STEPHEN SHALOM Y MICHAEL ALBERT
ZNET
– 1. ¿Cuáles son las razones que mueven a EE.UU. en las relaciones internacionales, en el sentido más amplio? Es decir, ¿cuáles son las razones dominantes y los temas que se pueden detectar casi siempre en las opciones de las políticas de EE.UU., en cualquier lugar del mundo? ¿Cuáles son las razones más concretas, aunque también dominantes, y los temas de las políticas de EE.UU. en Oriente Próximo y el mundo árabe? Y, por último, ¿cuáles cree usted que son los objetivos más inmediatos de la política de EE.UU. en la situación actual en Libia?

Una manera útil de abordar la cuestión es preguntarse cuáles NO son las razones de EE.UU. Podemos averiguarlas de diferentes maneras. Una de ellas es leer la literatura profesional sobre relaciones internacionales: con bastante frecuencia, su relato de la política es lo que la política no es, un tema interesante que no voy a desarrollar aquí.

Otro método, muy relevante en este caso, es escuchar a los líderes y comentaristas políticos. Supongamos que se dice que las razones de la acción militar han sido humanitarias. En sí misma, esta afirmación no contiene información: prácticamente todos los recursos a la fuerza se justifican en esos términos, incluso lo hacen los peores monstruos, que pueden, con total irrelevancia, llegar a convencerse de la verdad de lo que están diciendo. Hitler, por ejemplo, pudo creer que se estaba apoderando de partes de Checoslovaquia para poner fin a los conflictos étnicos y llevar a su pueblo los beneficios de una civilización avanzada, y pudo creer también que su invasión de Polonia iba a poner fin al “terror salvaje” de los polacos. Los fascistas japoneses que arrasaron China probablemente creían que estaban su desinteresada iniciativa iba a para crear un “paraíso terrenal” y proteger a la doliente población de los “bandidos chinos”. Incluso Obama puede haber creído lo que dijo en su discurso presidencial el 28 de marzo sobre las razones humanitarias para su intervención en Libia. Y otro tanto puede decirse de los comentaristas.

Se las puede someter, sin embargo, a una prueba muy simple, para determinar si las nobles intenciones pueden ser tomadas en serio: ¿llaman los autores a la intervención humanitaria y la “responsabilidad de proteger” a las víctimas de sus propios crímenes o a las de sus clientes? Tomemos, por ejemplo, a Obama: ¿convocó a una zona de exclusión aérea durante la asesina y destructora invasión israelí, respaldada por Estados Unidos, de Líbano, en 2006, sin ningún pretexto creíble? ¿Acaso, no explicó con orgullo durante su campaña presidencial que él había patrocinado una resolución del Senado de apoyo a la invasión, en la que se pedía el castigo de Irán y Siria por impedirla? Fin de la discusión. De hecho, prácticamente toda la literatura de la intervención humanitaria y el derecho a proteger, escrita o hablada, desaparece tras esta prueba sencilla y adecuada.

Por el contrario, de las razones REALES poco se habla, y uno tiene que escudriñar los archivos documentales e históricos para descubrirlas, sea el Estado que sea.

¿Cuáles son entonces las razones de EE.UU.? A un nivel muy general, la evidencia me parece que demuestra que no han cambiado mucho desde los estudios de planificación de alto nivel iniciados durante la Segunda Guerra Mundial. Los planificadores en tiempo de guerra daban por sentado que EE.UU. saldría de la guerra en una posición de dominio abrumador, e instaron al establecimiento de una Gran Zona en la que EE.UU. mantuviera un “poder incuestionable” con “supremacía militar y económica”, que garantizase al mismo tiempo la “limitación de cualquier ejercicio de la soberanía” por parte de otros Estados, que pudiera interferir con sus designios globales. La Gran Zona debía incluir el Hemisferio Occidental, el Lejano Oriente, el Imperio británico (que incluía las reservas de energía de Oriente Próximo) y la parte de Eurasia que fuera sea posible, al menos su centro industrial y comercial en el Oeste del continente europeo. Está muy claro, basándose en registros documentales que “el presidente Roosevelt tenía por objetivo la hegemonía de Estados Unidos en el mundo de la posguerra”, para citar la precisa valoración del respetable historiador británico Geoffrey Warner. Y, más importante, los minuciosos planes de tiempo de guerra se llevaron a la práctica poco después, como podemos leer en los documentos desclasificados de los años siguientes, y como podemos observar en la práctica. Las circunstancias han cambiado, por supuesto, y las tácticas se han ajustado en consecuencia, pero los principios básicos son bastante estables, hasta el presente.

