El advenimiento de la imprenta, no redujo la complejidad de dar a luz una obra nueva, es decir que no modificó la situación del autor en tanto productor de la obra, continuó siendo igual de «artesanal»; lo que sí transformó la llegada de este primer soporte físico fue el modo de distribución de la obra creada. En esta transformación surgió una nueva figura: la del editor y la posibilidad de una nueva industria: la cultural.
Sucesivos avances tecnológicos posteriores fueron creando nuevos soportes físicos que permitieron convertir en mercancía las diferentes formas de arte y conocimiento: cinta magnética, cassette, diskette, CD, DVD. Así la producción y distribución de cultura se convirtió en la industria que hoy conocemos, donde el autor es sólo una pieza más en un rompecabezas complicado donde sus derechos, excepto los morales, terminan por lo general siendo adquiridos por algún otro actor de la industria: editorial, sello discográfico, distribuidora cinematográfica, etc.
Los pactos internacionales y las leyes que regulan en casi todos los países del mundo sobre esta materia fueron producto de la profundización a través del tiempo de esta visión de la cultura como una industria. Esta supone la existencia masiva de mercancías culturales que por abundantes que parezcan no dejan de ser escasas, posibilitando así el desarrollo de un mercado global de la cultura encargado de hacer llegar a la gente el resultado de la producción.
Es desde esta visión, que las legislaciones en materia de copyright no se han visto históricamente en contradicción directa con otros acuerdos, constituciones y leyes nacionales que garantizan derechos fundamentales como el acceso a la información y la cultura, la educación o la expresión.
Para una concepción de la cultura como industria donde el acceso a la misma está necesariamente mediado por un mercado que se encarga de administrar la escasez inherente a todo producto físico, es comprensible que se note la tensión entre los dueños del “copyright” y la sociedad destinataria de la creación cultural, pero esta tensión no se traduce en contradicción más de lo que ocurriría con cualquier otra producción material necesaria pero intrínsecamente escasa, como el alimento o la vivienda.
Las leyes y pactos concebidos sobre esta idea de mundo, no preveían la posibilidad de que la cultura dejara de distribuirse en sus soportes físicos y por lo tanto se liberara de la condición inevitable de escasez.
Si un nuevo avance tecnológico permitiera a los productores de alimentos distribuir su producción teletransportándola a demanda hasta las casas de sus consumidores, los centros de distribución y toda la industria asociada de transporte y venta pasaría a ser obsoleta.
Transportistas y cadenas de supermercados de todo el mundo darían batalla por intentar que los países adaptaran sus leyes prohibiendo la teletransportación y argumentarían que «el uso indiscriminado de esta nueva tecnología pone en riesgo innumerables fuentes de trabajo y hace peligrar una industria completa». Sin importar su poder de lobby, les sería imposible revertir la obsolescencia de su actividad.
De la misma manera, si quienes producen arte y conocimiento tuvieran la posibilidad de hacer llegar el producto de su creación a sus destinatarios teletransportándolo, entonces la industria encargada de esta tarea se convertiría en innecesaria. Editoriales, discográficas y demás intermediadores darían también su batalla…
Es interesante ver que tanto en la primera suposición como en la segunda, los autores, los productores, no ven en riesgo su actividad sino que, por el contrario, se convierten en un actor más visible en tanto su contacto con los destinatarios es más directo. Del mismo modo estos últimos también se ven beneficiados, no solo por la comodidad que implica recibir en sus casas y de forma inmediata lo que necesitan o desean, sino porque la reducción en los costos de producción y distribución se vería necesariamente reflejada en los precios finales, inclusive sin afectar la ganancia real de los productores originales.
Nuestra primera historia suena descabellada, pero la segunda sería igualmente increíble para cualquier ser humano que hubiera vivido en una época previa a la existencia de Internet como fenómeno global.
Nosotros, habitantes de esta época, no sólo sabemos que es posible “teletransportar” musica, literatura, video, directamente desde sus autores y productores hasta quienes la disfrutan, sino que la realidad supera ampliamente esta ficción en tanto que el producto de la creación cultural, a diferencia del alimento, es enteramente digitalizable y la transferencia de la obra de una persona a otra no priva a la primera de poder seguir disfrutando de la misma: si me das tu manzana ya no tienes una manzana, si me copias tu canción ambos la seguiremos teniendo. Los “productos” de la cultura vuelven a su estado natural de ser más parecidos a ideas que transmitimos y compartimos que a manzanas o ladrillos que atesoramos y comerciamos.
En el contexto de este absurdo provocado por la existencia de leyes anacrónicas, en una nueva realidad inconcebible para quiernes las dictaron en el pasado, la fuerza del Estado se dedica a perseguir a quienes, aquellas leyes señalan como criminales. Pero sin lugar a dudas son ellos los héroes de su época, que no hacen más que poner a disposición de la población, herramientas que posibilitan el acceso ubicuo a la cultura.
Napster, Horacio Potel, The Pirate Bay, Bibliofyl, Taringa!, no son criminales, son ejemplos a seguir; todos lo sabemos.
Hay ciertos avances tecnológicos que imponen un cambio sustancial en nuestra forma de ver el mundo y demandan una revisión radical de las leyes que nos damos para regularnos.
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