EL SHERIFF DEL PLANETA
A pesar de contar con el 5 % de la población mundial, Estados Unidos maneja el 40% del gasto militar planetario. Este control indisputado de las fuerzas militares occidentales surgió del desenlace de la segunda guerra. El país emergió como una superpotencia vencedora, encargada de garantizar la supremacía capitalista sobre el adversario soviético. Desde ese momento todos los gobiernos norteamericanos han propiciado algún tipo de tensiones bélicas, frente a cada desafío de algún competidor.
Con esta finalidad priorizan el uso militar de las innovaciones tecnológicas y desarrollan una política de amenazas en el terreno atómico. Mediante estas presiones mantienen la superioridad bélica sobre sus viejos enemigos de la guerra fría y sobre cualquier contendiente potencial.
El militarismo norteamericano es amedrentador y se basa en una cultura de la violencia interna que se proyecta hacia el exterior. La tradición de conquistas fronterizas, el uso habitual de las armas, la privatización de la seguridad y la brutalidad del complejo carcelario signaron la historia de un país, que actúa como sheriff internacional.
Esta supremacía militar constituye un rasgo distintivo del imperialismo contemporáneo, en comparación al precedente clásico. Explica en gran medida la ausencia de conflagraciones inter-imperiales y el grado de asociación mundial de capitales.
La principal función del arsenal norteamericano es garantizar la reproducción capitalista en todo el orbe. Cumple una función de protección, que cuenta con el visto bueno de todas las clases dominantes. Estos sectores observan al garante estadounidense como un respaldo de última instancia, frente a la insurgencia popular o la inestabilidad geopolítica.
Este sostén se materializa en una red de alianzas, que le permite al Pentágono ejecutar sus acciones internacionales a través de organismos formalmente asociados (OTAN). Esas instituciones disfrazan el control norteamericano de las decisiones militares, mediante despliegues de efectivos con máscaras de neutralidad (Cascos Azules).
Este arrollador liderazgo bélico determina la influencia gravitante que ejerce Estados Unidos en los principales organismos internacionales (Consejo de Seguridad de la ONU). Otras instancias más informales (G 20) dependen también de las convocatorias y agendas, que establece la primera potencia.
EL PENTÁGONO Y WALL STREET
El sostenimiento financiero de la estructura militar norteamericana se internacionalizó en las últimas décadas. A diferencia de la posguerra, el complejo industrial-militar ya no cubre sus gastos mediante la recolección de impuestos internos. Como el resto de la actividad estatal, depende de la continuada absorción de los capitales externos, que solventan un déficit fiscal monumental.
La primera potencia socorre militarmente a sus aliados y garantiza la reproducción global del capital. Pero solventa su actividad con préstamos externos y necesita, por lo tanto, exhibir solidez bélica. Esta combinación de exigencias conduce a un reforzamiento constante de la apuesta armamentista, como única forma de asegurar la afluencia de capitales foráneos a la economía norteamericana. La colocación exitosa de bonos del tesoro exige una persistente sucesión de agresiones, que a su vez aceitan la financiación de nuevas matanzas.
Estados Unidos mantiene un lugar preeminente en la economía mundial. Sus empresas lideran numerosos sectores, se encuentran altamente internacionalizadas y comandan la innovación tecnológica. El país cuenta con una poderosa infraestructura, exporta productos alimenticios básicos y preserva el sistema financiero más gravitante del planeta. Pero a diferencia del pasado es también el principal deudor mundial y utiliza su abrumadora superioridad bélica para transferir desequilibrios a otros países.
Este mecanismo opera especialmente en el plano financiero. El potencial militar yanqui brinda seguridades a un sistema bancario de gran proyección internacional. Las entidades norteamericanas fijan las pautas globales no solo por su gravitación específica, sino también por la percepción de solvencia político-militar que transmiten al conjunto de los inversores. La confianza en el Citibank o el Bank of America está muy conectada con la credibilidad que trasmite el Departamento de Estado.