Con respecto a Oriente Próximo –la “región de mayor importancia estratégica del mundo”, en palabras del presidente Eisenhower– la principal preocupación ha sido y sigue siendo sus incomparables reservas energéticas. El control de éstas daría el “control sustancial del mundo”, como vio muy pronto el influyente asesor liberal A.A. Berle. Estas preocupaciones suelen ocupar un lugar prominente en los asuntos relativos a esta región.

En Iraq, por ejemplo, cuando las dimensiones de la derrota de Estados Unidos. ya no podían ocultarse, la retórica fue desplazada por un honesto anuncio de los objetivos de la política. En noviembre de 2007, la Casa Blanca emitió una declaración de principios en la que insistía en que Iraq debía conceder a las fuerzas militares de EE.UU. el acceso por tiempo indefinido, y también en que se debía dar preferencia a los inversores estadounidenses. Dos meses más tarde, el presidente informó al Congreso que iba a pasar por alto cualquier legislación que pudiera limitar el estacionamiento permanente de las fuerzas armadas de EE.UU. en Iraq o “el control por parte de Estados Unidos de los recursos petrolíferos de Iraq”, exigencias que abandonó poco después ante la resistencia iraquí, al igual que tuvo que abandonar los objetivos anteriores.

Si bien el control del petróleo no es el único factor en la política de Oriente Próximo, ofrece en cambio algunas directrices bastante acertadas, antes como ahora. En un país rico en petróleo, a un dictador de confianza se le garantiza una libertad de acción casi total. En las últimas semanas, por ejemplo, no ha habido reacción alguna cuando la dictadura de Arabia Saudí utilizó la fuerza masiva para aplastar cualquier signo de protesta. Otro tanto en Kuwait, donde unas pequeñas manifestaciones fueron aplastadas al instante. Y en Bahrein, cuando las fuerzas armadas dirigidas por Arabia Saudí intervinieron para proteger al monarca de la minoría sunita de las demandas de reformas por parte de la población chií reprimida. Las fuerzas gubernamentales no solo desmantelaron el campamento de la Plaza de la Perla –la Plaza Tahrir de Bahrein– sino que llegaron a demoler la estatua de la Perla que es el símbolo de Bahrein y de la que se habían apropiado los manifestantes. Bahrein es un caso particularmente sensible, ya que alberga la Sexta Flota de EE.UU. la fuerza militar más poderosa, con mucho, de la región, y también porque el Este de Arabia Saudita, en la puerta de al lado, es también en gran parte chií y tiene las mayores reservas petroleras del reino. Por un curioso accidente de la geografía y la historia, la mayor concentración de hidrocarburos del mundo rodea la parte norte del Golfo, en regiones de mayoría chií. La posibilidad de una alianza tácita chií ha sido la pesadilla de los planificadores desde hace mucho tiempo.

En los estados que carecen de grandes reservas de hidrocarburos, las tácticas varían, aunque por lo general se ajustan siempre al mismo esquema estándar cuando uno de nuestros dictadores tiene problemas: apoyarlo el mayor tiempo posible y, cuando resulta imposible, hacer pública declaración de amor a la democracia y los derechos humanos, tratando a la vez de salvar la mayor parte del régimen que sea posible.

