Sandra Russo
Página 12

Cuando Eduardo Duhalde llegó a presidente, después del verano ardiente del 2002, puso orden. Su llegada al poder fue la consecuencia de una escena de la que él fue un constructor. No sólo por haber fogoneado los saqueos en el conurbano para darle un empujón a De la Rúa (que por otra parte se hubiera ido igual con sus 39 muertos en la conciencia), sino desde antes, sobre todo desde antes. Duhalde ayudó a construir esa escena también por haber sido uno de los principales protagonistas de las políticas neoliberales que implantó el menemato. Cuando se reformó el Estado por ley, cuando se lo achicó, cuando se decidió trasladar al poder económico, al mercado, la brújula de la democracia, Duhalde era vicepresidente. De modo que cuando llegó a presidente también puso orden en lo que había colaborado a gestar, ese Conurbano que era una brasa de rabia contenida, la trampa cazabobos para los excluidos de todo el país. Lo que antes habían sido las villas de emergencia quedaron congeladas en la pobreza estructural. Desde pueblos fantasma del interior, ya devastados por las privatizaciones generalizadas, llegaban los desesperados. Pero nunca pudieron ingresar, sólo asentarse.

Si Menem era la versión un poco libertina del paisaje neoliberal, Duhalde fue siempre la versión cuáquera, la que podía sostener un hombre casado con Chiche. Menem declaró el sorprendente “Día del Niño No Nacido” para hacer rosca con el Vaticano, pero ahí salió poco después su ex esposa, a la que había echado de Olivos, relatando el viejo y doloroso recuerdo de un aborto. Menem inflaba su fama de mujeriego y coqueteaba con las divas de la televisión. Mirtha Legrand le decía: “Las mujeres se vuelven locas por usted” y él se reía, cachondo, mientras una decena de actrices y vedettes se jactaban de visitarlo en privado.

Los Duhalde siempre fueron otra cosa. Pareja estable, vida en familia, hija con vocación religiosa, rectitud. Boliches que cerraban a las tres de la mañana. Padres al tanto de dónde están sus hijos pero no por onda, por sospecha. Sospechar lo oscuro del otro es inherente a esa subjetividad que hace pie en la “rectitud”: por eso en el reciente debate sobre la Ley de Matrimonio Igualitario, Chiche se preguntaba si no empezarían casándose personas del mismo sexo para después habilitar otras yuntas muy raras, de tío con sobrina, por ejemplo. A este tipo de gente se le pasan cosas muy rebuscadas por la cabeza.

Georges Bataille decía que no hay peor perversión que la abstinencia–, y aclaró que lo escribió con vuelo poético, para que no se malentienda. Pero es que el abstinente de experiencias, de impulsos, de deseo, generalmente está enojado. La gente muy recta tiene cara de culo.

Hay en esa pulsión que luego derivará en la mano dura una predisposición al control. Políticamente, eso recorre una zona social que es a la vez una zona individual, el área privada del miedo. Eso está presente en cada uno, basta escuchar lo que dicen los automovilistas embotellados en Buenos Aires y que son la larga nota que se ve todas las tardes en los canales de noticias: no es que uno no comprenda lo insoportable que es estar embotellado porque las calles están cortadas por protestas. No pedir represión a las protestas sociales no implica estar de acuerdo con todas ellas, y mucho menos ahora, en estos días, cuando algunas parecen coreografiadas para los apetitos políticos de Duhalde. Pero entre lo insoportable, entre el mal humor o la irritación, y el “hay que matar a todos estos negros de mierda”, hay un trecho importante. Tanto, que es el que mide nuestro grado de civilización.

No son los hombres y las mujeres encerrados en sus autos los únicos o más destacados exponentes de nuestro grado de civilización. Nunca se ha asociado esa construcción mediática del automovilista como sujeto habilitado para exabruptos de todo tipo, con otros exabruptos que terminan en accidentes de tránsito. El uso obsesivo e iracundo de la bocina quizá sea el rasgo distintivo de este tipo de sujetos, que son los mismos que taponan las bocacalles cuando el semáforo ya está rojo, y cortan la circulación en las esquinas.

¿En qué consiste ser “civilizado”, es decir, bañado por la propia calidad de civil, sino en sublimar los instintos de ira y de violencia? Poder hablar en lugar de pegar, negociar en lugar de matar, terciar en lugar de enfrentar, es lo que nos hace humanos. Pero no es de esa civilización de la que nos habla nuestra historia. Es de otra, una que deriva de las sociedades etnocéntricas que brillaron en el siglo XIX. Deriva en buena parte de la abstinencia de la reina Victoria.

En esa tradición de la rectitud, la crueldad es un ingrediente indispensable. Así fuimos colonizados y así colonizamos, despreciando, ignorando, violentando. Hay una larga tradición de representantes del orden y la rectitud de la que Duhalde se presenta tributario. Quizá por eso el candidato no ve tan mal el genocidio, o por eso no habla de genocidio y elige otros rodeos. Quizá tenga ese punto de vista por su idea de la rectitud, y porque cree que “el estilo de vida argentino” es el que había que defender de aquellos “intentos de implantar ideologías foráneas”. Esta semana fue todo un déjà vu.

La apelación a recrear la escena de los setenta, sólo caracterizada por la violencia, obliga a generar violencia. Pero es que ya todos somos más viejos, ya lo hemos visto, se ha investigado, se estudia en las escuelas, los pibes lo saben, uno se da cuenta aunque los canales de noticias cubran solamente –qué cosa– la violencia, y nunca raspen demasiado ni a Macri ni a Duhalde. Todo es obvio, menos, quizá, la cucaracha en la oreja y los gestos de pastor electrónico que ha recomendado el consultor ecuatoriano. Kosteki y Santillán no han sido dolorosos para Duhalde. Tuvo que irse del poder por esos asesinatos, pero no hubo arrepentimiento. Kosteki y Santillán fueron asesinados en el curso de una represión policial que ordenó liberar el Puente Pueyrredón. El candidato ahora defiende la represión “sin tiros”. Puede que tenga otras cosas en mente. Hay aparatos muy sofisticados de represión que no necesariamente matan, aunque si lo hacen parece un accidente, como las pistolas Tazer que Macri no pudo usar en la ciudad. El Screamer que el gobierno golpista hondureño había instalado en la puerta de la embajada de Brasil, cuando se refugió allí Manuel Zelaya, produce ultrasonidos que provocan desmayos, y emite olores tóxicos que provocan gastroenteritis y vómitos. Estos aparatos represivos son los que se empezaron a usar contra los movimientos globalifóbicos de los ’90. La pionera en usarlos fue la Organización Mundial de Comercio.

Día tras día se hacen más evidentes los fórceps con los que se quiere estimular la escena propiciatoria del orden, que es el desorden. Día tras día la paloma se queda atascada en la manga del mago, muere ahogada por las malas artes de quien pretende que la trae en son de paz.

Fuente original: http://www.pagina12.com.ar/diario/contratapa/13-159505-2010-12-29.html