En este mismo cimiento se apoya también la capacidad del dólar para definir tipos de cambio, la incidencia de la Reserva Federal para determinar las tasas de interés y la influencia de Wall Street para fijar la tónica bursátil internacional. En los períodos de crisis esta función de garante del capital se acrecienta y los capitales temerosos emprenden vuelo hacia los refugios que ofrecen el billete, los bonos o las acciones norteamericanas.
Ningún otro país brinda a los capitalistas la dupla de garantías que genera la hermandad entre el Pentágono y Wall Street. En este campo, Estados Unidos detenta una ventaja mayúscula. La supremacía militar es un recurso de mayor impacto general, que la eficiencia de un banco o el rédito de una tasa de interés.
Solo el lugar imperial que mantiene Estados Unidos explica la inusitada absorción de capitales por parte de una economía con altísimo déficit comercial, desequilibrio fiscal, importaciones masivas y alto consumo. Ningún otro país podría sostener esta explosiva mixtura de desajustes.
Los desequilibrios norteamericanos han sido muy útiles para los proveedores y prestamistas del país. Pero han creado riesgosos desbalances, que exigen mayor confiabilidad político-militar en la primera potencia. Nadie vende a un comprador endeudado, ni renueva el crédito a un cliente en rojo, si el adquiriente no cuenta con alguna cualidad que justifique operar en la cornisa. El poderío bélico norteamericano es el principal atributo que explica esa continuidad, especialmente en las últimas tres décadas de neoliberalismo.
UN ESTADO INTERNACIONALIZADO
Estados Unidos desenvuelve un rol imperial por medio de un estado que protege a todas las clases dominantes del planeta. Ese organismo ha internacionalizado su actividad a lo largo del siglo XX, mediante una creciente simbiosis de organismos nacionales y globales. Esta combinación le permite intervenir directamente en la reproducción mundial del capital, mediante una red de instituciones que nunca operó en las potencias imperialistas precedentes3.
La articulación entre funcionamiento interno y coordinación externa se gestó durante la conversión de Estados Unidos en potencia dominante. Los principales organismos del país conectaron el monitoreo de la dinámica local con el sostenimiento del orden internacional e influyeron por esta vía para garantizar el desenvolvimiento global del capitalismo.
Este enlace es ampliamente visible en el terreno militar. En Washington se definen los movimientos ejecutados en bases marítimas y aéreas, que están localizadas en todo el planeta. La OTAN instrumenta las prioridades del Pentágono, la CIA espía a todos los gobiernos y los marines entrenan a efectivos de todos los países aliados. El manejo de casi la mitad del presupuesto bélico mundial conduce a una gestión simultánea de los gastos internos de seguridad y las erogaciones exteriores de defensa. La protección fronteriza está permanentemente combinada con la intervención planetaria.
Este protagonismo global del aparato estatal estadounidense se extiende a todas las áreas de la economía, mediante una administración global de la moneda, las finanzas y el circuito bursátil. La cotización del dólar, las definiciones de la Reserva Federal y el comportamiento cotidiano de Wall Street ejercen un impacto decisivo sobre la coyuntura internacional. Lo que decide un alto funcionario norteamericano afecta a los mercados internacionales.
Este empalme de gestión nacional e internacional en el seno de un mismo estado es más evidente en el terreno geopolítico. El visto bueno o el veto que Washington transmite a sus pares de otros países es siempre crucial. Ese poder puede observarse siguiendo la actitud de los legisladores republicanos y demócratas en el Congreso. En ese organismo se debaten iniciativas para el resto del mundo, con la misma naturalidad que se auspician reglamentos o leyes estadounidenses.
Esta misma postura adoptan los mandatarios norteamericanos a la hora de transmitir consejos, preocupaciones o exigencias a otros países. Frente a cada convulsión internacional, los medios de comunicación priorizan la divulgación de la opinión presidencial estadounidense. Este comportamiento es tan usual, que ya nadie se interroga sobre el carácter anómalo de esa reacción. El escenario inverso de un líder europeo, asiático, africano o latinoamericano opinando sobre lo que debería hacer el gigante del Norte es simplemente impensable.