El escenario es aburridamente familiar: Marcos, Duvalier, Chun, Ceasescu, Mobutu, Suharto y muchos otros. Y hoy, Túnez y Egipto. Siria es un hueso duro de roer y no hay una alternativa clara a la dictadura que apoye los objetivos de EE.UU. Yemen es un cenagal en el que la intervención directa probablemente crearía problemas aún mayores a Washington. Así que ahí la violencia estatal sólo produce declaraciones piadosas.

Libia es un caso diferente. Libia es rica en petróleo, y aunque EE.UU. y el Reino Unido han proporcionado con frecuencia un apoyo notable a su cruel dictador, hasta ahora, éste no es de confianza. Preferirían un cliente más obediente. Además, el vasto territorio de Libia está poco explorado, y los especialistas de la industria petrolera creen que puede haber abundantes recursos petrolíferos sin explotar, que un gobierno más previsible podría abrir a la explotación occidental.

Cuando comenzó un levantamiento no violento, Gadafi lo aplastó violentamente y estalló una rebelión que liberó Bengazi, la segunda ciudad más grande del país, y parecía a punto de asediar la fortaleza de Gadafi en el Oeste. Sus fuerzas, sin embargo, cambiaron el curso del conflicto y llegaron a las puertas de Bengazi. Una masacre era probable, y como el asesor de Obama para Oriente Próximo, Dennis Ross, señaló “todo el mundo nos culparía por ello.” Eso sería inaceptable, al igual que una victoria militar que potenciase el poder y la independencia de Gadafi. Ante esta tesitura, EE.UU. se unió a las Naciones Unidas en la resolución 1973, que establece una zona de exclusión aérea a cargo de Francia, el Reino Unido, y EE.UU., en la que este país podría tener un papel secundario.

No se hizo ningún esfuerzo para limitar la acción a la creación de una zona de exclusión aérea o siquiera a mantenerse en el mandato más amplio de la resolución 1973.

El triunvirato interpretó inmediatamente la resolución como una autorización para su participación directa del lado de los rebeldes. Se impuso por la fuerza un alto el fuego a las fuerzas de Gadafi, pero no a los rebeldes. Por el contrario, se les dio apoyo militar a medida que avanzaban hacia el Oeste, y enseguida se hicieron con las principales fuentes de producción de petróleo de Libia, y estuvieron listos para seguir adelante.

El flagrante desprecio de la resolución 1973 de las Naciones Unidas pronto comenzó a causarle dificultades a la prensa, ya que era demasiado grave ignorarlo. En el New York Times, por ejemplo, Karim Fahim y David Kirkpatrick (el 29 de marzo) se preguntaban “cómo podrían justificar los aliados sus ataques aéreos contra las fuerzas del coronel Gadafi en torno a [su centro tribal de] Sirte si, como parece ser el caso, goza de amplio apoyo en la ciudad y no representa una amenaza para los civiles.” Otra dificultad técnica es que la resolución 1973 del Consejo de Seguridad exige un embargo de armas que se aplique a todo el territorio de Libia, lo que significa que cualquier aporte externo de armas a la oposición tendría que ser encubierto (pero, de otro modo, no problemático).

Hay quien argumenta que el petróleo no puede ser una razón, porque las compañías occidentales ya disfrutaban de acceso al botín bajo Gadafi. Este razonamiento ignora las preocupaciones de EE.UU. Lo mismo podría haberse dicho de Iraq bajo Saddam, o de Irán o Cuba durante muchos años, y aún hoy en día. Lo que Washington pretende es lo que Bush anunció: control o, por lo menos, clientes de confianza. Documentos internos estadounidenses y británicos subrayan que “el virus del nacionalismo” es su mayor temor, no sólo en el Oriente Próximo sino en todas partes. Regímenes nacionalistas que pudieran llevar a cabo ilegítimos ejercicios de soberanía, violando los principios de la Gran Zona. Y que pudieran tratar de dirigir los recursos a cubrir las necesidades populares, como Nasser amenazaba ocasionalmente con hacer.

