María garcía Yeregui
Publico
El filósofo Tzvetan Todorov, en su artículo “Un viaje a Argentina” (El País 07-12-2010), plantea una oposición reduccionista: la “memoria colectiva” definida como la instrumentalización política del pasado en el presente. Siendo la Historia la comprensión y reflexión enraizada en la contextualización de los hechos, la Memoria representaría el maniqueísmo impuesto al pasado para réditos presentes. ¿Es esta dicotomía la causa de sus “olvidos” en la pretensión aclaratoria de la historia argentina?
La tesis de que el “terrorismo de Estado” vino precedido por un “terrorismo revolucionario” y que “no se puede entender el uno sin el otro” –alusión a que el primero es la causa del segundo– fue el mensaje dominante recibido por la sociedad argentina durante décadas. La interrelación planteada entre ambas violencias ejercía su pretensión dominante de la memoria hegemónica nacional: desde la justificación del golpe de Estado, a la teoría de los dos demonios de la restauración democrática que vertebró la equidistancia entre la celebración del juicio a los ex comandantes y las sentencias a las cúpulas guerrilleras. La sociedad, sumida en una victimización táctica entre ambas violencias, gestionaba su culpabilidad ante los testimonios de las atrocidades cometidas (evidencias de los crímenes silenciados con frases como “las locas de la plaza” y “por algo será”). La victimización fue producto de la lógica explicativa de la represión estatal según la equidistancia entre violencias, no producto de su olvido.
“No se puede comprender el destino de esas personas sin saber por qué ideal combatían ni de qué medios se servían”, “en su mayoría, eran combatientes que sabían que asumían ciertos riesgos”. El sistema de eliminación en los centros clandestinos –donde las armas eran la picana, el submarino y la capucha– no corresponde a un combate: secuestrados, encerrados en condiciones infrahumanas, torturados sistemáticamente y fusilados o eliminados en los “vuelos de la muerte”. En Argentina no hubo una guerra civil pero, de haber sido así, existen corpus legales que establecen el trato a prisioneros de guerra y estipulan la punibilidad de los crímenes bélicos. Todorov falsea la heterogeneidad de las víctimas del terrorismo de Estado y relaciona la comprensión de su destino a la ideología política. Esa supuesta explicación puede exculpar al ejecutor, a las Fuerzas Armadas y a la puesta en marcha de un plan represivo.
“Primero mataremos a todos los subversivos, luego mataremos a sus colaboradores, después a sus simpatizantes, enseguida a aquellos que permanecen indiferentes, y finalmente mataremos a los tímidos”, declaraba el gobernador militar de la provincia de Buenos Aires en 1977. La propia denominación de las Juntas Militares, Proceso de Reorganización Nacional, apunta su objetivo: acabar con la amplia movilización social, amenaza para los planes políticos y económicos de algunos sectores y de otro ausente en la contextualización histórica del artículo, EEUU y su injerencia proautoritaria en la región.
El discurso de reconciliación legitimó las leyes de impunidad que frenaron los juicios abiertos por desapariciones, tras levantamientos militares, y los indultos decretados por Menem.
Según Todorov, las tensiones del periodo 1973-1976 “condujeron al país al borde de la guerra civil”. Importantes estudios han demostrado que las guerrillas estaban debilitadas antes del golpe. Entonces, ¿por qué se esgrimió acabar con el terrorismo como legitimación; por qué no tuvo lugar antes; o por qué, si la fuerza de la guerrillera era tal, no provocó el estallido de una guerra civil? Contextualicemos: la lucha armada no comienza en 1973 sino en los sesenta. Todorov omite la realidad de lucha por la liberación contra la dictadura de Onganía y su doctrina de la seguridad nacional. Argentina sufrió seis dictaduras militares en el siglo XX. En un contexto dictatorial, las luchas políticas, sociales y sindicales adquieren una intensidad y fuerza de importante calibre, ejemplo emblemático de ello fue el Cordobazo en 1969. La violencia política estuvo presente pero nunca hubo una guerra civil en Argentina. La conceptualización del enfrentamiento como guerra vino definida por las teorías de la guerra revolucionaria según los preceptos del anticomunismo en los Ejércitos latinoamericanos durante la Guerra Fría. Las influencias del “mundo libre”: el Plan Cóndor, las responsabilidades de Kissinger en la articulación de gobiernos represores en el continente y las metodologías de la Escuela de las Américas y del ejército francés en la independencia argelina son, también, parte de la historia. En la obsesión por presentar el conflicto argentino como derrota-victoria de dos bandos equiparables, se compara el genocidio camboyano con el terrorismo de Estado, violando la factibilidad de la comparación histórica y combinándola con lo contra-factual, enemigo acérrimo de la historia científica: “Luchaban en nombre de una ideología que, si hubiera salido victoriosa, probablemente habría provocado tantas víctimas, si no más, como sus enemigos”. La comparación entre el régimen de Pol Pot y la izquierda argentina es inadmisible. Todorov juega a las malabares de una historia inexistente. Uno de los partidos emblemáticos del maoísmo en Argentina fue Vanguardia Comunista, caracterizado por su oposición manifiesta a la lucha armada. La gran mayoría de sus militantes están “desaparecidos”. Todorov alude a un peligro: “el retorno de la violencia”. De este uso del miedo a la vuelta del pasado para frenar reclamos de justicia y reivindicaciones públicas sabemos mucho en nuestra querida España.
María García Yeregui es doctoranda en Historia Contemporánea por la Universidad de Zaragoza.
Fuente original: http://blogs.publico.es/dominiopublico/2979/una-estancia-en-argentina/