Norberto Glavinovich
Cuando Mariano Moreno fundó La Gazeta, se fijó objetivos muy claros y concretos: organizar la incipiente democracia que asomaba en el horizonte de las tierras del Plata, introducir la noción de libertad de expresión aún en medio de una revolución que, como tal, menguaba los límites de la autonomía, velar por los intereses de las mayorías en contra de toda dominación extranjera y, principalmente, promover que el poder político diera publicidad a sus actos de gobierno develando cualquier posible acto de corrupción; reconociéndole al pueblo la función de árbitro de la administración pública.
Antes de las movilizaciones y asambleas populares acontecidas en diciembre de 2001, el periodismo argentino gozaba de un alto grado de credibilidad por parte de nuestra sociedad. La primera señal de desconfianza a los diarios, la radio y la televisión y a sus paradigmas de carne y hueso la marcó un ocurrente graffiti que decía: “nos mean y los medios dicen que llueve”.
Una heterogénea multitud que poblaba las plazas de las principales ciudades del país, exigía que se fueran todos los políticos. Sin embargo, así como los dirigentes más cuestionados en ese entonces regresaron a la vida política cotidiana, los medios en general y sus estrellas periodísticas en particular, recuperaron en gran parte su presumida infalibilidad y su poder de persuasión.
Hoy, una disputa de poder –más económico que ideológico- entre el Gobierno y los grandes medios, coloca al ciudadano común en situación de rehén de una disyunción inventada por ambos sectores en pugna que se podría sintetizar en una ilusoria dicotomía: “Clarín” o “6,7,8”.
Periodistas de renombre, muchos de ellos históricamente oportunistas y zigzagueantes y nuevas estrellas mediáticas, se han enlistado en uno y otro bando. Algunos se han pasado de uno a otro, al mejor estilo del futbolista que hoy viste la casaca de Boca y mañana la de River, o han resignado su juicio crítico en pos de la engañosa consiga de que “el enemigo de mi enemigo es mi amigo”.
Es sabido que la objetividad periodística es en la práctica imposible. Sin embargo, cuando la subjetividad del periodista se pierde en las turbulentas aguas de la obsecuencia, es en esa zona donde los lectores, oyentes y televidentes corremos serio peligro de terminar ahogados. La obsecuencia es al periodista lo que los anabólicos a los deportistas: otorga triunfos fugaces pero, ante el menor control antidoping, destruye su credibilidad.
Poner la pluma o la voz al servicio del poder económico de los grandes medios o el poder político de turno, convierte al periodista en un mercenario ideológico y lo coloca en las antípodas de la esencia de su profesión que es la de ser un soldado convencido y dispuesto a luchar por la verdad desde su trinchera cotidiana empuñando el teclado, el micrófono, la cámara.
Un párrafo aparte merece la omnipresente televisión. En concordancia con los tiempos en que los cómicos de chiste burdo se convierten como por arte de magia en candidatos a una gobernación, el periodismo televisivo ha tomado deliberadamente el formato de los talk-shows, apelando a sus recursos más sórdidos: los golpes bajos, la morbosidad, la fábula y la escabrosidad con el único afán de entretener en lugar de informar.
Esta breve e implacable opinión de un oyente, televidente y lector en torno al periodismo, pretende honrar a aquellos periodistas que ejercen su oficio con humildad, dignidad y profesionalismo en favor de quienes no tienen voz, en socorro de los olvidados y al servicio de los postergados. Los demás, no son acreedores de un título tan decoroso.
Blog del autor: www.norbertoglavinovich.blogspot.com
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