La primera potencia ensambla intereses nacionales y mundiales, a través de una compleja estructura de asociaciones económicas, geopolíticas y financieras. Estas entidades vinculan al establishment norteamericano con sus colegas de otras regiones, aprovechando la prioridad que asignan las elites de todo el planeta a su relación con Estados Unidos.
La simbiosis nacional-mundial del estado norteamericano cobra forma a través de instituciones económicas (Tesoro, Reserva Federal, Departamento de Agricultura, nexos con el FMI y las multinacionales), militares (Pentágono, CIA, FBI) y culturales (fundaciones, universidades, embajadas). Mediante intensas disputas por cuotas de poder, recursos y personal, estos organismos definen las estrategias que deberán prevalecer en cada circunstancia internacional. Resoluciones decisivas para las marcha de los asuntos mundiales emergen de este proceso de selección de alternativas, al interior del aparato estatal norteamericano.
En los períodos de estabilidad, las disidencias que suscita la adopción de estas políticas permanecen en las sombra o se concilian mediante fórmulas de consenso. Por el contrario, en las coyunturas críticas, las desinteligencias emergen a la superficie y son expuestas públicamente por la prensa, para zanjar la primacía de las orientaciones en disputa.
Este tipo de controversias no guarda el menor parentesco con la vigencia de la democracia, puesto que el debate busca desentrañar la efectividad de las distintas estrategias imperiales. En las discusiones sobre la forma de dirimir una guerra (Vietnam, Irak, Afganistán), nunca se contemplan los intereses genuinos del pueblo estadounidense.
La estructura estatal norteamericana conjuga en forma inédita, la coordinación externa con la cohesión interna. Al cabo de un largo proceso de internacionalización, ese organismo articula el poder nacional con la intervención mundial. Esta acción toma en cuenta también la necesaria convivencia de las empresas locales con las firmas globalizadas. El primer grupo prioriza el desenvolvimiento del mercado interno y el segundo los negocios foráneos.
Ambas fracciones tradicionalmente protagonizaron tensiones, que se reflejaron en políticas de mayor aislamiento o intervención mundial. Desde la posguerra el balance de fuerzas se ha inclinado a favor del segmento globalizado, pero sin neutralizar por completo la resistencia de sus oponentes. Los grupos mundializados actúan dentro de un aparato de raíces locales y amoldan los requerimientos de la acción imperial a esa estructura nacional-estatal.
EL IMPACTO DEL AMERICANISMO
Un importante cimiento de la supremacía imperial estadounidense se localiza en el plano ideológico. La justificación americanista del intervencionismo irrumpió en la posguerra, cobró importancia durante la guerra fría y se ha renovado en las últimas décadas. Renueva los mitos que inicialmente contraponían el bienestar y el pluralismo del “mundo libre”, con la escasez y el totalitarismo del “comunismo”. Este contraste entre felicidad norteamericana y pesadumbre soviética endulzaba un estilo de vida occidental, que debía defenderse con la fuerza de las armas.
Estas acciones no tenían el mismo alcance en cualquier punto del planeta. Implicaban cordialidad, complicidad y conveniencia con los aliados de la triada y violencia extrema en el Tercer Mundo. El americanismo ganó influencia mediante este doble parámetro de consideración hacia los socios y brutalidad frente a los enemigos. El consentimiento hacia Europa y Japón permitió concentrar las presiones sobre el bloque soviético y la periferia.
Estados Unidos naturalizó la acción militar para sostener la ilusión de una vida agraciada, mediante la perdurable sociedad que estableció el Pentágono con Hollywood. De este matrimonio surgió la imagen misionera de los marines, como salvadores de una civilización amenazada por cambiantes enemigos. El Departamento de Estado modificó periódicamente la fisonomía racial, idiomática y nacional de los adversarios a penalizar por parte de la sociedad occidental.
Ese relato presentó a la guerra como un devenir inexorable, que requiere heroicidad y patriotismo para alcanzar objetivos supremos. La invasión de países y la masacre de inocentes fueron ocultadas y la violencia se convirtió en un acontecimiento banal. Quedó naturalizada su aceptación como dato invariable, mientras millones de espectadores asimilaban el escenario bélico por repetición audiovisual.
