Nació en una choza de barro dentro de una aldea aislada en medio de África, sin electricidad ni agua corriente, a 10 minutos andando de la carretera más próxima. Nunca fue al colegio, la casaron con un primo lejano cuando era adolescente, tuvo una hija y pronto se quedó viuda.
Poco después, cuando tenía veintipocos años, llegó a Estados Unidos; una inmigrante anónima más dispuesta a luchar para labrarse una nueva vida. Sirvió sopas en un diminuto restaurante africano en el Bronx y hace unos años obtuvo un empleo más estable como camarera para cambiar las lujosas sábanas del Sofitel NewYork, en el centro de Manhattan.
Y entonces se produjo el encuentro del 14 de mayo. La mujer contó a las autoridades que el político francés Dominique Strauss-Kahn la había agredido sexualmente mientras ella limpiaba su suite en el hotel. Ahora se encuentra en el centro de un escándalo internacional.
Los abogados de Strauss-Kahn han indicado que van a examinar con detalle su carácter y sus antecedentes, en un caso que consiste en la palabra de ella contra la de él.
Antes de su detención, Strauss-Kahn era director del Fondo Monetario Internacional y uno de los principales aspirantes a la presidencia de Francia. Ha contratado a unos detectives privados y a destacados abogados defensores, que han afirmado, según figura en la documentación judicial, que poseen “información sustancial” que puede “socavar gravemente su credibilidad”. No han ofrecido ningún detalle.
“Es una chica de pueblo que no fue a la escuela a aprender inglés, griego, portugués ni nada”, dice uno de sus hermanos mayores, Mamoudou, de 49 años. “Lo único que aprendió fue el Corán. ¿Se puede imaginar lo que está sufriendo con esta experiencia?”. “El lugar en el que está ahora”, añade, “no sé ni dónde es”.
La mujer, la menor de cinco hermanos, creció en un hogar profundamente religioso, según Mamoudou y otro hermano, Mamadou, que tiene cincuenta y pocos años. Los dos hermanos siguen viviendo en una aldea llamada Thiakoulle, donde también vivió ella. (Guinea, en la zona occidental de África, es un país de mayoría musulmana, y muchos hombres del grupo étnico al que pertenece la mujer tienen nombres que son variantes de Mamadou, que quiere decir Mahoma en la lengua local, fula. Para proteger la identidad de la mujer se han omitido también los apellidos de sus familiares).
De niña era tímida, y creció protegida y educada para respetar la autoridad. “Antes de que se fuera de aquí, ni siquiera sabíamos si era capaz de hablar para defenderse”, dice Mamoudou. “Nunca discutía con nadie. Aunque tuviera hambre, no lo decía”, añade durante una entrevista en el hogar familiar, una sobria estructura de cemento que sustituye a la cabaña de techo de paja en la que nació. Unos libros sagrados encuadernados en piel reposan sobre una mesa. El único retrato en la pared es el de un anciano de barba blanca, su padre, ya fallecido.
La mujer vivió en la aldea hasta la adolescencia, y luego se fue, seguramente en busca de trabajo, a la capital de Guinea, Conakry, a 13 horas de coche por escarpadas carreteras montañosas. Dos meses después, su padre le ordenó que volviera a la aldea. Le había encontrado marido, un primo lejano. Ella no tuvo más remedio que obedecer, dicen sus hermanos. El matrimonio se fue a vivir a una región a tres horas de distancia, donde ella dio a luz a una niña. Pero, cuando su marido cayó enfermo y murió, la mujer se trasladó con su hija a la capital, donde vivía Mamadou en aquel entonces.
Mientras tanto, su hermana, Hassanatou, se había ido a Nueva York siguiendo a su marido guineano, igual que tantos compatriotas que, empujados por la pobreza, la agitación política y la ambición, habían emigrado. En 2002, la mujer decidió irse también. En aquella época no hablaba nada de inglés. “Todo el mundo quiere irse a Estados Unidos”, dice Mamadou. “Ya sabe por qué se marcha la gente de África”.