Vale la pena señalar que las tres potencias imperialistas tradicionales –Francia, Reino Unido, EE.UU. – están casi aisladas en la realización de estas operaciones. Los dos principales estados de la región, Turquía y Egipto, probablemente podrían haber impuesto una zona de exclusión aérea, pero sólo ofrecen un tibio apoyo a la campaña militar del triunvirato. Las dictaduras del Golfo estarían felices de ver desaparecer al errático dictador libio, pero a pesar de estar sobrecargadas de hardware militar de último modelo (servido generosamente por EE.UU. y Reino Unido para reciclar los petrodólares y asegurar su obediencia), sólo se atreven a ofrecer una participación simbólica (Qatar.)

Si bien apoyan la resolución 1973 del Consejo de Seguridad de la ONU (UNSC), los países africanos –aparte de Ruanda, aliado de EE.UU.– se oponen en general a la forma en que aquélla ha sido interpretada, a toda prisa, por el triunvirato, y en algunos casos esta oposición es muy firme. Para conocer las políticas de cada uno de los estados africanos véase el artículo del keniata Charles Onyango-Obbo (http://allafrica.com/stories/201103280142.html).

Más allá de la región hay poco apoyo. Al igual que Rusia y China, Brasil se abstuvo de en la votación de la ONU de la resolución 1973, instando en cambio a un completo alto el fuego y al diálogo. India también se abstuvo en la resolución, basándose en que las medidas propuestas pueden “agravar una situación ya difícil para el pueblo de Libia”, y también pidió medidas políticas y no el uso de la fuerza. Incluso Alemania se abstuvo. Italia también se mostró reacio, en parte quizá porque es muy dependiente de los contratos petroleros con Gadafi. Además, podemos recordar el genocidio que llevó a cabo Italia en el este de Libia, la zona ahora liberada, tras la primera Guerra Mundial, del que tal vez conserven algunos recuerdos .

2. ¿Puede alguien contrario a las intervenciones, que además cree en la autodeterminación de las naciones y las personas, apoyar una intervención ya sea realizada por la ONU o individualmente por algunos países?

Hay dos casos a considerar: (1) una intervención autorizada por la ONU, y (2), una intervención sin autorización de la ONU. A menos que creamos que los Estados son sagrados en la forma que se han establecido en el mundo moderno (por lo general mediante una violencia extrema), y que están dotados de derechos que anulan todas las consideraciones imaginables, entonces la respuesta es la misma en ambos casos: sí, al menos en principio . Y no veo motivo para discutir esta creencia, por lo que la voy a dejar de lado.

En lo que respecta al primer caso, la Carta (de las Naciones Unidas) y las resoluciones posteriores otorgan al Consejo de Seguridad una considerable latitud para la intervención, y ésta se ha llevado a cabo, por ejemplo, en el caso de África del Sur. Esto, por supuesto, no implica que todas las decisiones del Consejo de Seguridad deban tener la aprobación de “alguien contrario a las intervenciones, que además cree en la autodeterminación de las naciones y las personas”; otras consideraciones entran en juego en casos específicos, pero, una vez más, a menos que otorguemos a los Estados contemporáneos un estatus de entidades prácticamente sagradas, el principio es el mismo.

En cuanto al segundo caso –el que se plantea con respecto a la interpretación que hace el triunvirato de la resolución 1973, junto a otros muchos ejemplos– la respuesta es otra vez afirmativa, al menos en principio, a menos que tomemos el sistema estatal global como algo inviolable en la forma establecida en la Carta de las Naciones Unidas y otros tratados.