El americanismo es una ideología directamente asociada con la coerción, que disuelve su contenido en la fascinación creada por las imágenes. Esta anulación de la razón, los afectos y el sentido, permite trastocar los enemigos diabolizados. Un día son comunistas, en otro momento son los talibanes y a la semana siguiente le toca el turno a los narcotraficantes.
La americanización del mundo fue logrado mediante la exportación de las mercancías culturales, que comercializan Hollywood, Disney o CNN. Estos productos multiplicaron consumos mediáticos, que sustituyeron los imaginarios tradicionales divulgados por las familias, las iglesias y las escuelas. Cuando este espectáculo se transformó en un negocio comparable a cualquier mega-actividad industrial o financiera, el imperialismo cultural consolidó su influencia, Las audiencias masivas dependientes de la publicidad crearon una masa internacional también sometida al mensaje militar estadounidenses.
A esta penetración contribuyó la universalización del inglés, como idioma de grandes imperios del siglo XIX y XX y como lengua franca de los grupos dominantes. Una variedad mayúscula de individuos provenientes de incontables nacionalidades comparten culturas, entretenimientos, sensibilidades y pautas de consumo definidas en Nueva York, Los Ángeles y Chicago. Esta familiaridad corona, a su vez, la cooptación educativa de estos sectores a los centros académicos norteamericanos. Allí se generan perdurables relaciones de intercambio, dependencia financiera y autoridad intelectual con las universidades del Norte.
El americanismo prosperó también como ideología imperial por su exaltación acrítica del capitalismo en estado puro. Este mensaje es compartido por todas las clases dominantes del mundo, que ponderan el contractualismo espontáneo, las ventajas de la desigualdad social y los méritos de la colonización mercantil de todas las áreas de la vida social.
La empresa es adulada como un campo de cristalización del talento, que permite desplegar el espíritu aventurero de los inversores y la creatividad de los gerentes. Este elogio de la firma es complementado con una veneración del individualismo, como virtud suprema de la personalidad. La acumulación es vista como una larga travesía de capitalistas heroicos, que en el pasado construyeron industrias y en la actualidad forjan redes informáticas. Este progreso es atribuido al reinado del mercado y al ansia de superación, que despierta la competencia por el beneficio.
El americanismo protege estos valores. Generaliza un clima de amenaza latente y consiguiente necesidad de contrarrestar la acción de los enemigos de la libre empresa. Para neutralizar este peligro hay que desplegar marines y bombardear poblaciones ignorantes, que obstruyen el florecimiento de los negocios. Sólo la afinidad burguesa hacia este mensaje explica la internacionalización de una ideología de basamento norteamericano.
El origen estadounidense de esta cosmovisión no es casual. En ningún otro país del mundo florecieron con tanta intensidad los patrones culturales del capitalismo. Sólo allí se forjó una tradición de celebración irrestricta del mercado, bajo el impacto de corrientes inmigratorias heterogéneas, que fueron tentadas por el sueño americano. Este desarraigo facilitó la generalización de creencias en el rápido ascenso social, la primacía del egoísmo competitivo y la ruptura con las costumbres ancestrales de la cooperación solidaria. Los esquemas narrativos simplificados de deslumbramiento capitalista que se desarrollaron en esta sociedad se transformaron en la ideología del imperialismo contemporáneo4.
Esta función también obedece a la obsolescencia del viejo discurso colonialista, que reivindicaba la captura de territorios como actos sublimes de nobles misioneros. La opresión de los nativos estaba naturalizada y se identificaban la demolición de la vida local con la superación de la ignorancia. Esa ideología postulaba la superioridad del hombre blanco e impulsaba (con estandartes euro-centristas), la limpieza étnica de poblaciones esclavizadas.
