Mike Davis* Tom Dispatch (**)
1. Torres Gemelas
Dentro de dos años la plantilla de Vanity Fair y del New Yorker se mudará al edificio más atormentado del mundo. Allí, la élite de los fotógrafos de celebridades, cronistas de sociedad y periodistas de revistas podrían encontrar algunas nuevas musas macabras.
En lo alto de los pisos superiores de World Trade Center Uno (donde la editorial Condé Nast ha firmado el mayor contrato), mirarán por sus ventas hacia ese vacío fantasmagórico, a solo algunos metros, donde 658 empleados de Cantor Fitzgerald estaban sentados ante sus escritorios a las 8:46 de la mañana del 11 de septiembre de 2001.
No os preocupéis: La «Torre de la Libertad -remachan los promotores- será un consuelo duradero para las familias de los mártires del 11-S así como un ícono de renacimiento cívico y nacional. Para no hablar de su dramática resurrección de los valores de las propiedades del vecindario. (Confieso que me crispa los nervios esa amalgama de especulación inmobiliaria con un memorial sublime: es como proponer que se construya un puerto para yates sobre Arizona sumergida o un parque temático Katrina en Lower Ninth Ward de Nueva Orleans.)
World Trade Center Uno, en su diseño original, también debía restaurar a Manhattan la supremacía arquitectónica vertical y ser el edificio más alto del mundo. Pero esa rivalidad fálica global fue ganada por la supertorre Burj Khalifa de Dubai, terminada el año pasado y dos veces más alta que el Empire State Building.
Sin embargo, dentro de algunos años Dubai tendrá que pasar la copa de oro a Arabia Saudí y a la familia bin Laden.
Financiada por el príncipe Al-Waleed bin Talal, quien disfruta de que lo conozcan como el «Warren Buffet árabe», la Torre Kingdom planificada en Jeddah -la máxima hipérbole del despotismo saudí- atravesará las nubes a lo largo de la línea costera del Mar Rojo a la increíble altura de todo un kilómetro.
World Trade Center Uno, por otra parte, tendrá una altura máxima de 541 metros sobre el río Hudson. (Los teóricos de la conspiración podrán obsesionarse por esta coincidencia: la cantidad de pies que medirá la torre saudí por sobre la estadounidense será casi exactamente la misma cantidad que la de las personas que murieron en la Torre Norte del World Trade Center en 2001.)
Con poca publicidad, el contrato de mil millones de dólares para la torre de Jeddah fue otorgado por el príncipe Al-Waleed a los mega-constructores y expertos en rascacielos del mundo árabe: el Grupo bin Laden. Podrá mantener vivo el nombre de su familia durante siglos por venir.
Con poca publicidad, el contrato de mil millones de dólares para la torre de Jeddah fue otorgado por el príncipe Al-Waleed a los mega-constructores y expertos en rascacielos del mundo árabe: el Grupo bin Laden. Podrá mantener vivo el nombre de su familia durante siglos por venir.
2. Colusión
Hace diez años, el centro de Manhattan se convirtió en el Sarajevo de la Guerra contra el Terrorismo. Aunque la conciencia siente reticencias ante toda ecuación moral entre el asesinato de un solo archiduque y su mujer el 28 de junio de 1914, y la matanza de casi 3.000 neoyorquinos, la analogía es extrañamente apta de otro modo.
En ambos casos, una pequeña red de conspiradores periféricos pero bien conectados, ennoblecidos a sus propios ojos por los amargos agravios de su región, atacó un importante símbolo del imperio responsable. Las atrocidades apuntaban deliberadamente a detonar conflictos mayores, desastrosos, y en este sentido, tuvieron éxito más allá de la imaginación más sombrá de los conspiradores.
Sin embargo, las magnitudes de las explosiones geopolíticas resultantes no fueron simples funciones de la notoriedad de los actos en sí. Por ejemplo, en Europa entre 1890 y 1940, fueron asesinados más de dos docenas de jefes de Estado, incluidos los reyes de Italia, Grecia, Yugoslavia, y Bulgaria, una emperatriz de Austria, tres primeros ministros españoles, dos presidentes de Francia, etc. Pero aparte del asesinato de Franz Ferdinand y su esposa en Sarajevo, ninguno de esos eventos instigó una guerra.
