 2008 ascendían casi al 80 por ciento. Por consiguiente, ahora son los donantes particulares, y no la OMS, quienes puede tener la última palabra en Ginebra y, con ello, moldear la agenda sanitaria mundial.
Su influencia es evidente. La OMS destina su presupuesto ordinario a las enfermedades que ocasionan las mayores tasas de mortalidad en todo el mundo. Los fondos extraordinarios, por el contrario, sustentan intereses distintos. Según el análisis del presupuesto del organismo para los años 2004-2005, el 91 por ciento de los fondos extrapresupuestarios de la OMS se destinaron a unas enfermedades que ocasionan tan solo el 8 por ciento de la mortalidad global. Dada la preeminencia de los fondos extrapresupuestarios en sus gastos generales, la OMS acabó gastando el 60 por ciento de su presupuesto en enfermedades causantes únicamente del 11 por ciento de la mortalidad mundial. Una parte sustancial recaló en el desarrollo de vacunas contra enfermedades infecciosas, que sintonizan con las preferencias generales de la industria privada por la investigación, cara y de alta tecnología, antes que por la prevención, que es barata y no requiere tecnología punta. Es difícil comprender cómo semejante discordancia entre las necesidades de los enfermos del mundo y la distribución de los fondos de la OMS puede servir para que la organización cumpla con su misión principal.
Eso no quiere decir que los más pobres y los más enfermos del mundo no necesiten la atención del sector minero y los productores de comida rápida. Los compromisos voluntarios de las empresas de procesamiento de alimentos han eliminado de sus productos centenares de miles de toneladas de azúcar, sal y grasa de artículos populares. Desde el año 2004, Nestle ha reducido la cantidad de sal de sus productos en más de 6.800 toneladas, y la de azúcar en más de 290.000 toneladas. Gracias, sobre todo, a la participación del sector privado, la financiación externa para la lucha contra la malaria se ha disparado desde los aproximadamente 100 millones de dólares anuales de 1998 hasta más de 1.000 millones en el año 2008. Aunque su actual predominio en la agenda sanitaria mundial sea contraproducente, estas empresas deben estar sentadas a la mesa a pesar de los conflictos de intereses.
Tampoco sería viable en el mundo de nuestros días, donde la privatización es cada vez mayor, regresar al viejo modelo según el cual el sector público somete al resto del mundo a sus edictos de salud global. Más bien, la participación del sector privado se debería ampliar para que incluyera a esas empresas cuyos intereses económicos sintonizan directamente con los de la salud mundial. Además de a las empresas extractivas, la lucha contra la malaria, por ejemplo, podría incluir a compañías de seguros y operadores de turismo, que obtendrían beneficios a largo plazo de sus clientes más sanos y de los turistas con menos miedo. De manera semejante, la batalla contra las enfermedades no contagiosas podría recabar la participación de agricultores y ganaderos locales, en cuyas explotaciones se cultivarían alimentos más nutritivos y de origen local para vendérselos a más personas. Es mucho más probable que este tipo de empresas privadas, cuyos intereses empresariales sintonizan mucho más con intereses sanitarios, descubran el prometedor futuro de establecer asociaciones entre lo público y lo privado que aquellas otras que tienen perjuicios que ocultar.
Hasta el momento, estos otros agentes se han mantenido, en su mayoría, al margen; y se han apreciado muy pocos esfuerzos para invertir ese hecho. Cortos de dinero en efectivo desde hace demasiado, muchos promotores de la salud mundial se deleitan con recursos procedentes de sus recién adquiridos socios ricos del sector privado. Pero para establecer adecuadamente la agenda sanitaria mundial, tendrán que gastar parte de esos recursos en contactar con empresas y sectores nuevos con preocupaciones compatibles, aun cuando esas empresas no les firmen talones con muchos ceros. Con una base más amplia de donantes privados que la apoyen, la OMS —todavía, una fuente sin igual de especialización en salud pública y responsable en exclusiva ante la comunidad internacional— podría refundar su autoridad sobre la agenda sanitaria mundial, por no hablar ya de su presupuesto.
El Investigative Fund de The Nation Institute ha apoyado esta investigacion.
Sonia Shah es periodista científica y autora de Crudo: Breve historia de un pozo sin fondo (traducción de Silvia Komet Dain, Barcelona, Global Rhythm, 2008) y de Cazadores de cuerpos: La experimentación farmacéutica con los pobres del mundo (traducción de Ricardo García Pérez, Madrid, 451 editores, 2009). Su último libro es The Fever: How Malaria has Ruled Humankind for 500.000 Years.
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