Como las potencias guerreaban entre sí, el desprecio hacia los aborígenes era complementado con fuertes reivindicaciones chauvinistas. Los ingleses justificaban su belicosidad con argumentos de supremacía aristocrática, los franceses con tradiciones de liderazgo cultural y los alemanes con teorías de pureza racial. Cada imperialismo promovía su expansión, alegando alguna virtud singular de su identidad nacional.
El americanismo sustituye esa exaltación de una comunidad occidental frente a otra por un ensalzamiento general del capitalismo. Reemplaza el mensaje colonial por una vacua veneración de la libertad, buscando suscitar identificaciones emblemáticas con los ideales de bienestar y democracia.
LAS CAUSAS DE LA EXCEPCIONALDAD
El americanismo tiene un doble sustento de belicismo e hipocresía. El primer componente estigmatiza al enemigo y el segundo pondera los derechos humanos. Estos pilares provienen de una tradición que combina ambos lenguajes. Los códigos guerreros se inspiran en la política de invasiones que practicó Theodore Roosvelt y la retórica de la convivencia se nutre del legado presbiteriano-liberal de Woodrow Wilson. Lo más común ha sido el pasaje de un discurso al otro, para motorizar la misma maquinaria. En algunos casos se recurre al garrote y en otros al consenso internacional.
Las posturas de vaquero y cruzado religioso corresponden habitualmente a los intereses directos de la industria petrolera y de los contratistas militares. Las exhortaciones pacifistas están en manos de los diplomáticos y los académicos del establishment. Con mutaciones permanentes de ambos sectores se implementan las acciones imperiales.
Los belicistas no ocultan su racismo, ni su desprecio por las minorías oprimidas y utilizan los emblemas misioneros de un país, que consideran destinado a custodiar los valores del mundo libre. La vertiente opuesta pondera las normas constitucionales, enaltece la convivencia y presenta las incursiones militares como actos obligados de contención de enemigos impiadosos. Con esa ideología universalista se difunden actitudes altruistas de auxilio al resto del mundo. Se supone que todas las acciones están motivadas por el idealismo y no incluyen expectativas de retribución por los sacrificios realizados.
Los belicosos predominaron durante las gestiones de Reagan y Bush. Impusieron el retorno explícito de la coerción y la exhibición de fuerza militar, sin muchas consideraciones morales. Reintrodujeron reivindicaciones imperiales explícitas y llamados a ejercer la supremacía global sin ningún tipo de prevenciones.
Los liberales, en cambio, encabezaron los gobiernos de Carter, Clinton y lideran actualmente la administración de Obama. Difunden discursos amigables y promueven un ejercicio de la dominación consensuado con los socios del Primer Mundo. Ensayan una combinación permanente del uso de la fuerza con la búsqueda de consentimientos.
El doble sustento de estas políticas exteriores en gran medida obedece al origen histórico no colonialista del imperialismo estadounidense. Esta peculiaridad se verifica en la forma en que ha sido definido por distintos autores. Algunos subrayan su carácter informal (Panitch) y otros su desenvolvimiento no territorial (Callinicos), siempre distanciado de los patrones clásicos de dominación (Petras). Destacan su prescindencia de colonias fuera del entorno próximo (Wood) y su desapego de los protectorados (Hobsbawm)5.
Estas peculiaridades se extienden incluso el sistema internacional de bases militares. Estas instalaciones implican una ocupación restringida de territorios y una sujeción política acotada de las zonas aledañas. El imperialismo norteamericano ejerce su control miliar del planeta, sin arrastrar las rémoras del expansionismo europeo de ultramar. Se forjó extendiendo su radio territorial, con muchas anexiones fronterizas y pocas colonias.
El período inicial de establecimiento de dominios directos fue relativamente breve, en comparación a la norma de sometimiento económico que prevaleció desde la posguerra. Por esta razón, las exhibiciones de voluntad conquistadora siempre estuvieron sucedidas por engañosos reconocimiento de la soberanía ajena. La coerción militar mantuvo un equilibrio con las presiones políticas y los imperativos económicos.
Estos mecanismos imperiales se ubicaron en las antípodas del anexionismo, que intentó por ejemplo practicar el nazismo alemán. Los propósitos de conquista norteamericana siempre estuvieron encubiertos con defensas retóricas de la auto-determinación nacional.
