Juan Torres López y Alberto Garzón Espinosa

Se viene hablando mucho en los últimos meses de la “guerra de divisas”, un término que alarma a la ciudadanía y con el que, como tantas veces, se crea una situación de alarma y miedo, como ha demostrado Naomi Klein en su libro La doctrina del shock, que oculta la naturaleza real del problema y justifica la adopción de medidas excepcionales.

Es verdad que los problemas en el sistema de pagos internacionales, en las cotizaciones de las diferentes divisas, están siendo la última manifestación de la crisis, junto a la explosión se la deuda. Pero conviene entender bien lo que hay detrás de ello y no creer por las buenas lo que los grandes poderes financieros están tratando de hacer creer: que se trata de una guerra desatada por los países emergentes o menos desarrollados contra los más ricos. En realidad, es más bien todo lo contrario: éstos últimos están tratando de utilizar sus divisas, cuando pueden hacerlo, como protección frente a las agresiones comerciales, financieras y cambiarias que reciben.

Hay que tener en cuenta que el papel del dólar como moneda internacional está cada vez más en cuestión y en peligro como consecuencia de que el déficit exterior de Estados Unidos y la política de incremento de la cantidad de dinero, como acaba de ocurrir con la creación de liquidez por valor de 600.000 millones de dólares por la Reserva Federal, son materialmente insostenibles por mucho tiempo.

El objetivo de esta última decisión  de la entidad encargada de la política monetaria es estimular el consumo a través de una técnica conocida como Quantitative Easing y que consiste en utilizar esos dólares recién creados para comprar títulos de largo plazo de deuda pública estadounidenses.

De tal forma se busca presionar a la baja la rentabilidad ofrecida por tales títulos. Y como los préstamos a largo plazo se suscriben con la rentabilidad de los bonos estatales como referencia, se espera que tenga un efecto estimulante en el consumo.

Además, los nuevos dólares en el mercado contribuyen simultáneamente a devaluar la moneda estadounidense frente al resto de monedas internacionales, lo que favorece a sus propias exportaciones y estimula el crecimiento de la actividad económica.

Lo que así lleva a cabo Estados Unidos no es ni más ni menos que una auténtica devaluación competitiva, es decir, una disminución programada de la cotización de su divisa, del dólar, para favorecer, como acabamos de señalar, las ventas de sus productos en el exterior. Y es esa política de Estados Unidos lo que, como acaba de reconocer el Premio Nobel Joseph Stiglitz, “invita a una respuesta de los competidores” (Una guerra de divisas no tiene vencedores).

Algo que es natural y legítimo porque el resto de países están igualmente interesados en utilizar el sector exterior para salir de la crisis. Y es porque la devaluación de la moneda estadounidense les perjudica seriamente, por lo que están comenzando también a devaluar sus monedas. Y, cuando no pueden, incluso a establecer controles de capital con el mismo fin.

La situación es especialmente problemática en una situación como la actual. La demanda mundial se mantiene muy débil, de modo que la lucha por las exportaciones es muy intensa y lo más probable es que una espiral devaluacionista de este tipo (sin medidas globales que permitan recuperar la demanda) al final no de buen resultado para nadie.

Por eso, aunque la prensa económica internacional haya intentado presentar a los países emergentes como los culpables de esta guerra de divisas, el sentido apropiado para describir la agresión es el que acabamos de señalar. Es Estados Unidos y, más generalmente, los países ricos los que comenzaron con las devaluaciones al intentar superar la crisis salvando a los banqueros a través del uso sistemático de la máquina de imprimir dinero.

Precisamente esta nueva dimensión de la crisis en forma de crisis de divisas refleja también la incapacidad de las políticas neoliberales -y de los gobiernos y organismos internacionales que las propugnan- para encontrar una salida a una crisis financiera que comenzó hace ya más de tres años.

Sin medidas de cambio estructural, sin verdaderas reformas en la regulación financiera y comercial y dejando de nuevo que las grandes entidades financieras y las multinacionales dominen sin problema los mercados, las economías de casi todos los países del mundo se encuentran de nuevo, o siguen, en grandes aprietos. Y lo está quizá de un modo particular Estados Unidos, dada su envergadura y el liderazgo imperial que impone al resto del mundo.

El crecimiento de la economía estadounidense desde los años ochenta se ha fundamentado en la combinación de déficit fiscal (fundamentalmente debido a las rebajas impositivas de las administraciones republicanas) y déficit privado (un ahorro privado inferior a la inversión), lo que lógicamente ha tenido también reflejo en un creciente déficit comercial (La razón de este desequilibrio se deriva de una ecuación básica: Saldo comercial (Exportaciones-Importaciones) = (Ahorro interno – Inversión ) + (Ingresos públicos – Gasto público). Si los dos saldos de la derecha registran déficit, también debe ser negativo el saldo comercial).

Eso es lo que ha provocado que Estados Unidos se haya convertido en un país deudor neto con respecto el resto del mundo. Es decir, la primera potencia mundial ha necesitado atraer cada vez mayores cantidades de ahorro mundial para poder mantener su crecimiento dado que no genera el suficiente ahorro interno para financiarlo. De hecho,  ya atrae cerca del 80% del ahorro mundial.

Estados Unidos puede mantener esta situación solo gracias a que esa ingente cantidad de deuda emitida (fundamentalmente bonos del Estado) está denominada en dólares, su propia divisa y cuya cantidad en circulación, por lo tanto, puede controlar a su antojo.

Así es como se produce el equilibrio tan inestable que domina los mercados de divisas. Estados Unidos como economía deficitaria se endeuda masivamente poniendo en circulación títulos en dólares  y los países con superávit en sus cuentas corrientes, como China, utilizan sus reservas de divisas para comprarlos, permitiendo así que Estados Unidos siga creciendo.

El problema estriba en que este esquema no puede perdurar por mucho más tiempo, y menos aún cuando la crisis internacional ha puesto de relieve la debilidad del dólar como moneda internacional de referencia.

La crisis de las divisas no es ninguna guerra contra los países ricos. Es simplemente una manifestación elemental de que la confianza en que han de sustentarse los mercados está bajo mínimos, como consecuencia de la evolución de la crisis y del coste cada vez mayor de la solución imperial que Estados Unidos impone al resto del mundo como forma de afrontar los problemas económicos internacionales.

Es imposible seguir así. Por mucho que se quiera, no se puede seguir haciendo depender la economía mundial del poder económico de una sola potencia imperial como es Estados Unidos. No se trata de una simple opción moral o política, que ya de por sí estaría justificada y sería imperiosa. Se trata además de una imposibilidad puramente económica y financiera: Estados Unidos no dispone ya de la capacidad de maniobra que tuvo en 1945, ni la situación ni la solvencia de sus economía son las de entonces. Es verdad que puede forzar la situación y es lo que está haciendo gracias a que, a diferencia de su economía decadente, mantiene su gran y creciente poder político y militar. Pero eso se llama imperialismo y la respuesta a los problemas que crea no puede ser el tratar de condenar a quien se defiende de él sino instaurar un sistema de relaciones económicas, financieras y de gobierno multilateral, democrático y sometido a los principios de la justicia y la igualdad.

Juan Torres López (www.juantorreslopez.com) es catedrático de Economía Aplicada de la Universidad de Sevilla y Alberto Garzón Espinosa es licenciado en CC. Económicas. Ambos son los editores de altereconomia.org