El sistema político estadounidense es presidencialista: tanto si se trata de una guerra en curso o de una victoria legislativa, la “responsabilidad final” recae en el presidente, como señalaba un pisapapeles en la oficina de Harry Truman.
Desgraciadamente para Obama también recae sobre él la responsabilidad de una tasa de desempleo de 9,1% en la actualidad, de una deuda pública récord y de un crecimiento que alcanza un máximo de 2,5%.
“Los ciudadanos valoran la influencia del presidente en función de las cifras económicas básicas, como el crecimiento o el desempleo”, afirma Richard Carroll, autor del libro “El presidente como economista”.
“Parece igualmente que los estadounidenses no miden bien la responsabilidad de otras instituciones, como el sistema de Reserva Federal (Fed) o el papel de la administración precedente”, añade.
Incluso si la constitución estadounidense otorga al presidente poderes importantes en muchos terrenos políticos, en la práctica, en cambio, dispone de pocas herramientas económicas que no dependan de otros departamentos del gobierno.
Es efectivamente el Congreso quien controla los gastos de Estados Unidos, y por tanto la política presupuestaria, mientras que la monetaria es del dominio de la Reserva Federal, el banco central del país.
Estos son los límites impuestos al poder ejecutivo que siguen operativos hoy en día en Washington.
Ante la oposición del Congreso, Obama se vio obligado a abandonar un programa de reactivación de la economía de 447.000 millones de dólares. Tuvo que contentarse con firmar decretos de alcance mucho menor, como el último hasta la fecha, la creación de una página de internet dirigida a las empresas.
En el terreno económico, el presidente está “lejos de ser el comandante jefe”, reconoce David Abshire, un exconsejero de Ronald Reagan.
Pero las herramientas de que disponen los presidentes en Estados Unidos son aquellas que Theodore Roosevelt calificaba de “una tribuna formidable”.
“La economía se basa en parte en la confianza, la confianza de los consumidores y la confianza en el presidente”, señala Abshire, citando a Franklin Roosevelt y sus medidas contra la Gran Depresión como un ejemplo de lo que se puede lograr con esta “tribuna formidable”.
“Lo que tenía Roosevelt era un extraordinario don de comunicación, y la capacidad de poner a todos de su lado en las conversaciones junto a la estufa. Es algo que los presidentes recientes no han logrado conseguir”, añade Abshire.
Ciertos analistas dudan de la capacidad del presidente para influir sobre la economía, incluso cuando se utiliza los medios de comunicación y el Congreso es favorable.
“La idea comúnmente aceptada es que es suficiente con apretar lo botones y activar las palancas adecuadas”, afirma Russell Roberts, economista de la Universidad George Mason, en Virginia. “En la práctica, no es tan claro”.
“El presidente tiene una gran capacidad para destruir la economía. Pero no estoy seguro de que pueda hacer lo que sea para mejorarla”, expone.
Incluso los éxitos económicos presidenciales que se citan con frecuencia son objeto de debate.
Durante mucho tiempo se creyó que el “New Deal” de Roosevelt puso fin a la Gran Depresión. Pero muchos historiadores piensan que fue la Segunda Guerra Mundial la que realmente acabó con ella.