Siempre hay, por supuesto, una carga de la prueba muy pesada que es preciso soportar para justificar la intervención por la fuerza, o cualquier otro uso de la fuerza. La carga es especialmente alta en la segunda hipótesis, en casos de violación de la Carta, al menos para los Estados que profesan el respeto de la ley. Debemos tener en cuenta, sin embargo, que la potencia hegemónica mundial rechaza esta postura, y se autoexcluye de las Cartas de las Naciones Unidas y de la OEA, junto a otros tratados internacionales. Al aceptar la jurisdicción de la Corte Internacional de Justicia, cuando ésta se estableció (conforme a la iniciativa de EE.UU.) en 1946, Washington se excluyó de los cargos de violación de los tratados internacionales, y posteriormente ratificó el Convenio para la Prevención y la Represión del Genocidio, de 1948. con reservas similares. Todas ellas confirmadas por los tribunales internacionales, ya que su procedimientos requieren la aceptación de la jurisdicción. De manera más general, la práctica de EE.UU. es introducir reservas cruciales a los tratados internacionales que ratifica, eximiéndose en la práctica de los mismos.

¿Es soportable la carga de la prueba? No tiene mucho sentido discutir esto de manera abstracta, pero hay algunos casos reales que podrían ayudarnos. En el período posterior a la Segunda Guerra Mundial, hay dos casos de recurso a la fuerza que, aunque no pueden considerarse como intervenciónes humanitarias, podrían ser legítimamente compatibles: la invasión por parte de India de Pakistán Oriental, en 1971, y la invasión vietnamita de Camboya, en diciembre de 1978; en ambos casos, para poner fin a atrocidades masivas. Estos ejemplos, sin embargo, no entran en el canon occidental de intervención humanitaria, ya que sufren de la falacia de la institución errónea: no los llevaron a cabo los occidentales. Es más, EE.UU. se opuso a ellos encarnizadamente, en el momento álgido de las atrocidades, y luego castigó severamente a los “malhechores” que terminaron con las matanzas de la actual Bangladesh y de la Camboya de Pol Pot. Vietnam no sólo fue duramente condenado, sino también castigado con una invasión china apoyada por Estados Unidos, y con el apoyo militar y diplomático británico-estadounidense a los jemeres rojos camboyanos en sus ataques desde sus bases de Tailandia.

Si bien la carga de la prueba se puede soportar en ambos casos, no es fácil pensar en otros. En el actual caso de intervención por el triunvirato de potencias imperiales que están violando en estos momentos la resolución 1973 de las Naciones Unidas de 1973, la carga es muy pesada, dado su horrible historial. Sin embargo, sería demasiado fuerte sostener que nunca se puede soportar, en principio. A menos, por supuesto, que consideramos los estados-nación en su forma actual como esencialmente sagrados. La prevención de una masacre probable en Bengazi no es poca cosa, con independencia de lo que uno piense sobre las razones.

3. ¿Puede una persona interesada en que los disidentes de un país no sean masacrados en su búsqueda de la autodeterminación, oponerse legítimamente a una intervención que tiene por objeto, sean cuales sean sus razones, evitar una masacre?

Aun aceptando, por pura hipótesis, que la intención es genuina, que cumple el criterio simple que he mencionado al principio, no veo cómo responder a este nivel de abstracción: depende de las circunstancias. Podríamos oponernos a la intervención podría oponerse, por ejemplo, si ésta es probable que conduzca a una masacre mucho peor. Supongamos, por ejemplo, que los líderes de EE.UU., real y honestamente, hubieran tenido la intención de evitar una masacre en Hungría en 1956 y hubieran bombardeado Moscú. O que el Kremlin, genuina y honestamente, hubiera tenido la intención de evitar una masacre en El Salvador, en la década de 1980, mediante el bombardeo de EE.UU. Teniendo en cuenta las consecuencias previsibles, todos estaríamos de acuerdo en que esas acciones –inconcebibles– podría ser legítimamente contestadas.

4. Muchos ven una analogía entre la intervención en Kosovo, de 1999, y la actual intervención en Libia. ¿Puede explicar las principales similitudes, en primer lugar, y también las principales diferencias, en segundo lugar?

De hecho, muchas personas perciben esta analogía, lo que es un homenaje al increíble poder de los sistemas de propaganda occidentales. Da la casualidad de que contamos con excelente documentación de los antecedentes de la intervención en Kosovo, que incluye dos detalladas recopilaciones del Departamento de Estado, extensos informes sobre el terreno de los observadores –occidentales– de la Misión de Verificación de Kosovo, fuentes de la OTAN y la ONU, una comisión de investigación británica y muchos más elementos. Los informes y estudios coinciden estrechamente en los hechos.