El contraste más llamativo es con el precedente británico. Estados Unidos retomó primero el modelo semicolonial, que los ingleses habían ensayado en América Latina, concediendo autonomía política para jerarquizar el sometimiento económico. Cuando la primera potencia alcanzó su status dominante pleno, abandonó todos los vestigios de ese esquema. Esta política es muy distinta a la orientación que mantuvo su antecesor hasta último momento en la India, África u Oriente.
Estas diferencias obedecen a las condiciones en que actuaron ambas potencias. Gran Bretaña se vio obligada a salir rápidamente al exterior para colocar sobrantes industriales, importar materias primas y asegurar su preeminencia financiera ante los rivales. En cambio Estados Unidos forjó su dominio a partir de una base territorial propia de gran extensión. No emergió de una localización pequeña (como Holanda o Portugal), ni mediana (como Gran Bretaña o Francia), sino del enorme asentamiento que poblaron torrentes masivos de inmigrantes.
El gigante del Norte contó con un margen temporal suficiente para ampliar primero su frontera agrícola y desenvolver posteriormente un vasto mercado interno. Siguiendo el mismo ritmo erigió una industria protegida y una banca poderosa. Cuando maduró su retaguardia salió a la conquista plena del mundo.
Estados Unidos pudo expandirse primero en un territorio maleable y diversificado. Desenvolvió un modelo económico auto-céntrico (ligado al mercado interior) y no extrovertido (dependiente del mercado mundial). Luego del triunfo del Norte en la guerra civil apuntaló el proyecto proteccionista contra las tendencias librecambistas del Sur. De allí emergió una solidez industrial, que posteriormente reforzaron las grandes corporaciones, actuando en un mercando integrado con formas de organización vertical.
De este esquema surgió una economía imperial más consistente que el modelo británico de empresa mediana especializada y altamente dependiente de los abastecimientos y mercados externos. El país fue además poblado por inmigrantes atraídos por la movilidad social y desarraigados de todo pasado no mercantil.
Estados Unidos consolidó una superioridad militar que Gran Bretaña no alcanzó siquiera, durante el esplendor victoriano. El dominio bélico norteamericano supera desde la posguerra al logrado por su antecesor en 1830-70. Incluye un control del espacio mucho más significativo que el manejo precedente de los mares. Se apoya en una supremacía global y no debe lidiar con amenazas permanentes de los rivales. El secreto de su dominación radica, en última instancia, en la aptitud para comandar un imperialismo acabadamente capitalista, en la madurez de este sistema.
CAPACIDAD Y EFECTIVIDAD
Estados Unidos mantiene una aplastante superioridad militar, pero la efectividad de ese predominio es cada vez más dudosa. El uso de la fuerza está sometido a limitaciones, que generan muchas preguntas sobre la capacidad real de la primera potencia para ejercer el poder global.
Algunos autores retoman distintos estudios que distinguen tres variables: voluntad, tentación y capacidad hegemónica. Evalúan con estos criterios, la fuerza real que puede desplegar el gigante del Norte. Las dos primeras intencionalidades emergen a la superficie cotidianamente, pero su concreción está sometida a crecientes interrogantes6.
Estados Unidos ha perdido la superioridad económica contundente que sostenía inicialmente su primacía militar. La productividad y competitividad industrial norteamericana han caído significativamente, en comparación a los promedios de posguerra. Los cimientos del poder se han invertido y en la actualidad las ventajas militares compensan el deterioro económico. La supremacía estadounidense ya no presenta el carácter absoluto e integral que exhibía en la primera mitad del siglo XX.
Este cambio no implica declinación absoluta. Expresa un proceso de reorganización productiva y financiera, que ha segmentado la estructura económica norteamericana. Los sectores internacionalizados ganan espacio en desmedro de las ramas que operan exclusivamente para el mercado interno.
