Oscar J. Camero


Cuando los antiguos romanos llegaron a una plenitud de conquista y las arcas imperiales rebosaron de tributos procedentes de lejanos pueblos, uno puede pensar que el romano común (¡ni hablar de los patricios y mandamases de entonces!) flotaron en una confortable comodidad que pelo a pelo los llevó a no pensar más en guerras ni conquistas.  Total, casi todo el mundo conocido se lo había zampado entre los bolsillos, primero asolándolos con la espada.  Se era rico y ello en sí se traducía en una cumbre, dizque humana o civilizatoria.

¿Por qué razón complicarse la vida con derramamientos de sangre, alaridos de combates y sudaderas estresantes?  Gozar de la vida, hedonizarse, como que fue el paso consiguiente de semejante prosperidad, relajándose el sistema de cuerdas, poleas y disciplinas militares que, más allá de continuar conquistando el mundo conocido, debía al menos mantener lo conquistado.  Así se aproximó la decadencia, la desvirtuación de una sociedad originariamente bélica.

Se dirá que el imperio se hizo tan desmesurado que manejarlo se figuró una pesada carga, con toda la recarga que también significó su burocracia.  Los romanos centrales poco a poco empezaron a delegar, a formar subimperios, consulados, apartados, para que otros hiciesen el trabajo.  Mientras tanto, el dios vino, el desborde y el semen ha de haber sido la mayor preocupación de una Roma que paulatinamente empezó a sentirse realmente alejada de lo terráqueo y sus amenazas, a pesar de la molestia permanente que significaron las hordas bárbaras.   El resultado fue la fragmentación, la desintegración, la decadencia que todos conocemos.  Por ello se dice que, por una razón u otra, no hay imperios eternos:  si no caen por el peso de otros, lo hacen por el suyo propio.  Podría no la vida cansarse de sí misma, pero no así el sistema.

Y digamos que ello, el ciclo de subidas y bajadas en que consiste la evolución o progreso humano, figura una certera ley del comportamiento.  Se es disciplinado y tenaz mientras existan propósitos que conquistar, y también mientras exista control y coordinación de las partes que conforman el cuerpo a avanzar hacia los objetivos.  El Imperio romano se hizo tan grande que dio la impresión de perder la conciencia de sus partes, hecho que bastante se correlacionó con los efectos de una sociedad implosiva, sumida en el vicio, carnal, aflojada de cualquier principio al que en un tiempo se había aferrado como doctrina imperial.

Europa

Europa es una sociedad que actualmente explota.  Se le llama el continente viejo y la configuran viejas antiguallas de la historia que al presente lucen como diluidas en su potencial.  Hablamos del cristianismo, del principio feudal o señorial, de la ínclita razón griega y, a propósito de la parte anterior, del principio imperial, legado de faraones, griegos y romanos, especialmente de los últimos.

La sociedad vieja europea se diluye en el tiempo.  Su alma como que pierde principios en medio de esta era tan diversa y cambiante, era de la política mercurial, cibernética e informática.  Con viejos recuerdos de cruzadas en el Medio Oriente, se sabe ya de religión no única; con triste gesto de señor en decadencia, se sabe ya feudal superada; con rostro y matemáticas atónitas, se sabe ya desquiciada de los mecanismos del razonar, que no han llevado más que a la guerra y a la miseria al mundo; impotente, al comprobar que el mundo no es gobernable ni aprehensible, como siempre han soñado los imperios, a pesar de la informática, del parcelamiento científico del universo, del hábito posmoderno de dominar mediante la opresión de botones.

Como el viejo Imperio romano, Europa vivió su plenitud hedonista, su confort, independientemente de que haya sido a costa del saqueo y la explotación de los otros pueblos de la Tierra.  Del engaño, de la expoliación, del tráfico en toda su variación (la sonrisa de un europeo tiene base en la encía derrocada de un pobre de la Tierra).  Aún hoy vive viejas plenitudes en algunos de sus países, aunque en su mayor parte haya empezado a permearse el agua del desconcierto y la crisis.

Se hizo señor feudal y perduró hasta el pleno del siglo XX (con actitudes y hábitos) y, como la vieja Roma decadente, aflojo el control y la disciplina, el empeño de conquista o dominio, la necesidad de mantener joviales y preponderantes sus valores culturales, y cedió el paso a la dulzura de la sombra y otros vinos.  Cedió el paso a la historia que avanza y cambia el rostro mundial.  Se cansó de las guerras y empuñaduras.  Se confió a un nuevo coloso, hijo de sus entrañas, para que velase por su estampa e intereses (EEUU), pero coloso aparentemente de vida efímera imperial y en la actualidad con problemas.  Coloso amenazado por China, la nueva madre de los colosos en un plazo de diez años.

Olvidó que las matemáticas y las economías no pueden sostenerse eternamente sobre la base de los tributos y el rasgo de señorío inmutable; que el mundo cambia, pasa y da crecimiento a otras dimensiones y culturas.  A otros cálculos y raseros.

De forma que hay que presentir la inminencia de grandes y convulsos eventos para la humanidad si Europa (tabla de la convención cultural y soporte matemático de la misma convencionalidad) cae.

