Alejandro Landaeta Salvatierra

La sucesión de eventos de la economía global desencadenada en 2008 permite hasta cierto punto hablar de la persistencia de una crisis del capital, haciendo tentador pensar en un “estadio terminal” capaz de dar paso a un nuevo orden, posiblemente a un verdadero socialismo. El derrumbe espontáneo del capitalismo fue una tesis planteada en las primeras décadas del siglo XX, cuando se dieron condiciones revolucionarias en toda Europa. El tránsito a una nueva sociedad sucedería así por acción de las propias contradicciones internas del sistema. El catastrofismo radical desestimó la acción política como factor esencial del cambio de orden. Parte del debate en aquélla época obedeció precisamente a la necesidad de impulsar la política revolucionaria del proletariado como factor indispensable para abolir el capitalismo. Hubo entonces una diversidad de acentos sobre el grado de primacía de las condiciones objetivas y subjetivas. Anton Pannekoek fue un crítico de la “teoría del derrumbe del capitalismo” abanderada por Henryk Grossmann, fundada en la presunción de una interpretación correcta de la teoría de Marx sobre los límites objetivos de la acumulación de capital. 

A pesar de la vigencia que recobra este viejo debate, hay que recoger todo lo sucedido entre 1917 y el presente para evaluar apropiadamente la situación del capitalismo global. La visión del capitalismo como un paciente aquejado de cáncer incurable puede hacernos incurrir en el riesgo de no verlo a él mismo como el cáncer de la humanidad, en cuyo caso la enfermedad puede cesar con la aniquilación del paciente. Por eso la consigna luxemburguiana de “socialismo o barbarie” no es simple retórica de izquierda, es una frase que debe tomarse bien en serio. Una parte significativa de la periferia históricamente dominada por el capital se encuentra hoy devastada (literalmente), acusando una terrible degradación humana, cultural, económica y ambiental. La barbarie no es una amenaza, es un hecho contemporáneo, una realidad palpable.

Convengo con la visión de distinguir entre crisis funcional y crisis sistémica del capitalismo. Una crisis funcional, aunque tenga causas estructurales, no compromete por sí misma la viabilidad, estabilidad y hegemonía del sistema. Por contraste, la crisis sistémica es un confinamiento antagónico que tiende a resolverse en la desestructuración del todo, entendida ésta como pérdida concreta (no potencial) de sustentabilidad objetiva e histórica del modo de producción, un callejón sin salida. La crisis del capital es eminentemente endógena, y aunque su matriz última se encuentra en el antagonismo capital / trabajo, sus expresiones obedecen a circunstancias históricas que comprenden la intervención de diversas variables en distintas combinaciones. Eso significa que no puede elaborarse una teoría de crisis del capital fuera del contexto concreto, indistintamente de que podamos comprender las condiciones-límite de su funcionalidad y expansividad. La crisis actual debe ser estudiada con sus particularidades, que son distintas de las de 1929 y otras más recientes, a fin de confirmar indicios fundados sobre su gravedad y posibles consecuencias.

Focalizarse en la caracterización endógena enfatiza los desequilibrios intrínsecos, ofreciendo un falso apoyo a la tesis del derrumbe. No quiere decir que sea innecesario seguir estudiando a fondo las “leyes de moción”, sino situarlas en su justo lugar de “fuente primaria” o condición necesaria pero no suficiente. Acudir al otro extremo, desestimando la funcionalidad para dar primacía a variables exógenas, exclusivamente históricas, sociológicas o políticas, es igualmente inconveniente, pues se pasa de un modelo determinista a uno puramente contingente. Oscilamos entonces entre la lógica de la mecánica interior y un cúmulo derivado de contradicciones periféricas, como las tensiones inter-imperialistas, el papel obstructivo de los Estados, la “financiarización” de la economía o el desbalance norte-sur.

Obviar la comprensión funcional puede conducir a equívocos como establecer, por ejemplo, una correlación causal entre la oferta de energía y la crisis del capitalismo, limitando la matriz del desequilibrio a los efectos del cenit del petróleo (ver, por ejemplo, la tesis de Gail Tverberg, expuesta en la publicación electrónica “The Oil Drum”, http://www.theoildrum.com/node/2510). Una expectativa objetiva mediata como es el agotamiento de un recurso clave no juega en estos momentos el papel de fuente estructural de la crisis, independientemente de que guarde una estrecha relación y que en el futuro pueda coadyuvar en la desestabilización y colapso. No es el carácter no renovable del recurso lo determinante, sino la naturaleza del sistema metabólico social que lo emplea.