El avance de las empresas mundializadas a costa de las empresas que sólo actúan en el plano local es muy significativo. Los segmentos globalizados que desenvuelven actividades enlazadas con el mercado mundial (aeronáutica, computadoras, electrónica, finanzas) han desplazado a las franjas puramente domésticas. Este viraje produce una fuerte regresión industrial de los sectores y localidades atados a la vieja configuración interna7.
La prosperidad de las compañías que actúan en el exterior se afianza a costa de las empresas que han quedado fuera de esa carrera. Por esta razón, las ganancias que receptan el primer tipo de firmas supera ampliamente al promedio nacional y acapara el grueso de los beneficios obtenidos durante la era neoliberal8.
La localización externa de estas compañías y su fuerte internacionalización productiva tiene un correlato directo en la mundialización de las finanzas. Los ingresos financieros que obtienen las entidades a través de negocios internacionalizados son también más elevados que las ganancias generadas dentro del país.
Las consecuencias de esta segmentación de la economía sobre el ejercicio del poder imperial son muy inciertas. Pero es evidente que incentivan un despliegue más vasto de intervenciones políticas y militares mundiales, acorde al salto consumado con la globalización económica. Habrá que ver cuál es la factibilidad real de estas acciones.
Estados Unidos necesita reafirmar su liderazgo conduciendo nuevas guerras, cuyos resultados finales nadie puede anticipar. La instrumentación de estas sangrías se ha tornado más compleja con la eliminación de la conscripción obligatoria. Cada agresión externa exige ahora mayor inventiva, despliegue ideológico y acción psicológica por parte del Pentágono. Estas iniciativas son indispensables para preservar cierta tolerancia popular frente a estos atropellos y contrarrestar los temores a una represalia de las víctimas.
Bush introdujo la guerra preventiva para estimular este alineamiento bélico y utilizó el 11 septiembre, como un Pearl Harbor de movilización patriótica. Los especialistas militares complementaron esta política, incentivado expectativas en la concreción de guerras electrónicas sin costos humanos. Con estas fantasías han buscado resucitar el sostén masivo al belicismo oficial.
Pero en los hechos cada nuevo emprendimiento bélico potencia las tensiones internas, especialmente entre los sectores militaristas (interesados en el rédito bélico de los operativos) y los funcionarios del establishment económico (que privilegian las consecuencias sobre los negocios). El primer grupo se guía por proyecciones geopolíticas y metas de acrecentamiento del poder estadounidense. El segundo sector promueve el multilaterialismo y resiste las acciones que afectan la estabilidad jurídica o la obtención de beneficios inmediatos.
La preeminencia de uno u otro grupo siempre ha sido muy variable. En las últimas décadas los militaristas impusieron sus prioridades en Medio Oriente (sostén irrestricto de Israel) y los grupos económicos ganaron la partida en Asia (privilegio de los negocios con China). Pero la balanza entre ambos sectores muta con frecuencia y las posturas en discordia suscitan fuertes choques políticos.
Cada acción militar desestabiliza, además, las relaciones norteamericanas con sus aliados de la tríada. Para ejercer su dominación, la primera potencia debe recrear un equilibrio entre competencia y cooperación con sus socios. Buscando ese balance tolera el desarrollo de fuerzas militares aliadas, mientras fomenta asociaciones militares que no cuestionen su jefatura.
El logro de estos objetivos es muy complejo. Estados Unidos debe cooptar, comprometer y subordinar a sus rivales, sin someterlos por completo. Necesita generar relaciones de aceptación y no de mera imposición. Debe mantener con sus pares del Primer Mundo vínculos de coordinación, que difieran cualitativamente de la dominación impuesta a la periferia. Este balance entre el suprematismo (acciones en detrimento de rivales) y el hegemonismo (iniciativas en cuadro asociado) recrea tensiones constantes.
UN ESCENARIO VARIABLE
Estados Unidos ejerce un liderazgo con limitaciones y no está en condiciones de actuar con patrones superimperiales de total unilateralidad. Hace valer su superioridad, sin desbordar los equilibrios que sostienen su dominación.