No está claro cómo consiguió la mujer que la admitieran en Estados Unidos.
Lo que sí se sabe es que, cuando empezó a trabajar de camarera en el Sofitel, en 2008, tenía una situación legal y los papeles de trabajo en orden, aseguran sus abogados.
Al llegar a Estados Unidos se estableció en el Bronx, donde muchos de los miembros de la pequeña población guineana de Nueva York se mezclan con otros grupos de inmigrantes de África occidental. La comunidad estaba todavía recuperándose del homicidio de Amadou Diallo, un vendedor callejero procedente de la misma región y el mismo grupo étnico que la mujer, que murió por disparos de la policía en 1999, en un caso que fue objeto de gran atención. Los agentes salieron absueltos después de testificar que habían cometido un error.
La mujer se difuminó en la comunidad. Da la impresión de que no la conocían bien ni siquiera en los barrios donde solían vivir los guineanos.
Después de llegar de Guinea, la mujer apareció un día en el restaurante afroamericano Marayway, cerca del Grand Concourse en el Bronx, en busca de trabajo, recuerda el dueño, Bahoreh Jabbie, que la contrató. Durante varios años, trabajó en el ajetreado turno de noche, ayudando en la cocina a Jabbie y su esposa, Fátima, detrás de un sucio cristal antibalas, o sirviendo las tres mesas del restaurante. A veces, su hija le hacía una visita.
Jabbie, que inmigró desde Gambia, en África occidental, dice que la mujer contaba poco de su vida privada, pero era una trabajadora constante. “Conmigo se portó bien”, recuerda. Durante este periodo le concedieron asilo, dicen sus abogados, aunque no han revelado en qué se basaba la petición que había dirigido a las autoridades federales de inmigración. Según los líderes comunitarios y los abogados especialistas en casos de inmigración, casi todos los guineanos que han solicitado asilo en los últimos años lo hacían huyendo de la persecución política en su patria, aunque otros lo han hecho para evitar determinadas costumbres sociales como la ablación genital y los matrimonios forzosos.
Un día, la mujer le dijo a Jabbie que iba a dejar el restaurante para ganar más dinero en el hotel Sofitel. Entró así en un mundo nuevo, recubierto de un magnífico dosel dorado y con suites de paredes forradas de madera, a unas manzanas de Times Square. Estaba considerada como una buena empleada. El único indicio de que la mujer tuviera vida social lo ofrecen algunos conocidos que dicen que a veces pasaba por un restaurante africano occidental, el Café 2115, situado en el Frederick Douglass Boulevard de Harlem, y en el que chóferes y otros trabajadores se reúnen a comer, hablar y ver informativos franceses en televisiones panorámicas.
“No es una mujer exaltada”, dice un amigo, que no quiere identificarse para que no parezca que está interfiriendo en el caso. En casa, para entretenerse, la mujer veía comedias nigerianas en DVD, cuenta el amigo. “Las veía todos los días”, añade.
Mientras tanto, en los barrios de inmigrantes que constituyen su hogar desde hace nueve años, los residentes tratan de hacerse una idea de cómo es una mujer a la que muy pocos conocen.
Los hermanos de la mujer en Guinea dicen que no han hablado con ella desde el encuentro con Strauss-Kahn en el hotel. Un hermano muestra un cuaderno con varios números de teléfono móvil de Nueva York que, según dice, son de su hermana. Ha intentado llamar, pero no responde nadie.
Los hermanos parecen preocupados y confusos sobre lo que está sucediendo. Pero dicen que la educación de su hermana la sostendrá a medida que avance la querella contra Strauss-Kahn.
“Tiene su fe”, dice su hermano Mamadou. “Eso no lo cambiará jamás”. O
(c) The New York Times. Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia/ El País