Raul Bracho
Quienes ejercemos el oficio de escribir como expresión de nuestra reflexión cotidiana, con o sin diploma sellado por cualquier academia, entendemos muy bien como se ejerce esta manía de querer expresarnos, de hacernos cómplices de las letras, las palabras y los párrafos para publicar de cualquier forma, en fin de cuentas lo que pensamos. Bien cierto que hemos despojado, en una ruptura epistemológica crucial, el derecho a la palabra escrita, a la academia. Yo no ostento diploma alguno que me otorgue distinción especial para ejercer la escritura, escribo porque quiero, como quiero y lo que quiero. Me opongo a la academia parcelaria que en fin de cuentas, no es más que el mercado de los saberes.
Si algo me enorgullece es haberme ganado espacios en medios virtuales que desde hace 5 años me publican mis reflexiones, claro, junto a ese derecho se incluye un buen lote de lectores que leen para despotricar, desvirtuar y manipular lo que yo expreso. Eso, en fin de cuentas, es parte del halago de ser escribidor de pensamientos, sentimientos, o como quiera que lo quieran llamar.
La palabra es la célula de la comunicación. El lenguaje, nada más que los malabarismos que cualquiera que aprende a hablar, logra hacer con su reflexión personal y su propia visión de la vida que vivimos. Yo no doy más poder a la palabra que la de un complejo instrumento de comunicación. Eso si, doy el poder a la pasión humana, sin ella, nadie, aunque supiera algún tipo de lenguaje, podría organizarse, crearse, construir concepto, idea, o poema alguno. La palabra es un laberinto paralelo, la realidad sucede y las palabras la predicen o posdicen, la analizan, la desmenuzan, la varían, la interpretan, la palabra, las palabras, el verbo hecho herramienta para compartir pasiones, para ser un código de transmisión de nuestra especie. –Pienso, luego existo- esto no lo dijo una tortuga, ni una araña, y sin embargo existen.
La palabra es el pecado original de una especie sentenciada a un destino impredecible, es la idea, es el conocimiento de la vida y de la muerte más allá de los instintos. Es la conciencia.
Es saber de la muerte más allá del instinto de conservación, es el salto a la inmortalidad. Es el día a día de todas y todos en nuestra sociedad actual, la palabra es pretérito, presente y futuro conjugado sobre la blanca virginidad de una hoja de papel o la pantalla virtual. La palabra son las ideas por las que nos enfrentamos, discutimos, peleamos, nos matamos, pero, insisto, no son los hechos, son su reflejo. La palabra no es primigenia, es resultado del ejercicio de las pasiones: fundamento de la vida humana.
Saber que el título es el anzuelo con el que atrapamos un lector, obliga a que él contenga la fuerza interna de todo lo escrito. Un título es un puñetazo en la mirada del lector, debe ser pulcro, cristalino y fiel a nuestro pensar, de manera, que aunque quien lea el título no lea nuestro escrito, quede impregnado de nuestro espíritu revolucionario. La palabra es un instrumento de la gran pasión humana, de nada sirve sino germina en hechos concretos, en transformación histórica.