De la misma manera, un solo atacante suicida en un camión mató a 241 marines de EE.UU. en sus barracones en el Aeropuerto de Beirut en 1983, (Cincuenta y ocho paracaidistas franceses fueron eliminados por otro atacante suicida ese mismo día.) Es casi seguro que un presidente demócrata habría sido presionado para tomar represalias masivas o realizar una intervención contundente en la guerra civil libanesa, pero el presidente Reagan -de modo muy astuto- distrajo al público con una invasión de la pequeña Granada, mientras retiraba silenciosamente al resto de sus marines del Mediterráneo Oriental.
Si Sarajevo y el World Trade Center, al contrario, desataron carnicerías y caos globales, fue porque existía una colusión de facto entre los atacantes y los atacados. No me refiero a míticas conspiraciones británicas en los Balcanes o a que agentes del Mossad hicieran volar las Torres Gemelas, sino simplemente a hechos bien conocidos: en 1912, el Estado Mayor General de Alemania ya había decidido aprovechar la primera oportunidad para ir a la guerra, y poderosos neoconservadores alrededor de George W. Bush cabildeaban por el derrocamiento de los regímenes en Bagdad y Teherán incluso antes de que la última perforación colgante de los votos se contara en Florida en el año 2000.
Tanto los Hohenzollern como los texanos buscaban un casus belli que legitimara la intervención militar y silenciara la oposición interior.
El militarismo prusiano, por cierto, fue puntualmente satisfecho por la Mano Negra -un grupo terrorista patrocinado por el estado mayor general serbio- que asesinó al archiduque y a su esposa, mientras el show de horror de al Qaida en el centro de Manhattan consagró el derecho divino de la Casa Blanca de torturar, encarcelar en secreto y matar por control remoto.
Entonces, pareció casi como si Bush y Cheney hubieran realizado un golpe de Estado contra la Constitución. Pero pudieron referirse cínica pero exactamente a todo un catálogo de precedentes.
3. «Inocencia» e intervención
Para decirlo directamente, cada capítulo en la historia de la extensión del poder de EE.UU. ha sido iniciado con la misma frase: «Inocentes estadounidenses fueron atacados con alevosía.»
¿Recordáis el Maine en el puerto de La Habana en 1898 (274 muertos)?
¿El Lusitania torpedeado por un submarino alemán en 1915 (1.198 ahogados, incluidos 128 estadounidenses)?
¿El ataque de Pancho Villa contra Columbus, Nuevo México, en 1916 (18 ciudadanos estadounidenses muertos)?
¿Pearl Harbor (2.402 muertos)?
Los mismos ataques sorpresa, la misma indignación justiciera en el país. El mismo pretexto para planes encubiertos.
Además, los historiadores recordarán la legación sitiada en Pekín (1899), la supuesta perfidia de Emilio Aguinaldo en las afueras de Manila (1899), diversos crímenes contra bancos y empresarios estadounidenses en Centroamérica y el Caribe (1900-1930), el bombardeo japonés del USS Panary en 1938, el cruce del río Yalu por el ejército chino hacia Corea (1950), el incidente del Golfo de Tonkín en Vietnam (1964), la captura por los norcoreanos del Pueblo (1968), la captura del Mayagüez por Camboya (1975), los rehenes de la embajada de EE.UU. en Teherán (1979), los estudiantes de medicina en peligro en Granada (1983), los soldados estadounidenses acosados en Panamá (1989), etc.
La lista apenas roza la superficie: la sincronización de la autocompasión y de la intervención en la historia de EE.UU. es inexorable.
