Dentro de pocos días, el 27 de enero, habrán pasado tres meses desde la muerte de Néstor Kirchner.
Con toda seguridad, con el paso del tiempo se irá conformando una imagen cada vez más precisa y acabada de lo que ese hombre significó en la historia argentina de las últimas décadas.
Para ello contribuirá, sin dudas, el equilibrio que se vaya produciendo tanto en los elogios desmedidos como en la expresión de los odios hacia su figura que, todavía hoy, parecieran irreversibles.
Hay que cuidarse, es cierto, para no caer en panegíricos cuando, como es el caso de quien esto escribe, se pasa por períodos de irritación por la injusticia con la que es tratada la memoria de un hombre que, más allá de sus defectos, se jugó hasta el final por sus ideas. Y cuyo recuerdo -hasta parece curioso- no suele despertar en quienes lo han seguido políticamente sentimientos de congoja sino, más bien, la sensación de haber perdido un hombre clave cuyo reemplazo es duro y difícil, pero al que hay que poner manos a la obra de inmediato.
Muy buena parte de los argentinos -según las encuestas serias, la mayoría- tiene claro que la presidenta Cristina Fernández ha encarado la tarea de reemplazar al ausente, esfuerzo cuyos felices resultados se hacen visibles en simultáneo con un ejercicio sólido y fuerte de sus funciones constitucionales.
La insistencia de cierta prensa en describir la fragilidad de Cristina no es otra cosa que la operación mediática permanente de todos aquellos que quieren que este proyecto político y social se derrita. Y, de ser posible, ya mismo.
Dicho sea de un solo tirón, creemos que, después de Juan Domingo Perón, Kirchner fue el único signo de contradicción que se plantó en la historia argentina.
Para disgusto, y en algunos casos horror, de los fanáticos del consensualismo, la figura del ex presidente despertó adhesiones muy fuertes y odios sólo comparables con los acunados por el mundo gorila nacido tras el golpe militar de 1955.
¿A qué viene todo esto? A que, cuando uno pone en fila a todos los políticos de la oposición, más allá del respeto que pueda merecer cada uno de ellos, la instintiva comparación con la personalidad y la envergadura del presidente recientemente desaparecido desfleca esas imágenes y nos enfrenta con la realidad de una dirigencia política opositora ubicada en un sitio muy lejano del lugar en el podio que quedó vacío cuando NK se fue.
Para sintetizar, lo que sucede es que la desaparición de Néstor Kirchner puso más en evidencia la endeblez de la gran mayoría de los dirigentes políticos actuales, al haber quedado éstos expuestos, en solitario, a la observación pública. Es paradójico, pero los gritos con los que solía atenderlos Kirchner distraían de la observación de esas debilidades constitucionales.
La tapa de la edición de hoy de Debate, que motiva esta reflexión, se refiere a dos políticos que, por lo menos hasta ahora, parecen haberse quedado a la vera del camino, a la espera del remolque. Tanto Julio Cobos como Francisco de Narváez se han convertido en una especie de parias de la política. Vale recordar que los parias (también llamados intocables) son una de las castas del hinduismo indio. Y, para aclarar más aún, son víctimas y no victimarios. Son los castigados, por así decirlo, y no los que infringen el castigo. El precepto los separa de los demás miembros de la sociedad y los relega a cumplir tareas humildes e irrelevantes.
Ni qué decir que ni el voto no positivo de Cobos ni el triunfo mínimo -aunque muy sonoro- de De Narváez sobre Kirchner en el 2008 valen siquiera como recordatorios de viejas conquistas. Salvo a los propios, a nadie le importa ya eso. Hoy ambos deambulan por el páramo político en busca de un destino que, acaso, podría llegar a unirlos.
Hay dimes, diretes, marchas y contramarchas. Y una tremenda dificultad, por ahora, para construir alianzas. No son bienvenidos en los círculos que importan.
Como a los intocables de la India, nadie quiere pisarles la sombra.