Las reducciones mecanicistas terminan por distorsionar o desconocer incluso patrimonios teóricos y empíricos sólidos. Un caso clásico es la explicación keynesiana de las crisis a partir de la liquidación de la ley de Say. Se emparenta con la tesis del estadio monopolista: las contradicciones esenciales quedan situadas en el nivel distributivo. Hay que mencionar también algunos puntos de vista que aparecieron en el curso de los años 20 y 30 en el marco del debate sobre la planificación central y el mercado, en el cual intervinieron von Mises, Lange, Hayek y otros. Al final, los no ortodoxos ubican la causa de las crisis en la ruptura del equilibrio del mercado como consecuencia de la competencia o anarquía de la oferta, que provoca sobreproducción. Destaco, por ejemplo, el trabajo empírico de Gombeaud / Décaillot en “El regreso de la gran depresión”.

El enfoque crítico burgués de la teoría clásica extendió la alfombra al “capitalismo regulado” keynesiano, que no podría explicar, verbigracia, la severa crisis de los 70. Hoy en día la noción de que es la inclemente competencia global la que desata la tempestad, suscita cierta presunción de senilidad y tufo de catástrofe. Pero no repara en notables hechos consumados como la enorme fusión entre los capitales financiero e industrial, la vocación apátrida de los grandes capitales y la prevalencia del interés de las corporaciones en lugar del de sus naciones de origen. Así, entre el estudio de las causas de las crisis y su vínculo con la percepción del agotamiento, hallamos un amplio espectro. Curiosamente, Schumpeter, un autor no marxista, señaló con pesimismo el futuro del capitalismo gracias a la degradación del papel del empresario (una perceptiva sociológica).

Me sumo a la postura cautelosa de estimar que la crisis alcanzó una importante profundidad relativa, pero no amenaza por ahora la hegemonía del capital. Hablaríamos entonces de una crisis funcional moderada y no de un proceso irreversible de colapso o entrada en barrena. Una de las razones que descartan un proceso de colapso es la gran disponibilidad de fuerza de trabajo. China se ha convertido en la frontera más reciente (y posiblemente la última) que ha permitido una eficiente válvula de escape. Las incorporaciones de Rusia y los países de Europa oriental también oxigenaron al capital, aunque endosando sus problemáticas sociales. La desocupación y la baja de los salarios han intervenido como estímulo a la recuperación y no como un lastre, como tendemos a pensar. Otra razón es que esa misma fuerza de trabajo, salvando algunos países, se encuentra inmóvil políticamente, en especial la clase trabajadora de Estados Unidos.

Así  las cosas, ¿Es previsible un derrumbe inminente, o antes bien una prolongación del deterioro, una “patología gradual” que permitirá su reemplazo por el socialismo en un plazo históricamente razonable? Si se puede confirmar una tendencia regresiva de las variables sistémicas, que algunos sitúan controvertidamente desde los años 70 (p.e. Robert Brenner; Luis Pablo Giniger), es probable que no se alcance en definitiva una recuperación capaz de devolverle robustez a la economía, marcando un proceso acelerado de agotamiento que se manifestaría en estertores financieros y recaídas recesivas. Es un sistema a la larga condenado, pero que se resiste a un pronóstico plausible por no disponer de la correcta reunión y verificación de las condiciones necesarias y suficientes de sustentación, lo que alimenta esa incertidumbre predictiva con apreciaciones que van desde lo casi inmediato a varias décadas y aún más. Immanuel Wallerstein asomó que en 30 años no viviremos bajo el sistema-mundo capitalista. José A. Bottini Marín dice por su parte: “en los próximos 50 años el Capitalismo seguirá siendo el sistema económico predominante, pero cada vez más debilitado para finalmente dar paso al Socialismo.” (Bottini: “Crisis financiera mundial ¿Fin del capitalismo?”, http://colombia.indymedia.org/news/2008/11/95042.php) Pese a todo, la formulación de un pronóstico no es el verdadero problema para los socialistas. Si nunca ha dejado de ser necesario concatenar las vertientes empírica, teórica y política, lo crucial es respaldar la asertiva noción de la práctica dialéctica bajo el objetivo supremo del reemplazo sistémico, abrazando la convicción de que el capitalismo no fenecerá por sí mismo, sino por intervención de la insurgencia consciente de las clases y pueblos sometidos. Pannekoek lo resumió categóricamente en su época: “La autoliberación del proletariado es el derrumbe del capitalismo.” (La teoría del derrumbe del capitalismo, 1934).

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