En nombre de los «inocentes estadounidenses»: EE.UU. anexó Hawái y Puerto Rico; colonizó las Filipinas, castigó el nacionalismo en el Norte de África y China; invadió (dos veces) México; envió a una generación a los campos de la muerte de Francia (y encarceló a disidentes en el interior); masacró patriotas en Haití, la República Dominicana, y Nicaragua; aniquiló ciudades japonesas; convirtió en escombros Corea e Indochina con sus bombardeos; reforzó dictaduras militares en Latinoamérica; y se convirtió en socio de Israel en el asesinato rutinario de civiles árabes.
4. ¿Decadencia y caída?
Algún día -tal vez antes de lo que pensamos- un nuevo Edward Gibbon en China o India se sentará seguramente para escribir «La historia de la decadencia y la caída del Imperio Estadounidense». Ojalá sea solo un volumen en una obra mayor, más progresista -tal vez el Renacimiento de Asia- y no un obituario por un futuro humano absorbido por el codicioso vacío de EE.UU.
Pienso que probablemente clasificará la farisaica «inocencia» estadounidense como uno de los afluentes más tóxicos de la decadencia nacional, y al presidente Obama como su máxima encarnación. Por cierto, desde la perspectiva del futuro, ¿cuál será considerado el mayor crimen: haber creado la pesadilla de Guantánamo para comenzar, o haberla preservado desdeñando la opinión pública global y las propias promesas electorales?
Obama, que fue elegido para que hiciera volver los soldados a casa, cerrara los gulags y restaurara la Declaración de Derechos, en realidad se ha convertido en el principal albacea del legado de Bush: un converso vuelto a nacer de las operaciones especiales, drones asesinos, inmensos presupuestos de inteligencia, tecnología orwelliana de vigilancia, prisiones secretas, y el culto de superhéroe del ex general, ahora director de la CIA, David Petraeus.
Nuestro presidente «contra la guerra» puede, en los hechos, estar haciendo que el poder caiga más en las tinieblas de lo que alguno de nosotros se haya atrevido a imaginar. Y mientras más fervientemente abraza Obama su papel de comandante en jefe de la Fuerza Delta y de los SEALS de la Armada, menos probable será que futuros demócratas se atrevan a reformar la Ley Patriota o a cuestionar la prerrogativa presidencial de asesinar y encarcelar en secreto a los enemigos de EE.UU.
Enamorado de guerras contra fantasmas, Washington ha sido cegado por cada tendencia importante de la última década. Malinterpretó enteramente las verdaderas ansias de la calle árabe y la importancia del populismo islámico dominante, ignoró la emergencia de Turquía y Brasil como potencias independientes, olvidó a África y perdió gran parte de su influencia en Alemania así como sobre los reaccionarios cada vez más arrogantes de Israel. Lo que es más importante, Washington no ha desarrollado un marco político coherente para su relación con China, su principal acreedor y su rival más importante.
Desde un punto de vista chino (supuestamente la perspectiva de nuestro futuro, señor Gibbon), EE.UU. muestra síntomas incipientes de ser un Estado fallido. Cuando Xinhua, la agencia noticiosa semioficial china, reprende al Congreso de EE.UU. por ser «peligrosamente irresponsable» en las negociaciones de la deuda, o cuando altos dirigentes chinos se preocupan abiertamente por la estabilidad de las instituciones políticas y económicas estadounidenses, es evidente que los roles se han invertido.
Especialmente cuando, esperando su oportunidad, con biblias en sus manos, están los desoves dementes del 11-S, los candidatos presidenciales republicanos.
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(**) Traducido del inglés para Rebelión por Germán Leyens
* Nota de Correspondencia de Prensa: Mike Davis (California 1946), urbanista marxista, enseña en el Programa de Escritura Creativa de la Universidad de California, Riverside. Entre sus numerosas obras destacan: Ciudad de Cuarzo. Los Angeles, capital del futuro; Genocidios tropicales. Catástrofes naturales y hambrunas coloniales; Ecología y miedo; Planeta de ciudades miseria; El monstruo llama a nuestra puerta; Héroes de Fierro. una historia mundial del terrorismo revolucionario de 1878 a 1932. Actualmente escribe un libro sobre desempleo, calentamiento global, y la reconstrucción urbana para Metropolitan Books.