EEUU

Los muchachitos del ejército estadounidense han empezado a suicidarse.  Lo hacen a granel, asustados de la misión de “conquistar el mundo” que sus superiores le encomiendan.  Como Pinky, el ratón de la caricatura de Cerebro, no pueden comprender cómo es que lo sacan de sus dulces hogares, donde juegan hartamente a la guerra virtual, para ir a morir en guerras de verdad, en las que de verdad te desangras y dejas de vivir la cómoda vida al lado de tus padres.  La razón, heredada de la vieja Europa, piensa que, si se tiene todo (poder, bienestar, desarrollo), ¿por qué demonios guerrear y no dedicarse a saborear el laurel del sueño americano, ese que dicen los mass media que disfrutan?  Epicuro dejó bien sentada en el viejo continente las bases de la felicidad 300 años A.C.

Después de llegar al nuevo continente, bregar tanto para imponer las colonias inglesas, alemanas e irlandesas, matando indios en un principio, además de pasar por la tan terrible guerra civil para tener una unidad de patria (matándose entre ellos, posteriormente), sale al menos disfrutar de la paz tanto bregada.  Sale disfrutar del poderío de la tecnología por ellos inventada.  Sale el solaz.  Sale la predestinación providencial.  ¿A qué andar conquistando mundos si el mundo y ombligo de él son los mismos EEUU?  ¿No es tal el cuento?  Como tal es una reflexión del soldado que hace patria muriendo en la aventura de las conquistas incompresibles.

El imperio estadounidense se extendió  soñando el control mundial mediante la opresión de un botón, en virtud de su tecnología.  Se hizo grande aprovechando los abordaje que le hiciera la historia:  su entrada “heroica” en la segunda guerra mundial, cuando los rusos habían hecho ya el trabajo; su preeminencia como potencia matando cientos de miles de humanos con un artefacto de su invención (bomba atómica, de cuna alemana, en realidad) y con el derrumbe de su principal competidor de la Guerra fría (la URSS).

Hoy es grande más allá  de sí mismo (aunque no de sus ambiciones) y a punto de preterizarse.  No parece poder controlar las partes de su cuerpo, mismo que se mueve en la guerra de invasiones y de control estratégico que efectúa.  Sus soldados, como demuestra la tasa de suicidios en alza, ya no quieren combatir ni inmolarse; pero sus problemas monetarios lo empujan al combate para intentar sostener el estatus de poderío que requieren ostentar ante el mundo en su propósito de domeñarlo (noblesse oblige).  Peor aún:  sus ejércitos (ahora llamados “fuerzas especiales”) amenazan con actividades autónomas en los lugares que operan, al servicio, sin duda, de fragmentadoras causas respecto de la unidad imperial.  El viejo cuento de la desmembración romana a lo postmoderno.  Los pequeños imperios, los imperios delegados, desprendidos, volantes propios, la vieja Constantinopla microbiana.

La sociedad norteamericana, como la europea, se hedonizó también, explayada en el confort que ablanda el músculo y genio de la guerra.  No quiere guerrear, aunque quiera jugar a la guerra, electrónicamente, en casa, y dedicarse al sacro consumismo de su cultura nacional.  Su viejo espíritu imperial parece en quiebra, en medio de tiempos tan cambiantes como los que vuelan y que inauguró ella misma hasta cierto grado, donde parece apuntarse el comunitarismo (como prefetiza el Daniel cristiano), la unión de partes, las parcialidades entendida, las partes post-crisis.  Donde es imposible controlar las emergencias amenazantes sobre preeminencias preestablecidas.  Donde ya no es posible monopolizar el conocimiento, la cibernética, el poder atómico, en saber universal, cuyo principal requisito para accesarlo es la condición humana.

Múltiples problemas acucian al coloso.  El dinero, la paz interna, el comercio y sus transnacionales, sus ricachones más poderosos que el Estado mismo, la competencia militar de emergencias potencias, su condición de economía comprada o embargada por factores exógenos, lo que equivale a decir su economía ficticia y peligrosa.  Diremos que próximos a una explosión (con efectos encadenados, lógicamente), considerando fundamentalmente tres hechos:  Europa, el viejo modelo y vieja aliada, decae; el mundo es un campo de guerra hacia donde la crisis lo empuja para paliar necesidades y defectos financieros; China, la nueva cima de la economía mundial y la nueva potencia de los tiempos, es poseedora de los dos tercios de su dinero internacional. Bomba con reloj de tiempo.

Fragmentan al coloso sus propios problemas, producto de la decadencia espiritual de la cultura occidental (visión de mundo imperial, señorial, razonable, religioso); su sociedad estupidizada y hedonista en pensar y obrar; la emergencia bárbara de nuevas potencias competidoras, como es el hecho.  En la medida en que cae el velo, por ejemplo, de para quién a fin de cuentas trabaja un soldado al rendir su vida en la guerra, la sociedad parece entonar una reflexión y parecen arreciar vientos de cambios en las conciencias nacionales, con efectos deplorables sobre el concepto “imperio”, “unidad”, con remozamientos de la noción fragmentaria.  Hay la amenaza (esperanza para otros) de que el norteamericano común despierte del sueño encantado (como ocurre hoy) hacia una revolución de conciencia y se convierta, final y redentoramente, en bárbaros de su propia libertad, sobre su propio suelo.

Como la gran piedra que en el mar cae, tiene que comprenderse que el coloso al caer hundiría también su volátil entorno.   Templanza, pues, en el esperar y comprensión para calmar.

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