En resumen, podemos decir que no se había producido ningún cambio sustancial sobre el terreno en los meses previos al bombardeo. Tanto las fuerzas serbias como la guerrilla del ELK habían cometido atrocidades –las de esta última fuerza, de mayor gravedad, en ataques desde la vecina Albania– durante el período en cuestión, al menos de acuerdo a las más altas autoridades británicas (Gran Bretaña fue el miembro más agresivo de la alianza). Las grandes atrocidades en Kosovo no fueron la causa de los bombardeos de la OTAN sobre Serbia, sino su consecuencia, una consecuencia totalmente previsible. El comandante en jefe de la OTAN, el general estadounidense Wesley Clark, había informado a la Casa Blanca semanas antes de los bombardeos de que éstos provocarían una respuesta brutal por las fuerzas serbias sobre el terreno, y, al comienzo del bombardeo, dijo a la prensa que esta respuesta era “previsible”.

Los primeros refugiados kosovares registrados por la ONU se producen en fechas muy posteriores al comienzo de los bombardeos. Con una sola excepción, la acusación de Milosevic, durante los bombardeos, basada en gran medida en informes de inteligencia anglo-estadounidenses, se limitó a los crímenes cometidos después del bombardeo, y sabemos que no podía ser tomada en serio por los líderes de Estados Unidos y Reino Unido, que en ese mismo momento estaban apoyando activamente crímenes aún peores. Además, había buenas razones para creer que una solución diplomática estaba al alcance; en efecto, la resolución de la ONU impuesta después de 78 días de bombardeo fue más bien un compromiso entre la posición serbia y la de la OTAN al comienzo.

Todo esto, incluso estas impecables fuentes occidentales, lo trato con cierto detalle en mi libro A New Generation Draws the Line. Nuevas informaciones que corroboran todo ello han aparecido desde entonces. Por ejemplo, Diana Johnstone informa de una carta a la canciller alemana, Angela Merkel, el 26 de octubre de 2007, que le envía Dietmar Hartwig, ex jefe de la misión europea en Kosovo antes de que fuera retirado el 20 de marzo con el anuncio del bombardeo, que estaba en una posición muy buena para saber lo que estaba sucediendo. Éste escribe:

No hay un solo informe presentado en el período comprendido entre finales de noviembre de 1998 y la evacuación en vísperas de la guerra que mencione que los serbios hayan cometido delitos graves o sistemáticos contra los albaneses, ni tampoco ha habido un solo caso que se refiera a incidentes o delitos de genocidio o asimilables a éste. Por el contrario, en mis informes he registrado en repetidas ocasiones que, teniendo en cuenta los ataques del ELK cada vez más frecuentes contra el Gobierno serbio, se ha demostrado que la aplicación de la ley por parte de éste ha sido hecha con una notable moderación y disciplina. El objetivo claro y citado a menudo por el Gobierno serbio ha consistido en observar rigurosamente el acuerdo Milosevic-Holbrooke [de octubre de 1998] para no dar ninguna excusa a la comunidad internacional para intervenir. (…) Hubo enormes “diferencias de percepción” entre lo que las misiones en Kosovo han estado informando a sus respectivos gobiernos y capitales, y lo que éstos han filtrado posteriormente a los medios de comunicación y al público. Esta discrepancia sólo puede ser vista como un elemento de preparación a largo plazo para la guerra contra Yugoslavia. Hasta el momento en que abandoné Kosovo, nunca había ocurrido lo que los medios de comunicación y, todavía más, los políticos afirmaban sin cesar. En consecuencia, hasta el 20 de marzo 1999 no había ninguna razón para la intervención militar, lo que hace ilegítimas las medidas adoptadas posteriormente por la comunidad internacional. El comportamiento colectivo de los Estados miembros antes y después del estallido de la guerra da pie a serias preocupaciones, porque la verdad fue liquidada y la UE perdió fiabilidad.”