Pero el simple ejercicio del poder conduce a la multiplicación de aventuras con resultados impredecibles. Nadie puede anticipar cómo y cuándo estas acciones conducirán a un final tormentoso, pero esta posibilidad siempre amenaza a una potencia enredada en brutalidades mayúsculas.
La propia supremacía ideológica de Estados Unidos es socavada por esa sucesión de atrocidades. No es lo mismo administrar periódicamente la violencia que justificar permanentemente su utilización. La coerción sistemática tiende a desembocar en aislamiento e impotencia.
Una situación de este tipo fue afrontada por la ideología estadounidense durante la fuerte oleada de cuestionamientos que signó a los años 70. Esta crisis fue revertida con la derechización neoliberal de las últimas décadas, pero un nuevo clima de insatisfacción afecta nuevamente al americanismo
El mayor interrogante es el efecto de estos procesos sobre la propia población estadounidense, que enfrenta un contexto muy diferente al pasado. Los réditos económicos ya no se distribuyen en toda la estructura social y la acción imperial externa tiende a reforzar la fractura, entre los segmentos enriquecidos y las masas pauperizadas.
Esta polarización modifica sustancialmente todos los comportamientos y reacciones. Los pobres, los desocupados y los excluidos aportan ahora la carne de cañón requerida por las multinacionales y las elites de millonarios.
Esta segmentación social socava también la legitimidad política interna de muchas operaciones. No hay que olvidar las limitaciones que tradicionalmente enfrentó un país distanciado del colonialismo clásico, para utilizar masivamente la fuerza en guerras internacionales. Cada acción bélica exige generalizar una motivación especial, que empuje a la población a aceptar esa cruzada.
El imperialismo contemporáneo se sostiene, por lo tanto, en la protección internacional que brinda el gendarme estadounidense a todas las clases dominante. El estado norteamericano ha internacionalizado su actividad y usufructúa de una ideología americanista, que es compartida por vastos sectores capitalistas del planeta. Como la primera potencia garantiza la reproducción mundial del capital, acumula desequilibrios económicos que serían inadmisibles para cualquier otro país.
Pero afronta un escenario de limitaciones al ejercicio de su dominación. Mantiene una superioridad militar abrumadora, que se desdibuja en área económico y pierde solvencia en el campo geopolítico. La capacidad coactiva no implica consistencia para articular coaliciones, ni consenso para ejercitar la fuerza.
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RESUMEN
El imperialismo contemporáneo se sostiene en la protección internacional que brinda el gendarme norteamericano a todas las clases dominante. Estados Unidos actúa como un sheriff global para confrontar con la insurgencia popular y la inestabilidad geopolítica. Como la primera potencia garantiza la reproducción mundial del capital, obtiene un gran financiamiento externo acumulando desequilibrios, que serían inadmisibles para cualquier otro país. La supremacía del Pentágono determina la gravitación de Wall Street, el dólar y los Bonos del Tesoro
El estado norteamericano ha internacionalizado su actividad, a través de instituciones que actúan de manera conjunta en la esfera nacional y mundial. Mantiene además, vínculos privilegiados con todas las elites del planeta y armoniza los intereses de las empresas locales y mundializadas.
La supremacía imperial se apoya en una ideología americanista de coerción, que diaboliza a los cambiantes enemigos y naturaliza el ejercicio de la violencia. Este imperialismo cultural se expande celebrando el mercado y exaltando el individualismo competitivo.
El americanismo tiene un doble sustento de belicismo e hipocresía. El uso de la fuerza y la búsqueda de consentimientos se alternan en función de cada coyuntura internacional. Las peculiaridades del imperialismo estadounidense obedecen a un origen no colonialista, que sustituyó el anexionismo por la presión militar y el sometimiento económico.
La efectividad de la superioridad militar estadounidense es dudosa. Existen crecientes contradicciones entre la voluntad, la tentación y la capacidad hegemónica, en un contexto de segmentación económica y fractura social. Cada acción desestabiliza, además, las relaciones de competencia y cooperación con los socios. El imperialismo contemporáneo afronta fuertes desfasajes. La superioridad militar coexiste con gran diversidad de competidores económicos y creciente dispersión del poder político.
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