Esos cinco billones de dólares no son dinero invertido en la construcción de carreteras, escuelas y otros proyectos a largo plazo, sino que se transfieren directamente de la economía americana a las cuentas personales de ejecutivos y empleados de bancos. Semejantes transferencias representan para todos los demás el impuesto más artero que imaginarse pueda. Parece de lo más inicuo que los banqueros, después de haber contribuido a causar los problemas económicos y financieros actuales, sean la única clase que no está padeciendo sus consecuencias… y en muchos casos se está beneficiando, en realidad.
Los megabancos principales resultan desconcertantes en muchos sentidos. (Ya) no es un secreto que han funcionado hasta ahora como grandes y complejos planes de remuneración, que han ocultado las probabilidades de acontecimientos imprevistos que representan poco riesgo, pero tienen grandes repercusiones, y se han beneficiado del parapeto gratuito de las garantías públicas implícitas. Se ve claramente que a un apalancamiento excesivo y no a sus aptitudes es a lo que se deben sus beneficios resultantes, que después recaen desproporcionadamente en los empleados, y sus pérdidas, a veces en gran escala, que recaen sobre los accionistas y los contribuyentes.
Dicho de otro modo, los bancos corren riesgos, reciben los beneficios y después transfieren las pérdidas a los accionistas, los contribuyentes e incluso los jubilados. Para rescatar el sistema bancario, la Reserva Federal, por ejemplo, bajó los tipos de interés hasta unos niveles artificialmente bajos; como se ha sabido recientemente, también ha concedido préstamos secretos de 1,2 billones de dólares a los bancos. El efecto principal hasta ahora ha sido el de ayudar a los banqueros a conseguir primas (en lugar de atraer a prestatarios) ocultando los riesgos.
Los contribuyentes acaban pagando dichos riesgos, como también los jubilados y otros que dependen de los réditos de sus ahorros. Además, las políticas de bajos tipos de interés transfieren el riesgo de la inflación a todos los ahorradores y a las generaciones futuras. Así, pues, tal vez el mayor insulto a los contribuyentes es el de que el año pasado la remuneración de los banqueros volviera a alcanzar el nivel del período anterior a la crisis.
Naturalmente, antes de que los gobiernos los rescataran, los bancos nunca habían repartido dividendos en su historia, suponiendo que sus activos estuvieran ajustados al valor del mercado. Tampoco es de esperar que lo hagan a largo plazo, pues su modelo de negocio sigue siendo idéntico al que era antes, con modificaciones sólo cosméticas en relación con los riesgos inherentes a las transacciones.
De modo que los datos están claros, pero, como contribuyentes individuales, estamos indefensos, porque, dadas las medidas concertadas de los grupos de presión o –peor aún– de las autoridades económicas, no controlamos los resultados. Nuestras subvenciones para los directores y ejecutivos de los bancos son completamente involuntarias.
Pero la perplejidad resultante representa un elefante aún mayor. ¿Por qué un gerente de inversiones compra los valores de bancos que pagan porciones muy grandes de sus ganancias a sus empleados?
La razón no puede ser la promesa de repetir beneficios pasados, dada la insuficiencia de dichos beneficios. En realidad, filtrar los valores conforme a los beneficios habría reducido a más de la mitad las pérdidas de las inversiones en el sector financiero en los veinte últimos años, sin pérdidas de beneficios.
¿Por qué los gerentes de carteras y de fondos de pensiones abrigan la esperanza de que sus inversores les concedan impunidad? ¿Acaso no resulta evidente a los inversores que están transfiriendo voluntariamente los fondos de sus clientes a los bolsillos de los banqueros? ¿Acaso no están violando los gestores de fondos tanto las obligaciones fiduciarias como las normas morales? ¿Están desaprovechando la única oportunidad que tenemos de disciplinar a los bancos y obligarlos a competir para correr riesgos de forma responsable?
Resulta difícil de entender por qué el mecanismo del mercado no elimina esas preguntas. Un mercado que funcionara bien produciría resultados que favorecerían a los bancos que contaran con los riesgos adecuados, los planes de remuneración idóneos, el reparto de riesgos correcto y, por tanto, la gestión empresarial adecuada.
Podemos preguntarnos: si los gestores de inversiones y sus clientes no reciben beneficios elevados por sus valores bancarios, como sucedería si se beneficiaran de la externalización por parte de los banqueros del riesgo que recae en los contribuyentes, ¿por qué no se deshacen de ellos? La respuesta es la llamada “beta”: los bancos representan una gran proporción de los S&P 500 y los gestores necesitan invertir en ellos.
No creemos que la reglamentación sea una panacea para este estado de cosas. Los bancos mayores y más complejos han llegado a ser expertos en mantenerse un paso por delante de los reglamentadores creando constantemente productos financieros y derivados que eluden la letra de las normas. En esas circunstancias, una reglamentación más complicada significa simplemente más horas retribuibles para los abogados, más ingresos para los reglamentadores que cambien de bando y más beneficios para los gestores de derivados.
Los gestores de inversiones tienen la obligación profesional y moral de desempeñar su papel imponiendo cierta disciplina al sistema bancario. El primer paso debería ser el de diferenciar los bancos conforme a sus criterios de remuneración.
En el pasado los inversores se han regido por criterios éticos –al excluir, pongamos por caso, las empresas tabaqueras o las multinacionales cómplices del apartheid en Sudáfrica– y han logrado ejercer presiones en los valores subyacentes. La inversión en bancos constituye una doble violación: ética y profesional. Los inversores y todos nosotros estaríamos mucho mejor económicamente, si esos fondos afluyeran a empresas más productivas, tal vez reorientando hacia organizaciones benéficas una cantidad equivalente a la que se transferiría a las primas de los banqueros.
Nassim Nicholas Taleb es profesor de Prevención de Riesgos en la Universidad de Nueva York y autor de The Black Swan (“El cisne negro”). Mark Spitznagel es gestor de fondos de cobertura. Los autores tienen posiciones que se benefician, si los valores de los bancos se devalúan.