La historia no es física cuántica, y siempre hay un amplio margen para la duda. Pero es raro que las conclusiones tengan un respaldo tan firme como en este caso. De un modo muy revelador, es totalmente irrelevante. La doctrina que prevalece es que la OTAN intervino para detener la limpieza étnica, aunque los partidarios de los bombardeos que toleran al menos un guiño a los abundantes elementos fácticos califican su apoyo al decir que los bombardeos eran necesarios para detener las posibles atrocidades: debemos actuar aun produciendo atrocidades a gran escala para detener las que se podrían producir si no bombardeásemos. Y hay justificaciones aún más impactantes.

Las razones de esta práctica unanimidad y pasión son bastante claras. El bombardeo se produjo en una virtual orgía de autoglorificación y pavor por parte de las potencias, que podría haber impresionado a Kim il-Sung. Lo he analizado en otro lugar, y no deberíamos permitir que siga en el olvido este notable momento de la historia intelectual. Después de este espectáculo, el desenlace tenía que ser simplemente glorioso. La noble intervención en Kosovo proporcionó este desenlace, y esta ficción debe ser celosamente mantenida.

Volviendo a la pregunta, hay una analogía entre las representaciones autocomplacientes de Kosovo y Libia: ambas intervenciones están animadas por nobles intenciones, según la versión novelada. El inaceptable mundo real sugiere en cambio analogías bastante diferentes.

5. Del mismo modo, mucha gente ve una analogía entre la actual intervención en Iraq y la intervención en curso en Libia. En este caso, ¿puede explicar las similitudes y las diferencias?

No veo las analogías significativas aquí tampoco, excepto que dos de los Estados participantes son los mismos. En el caso de Iraq, las metas son las que al final acabaron por reconocer. En el caso de Libia, es probable que el objetivo sea similar, al menos en un aspecto: la esperanza de que un régimen cliente fiable apoye los objetivos occidentales y proporcione a los inversores occidentales un acceso privilegiado a la riqueza petrolera rica de Libia, que, como he señalado, puede ir mucho más allá de lo que se conoce actualmente.

6. ¿Qué espera usted, en las próximas semanas, que suceda en Libia y, en ese contexto, ¿cuáles cree usted que deberían ser los objetivos de un movimiento, en Estados Unidos, contra la intervención y la guerra con respecto a las políticas de EE.UU.?

Por supuesto, es incierto, pero las perspectivas probables –hoy, 29 de marzo– son o bien una partición de Libia en una región oriental, rica en petróleo y dependiente en gran medida de las potencias occidentales imperiales, y una región occidental pobre bajo el control de un tirano brutal de limitadas capacidades; o bien una victoria de las fuerzas respaldadas por Occidente. En cualquier caso, lo que el triunvirato presumiblemente espera es un régimen menos problemático y más dependiente en lugar del actual. El desenlace probable es el que se describe con bastante exactitud, creo que por el diario árabe con sede en Londres Al-Quds Al-Arabi, en su número del 28 de marzo. Si bien se reconoce la incertidumbre de la predicción, prevé que la intervención puede dejar en Libia “dos estados, uno para los rebeldes en el Este, rico en petróleo; y uno, pobre, en manos de Gadafi en el Oeste (…) Una vez asegurados los campos de petróleo, podemos encontrarnos ante a un nuevo emirato petrolero en Libia, un país escasamente habitado, protegido por Occidente y muy similar a los estados-emirato del Golfo Pérsico.” O bien, la rebelión apoyada por Occidente podría continuar hasta el final para eliminar al irritante dictador.

Los que se preocupan por la paz, la justicia, la libertad y la democracia deben tratar de encontrar maneras de prestar apoyo y asistencia a los libios que tratan de forjar su propio futuro, libre de las limitaciones impuestas por las potencias extranjeras. Podemos tener esperanzas sobre la dirección a seguir, pero el futuro debe estar en sus manos.