Cory Doctorov
guardian.co.uk
Los usuarios de YouTube producen 29 horas de vídeo por minuto, la inmensa mayoría de las cuales son material de producción independiente.
Una pregunta recurrente en los debates sobre derechos digitales es cómo van a ganarse la vida en la era digital los creadores y quienes invierten en ellos (es decir, los sellos discográficos, los estudios cinematográficos, los editores, etc.).
Pero aunque he visto plantear la pregunta miles de veces, nadie ha dicho jamás qué creadores y qué inversores van a ganarse la vida y en qué se concreta «ganársela».
En este momento, cuando la cuestión del copyright varía de un instante a otro y los gobiernos de todo el mundo estudian cómo deberían ser los sistemas de gestión de derechos en el siglo XXI, tal vez sea buena idea especificar para qué queremos que sirva el copyright . De lo contrario, la pregunta «¿funciona bien el copyright ?» se vuelve tan absurda como «¿cuántos granos de arena hay en el mar?».
Empecemos diciendo que sólo hay una normativa que garantizaría ingresos medios a todo aquel que quiera ser artista. Es muy sencilla: «si te consideras un artista, el gobierno te pagará 40.000 libras esterlinas al año hasta que dejes de considerártelo».
Como no disponemos de semejante norma, tan poco plausible y desorbitada, el pleno empleo en el arte es un sueño hermoso e improbable. No cabe duda de que ningún sistema de gestión de derechos puede llegar a tal extremo. Si el copyright va a tener ganadores y perdedores, empecemos entonces hablando de a quién nos gustaría ver ganar y cómo debería ser la victoria.
En mi mundo, la finalidad del copyright es fomentar la máxima participación posible en la cultura; por tanto, debería ser un sistema que promoviera a un conjunto de creadores lo más amplio posible, que acabara arrojando el conjunto de obra más diverso posible para que llegara a un público que fuera tan variado como la práctica permitiera.
Es decir: no quisiera un sistema de gestión de derechos que impidiera ganar dinero con el arte, puesto que hay personas que hacen arte de calidad y que, previsiblemente, ganarían muy poco si no hubiera dinero de por medio. Pero, al mismo tiempo, no creo que se pueda valorar un sistema de gestión de derechos por la cantidad de dinero que suministre a los creadores; imaginemos un mecanismo para el cine que permitiera que sólo se hiciera un cortometraje de quince minutos al año. No me importa cuánto dinero recaudara ese sistema, pero no sería tan bueno como otro en el que montones de personas pudieran hacer montones de películas.
La diversidad de la participación es importante, porque la participación en el arte es una forma de expresión y aquí, en las democracias liberales occidentales, damos por sentado que el Estado debería limitar al mínimo la expresión y fomentarla al máximo. Parece absurdo tener que decirlo, pero es preciso señalarlo porque, cuando hablamos de copyright , no estamos hablando sólo de quién paga cuánto para acceder a qué tipo de arte, sino de una normativa con capacidad para alentar o ahogar una cantidad inmensa de discurso expresivo.
Aquí topamos con algo que el copyright no puede hacer, no va a hacer y no hace: constituir un mercado en el que los creadores (o los inversores) fijen un precio para las obras de creación y el público las compre o no basándose en que las mejores emerjan a lo más alto en un mercado libre puro. El copyright jamás ha funcionado así de hecho, y seguro que no va a funcionar así hoy día.
Por ejemplo, ha pasado más de un siglo desde que los sistemas legales de todo el mundo erradicaron la posibilidad de que los compositores controlaran quién interpretaba sus canciones. Todo empezó con las primeras grabaciones, que los compositores de la época consideraban una modalidad de robo. Se ve que los compositores de aquel tiempo andaban en el negocio de las partituras: utilizaban un dispositivo de copia (la imprenta) para elaborar un producto que sólo podían adquirir los músicos.
Cuando aparecieron las tecnologías de grabación, los músicos empezaron a interpretar las melodías de las partituras que compraban ante unos micrófonos y a distribuir grabaciones comerciales de su interpretación. Los compositores bufaban quejándose de que eso era piratería, pero los intérpretes replicaban: «Tú nos has vendido la partitura. ¿No vendrás ahora a decirnos que no podemos interpretarla? ¿Qué pensabas que íbamos a hacer con ella?».
La respuesta legal fue una solución salomónica: los intérpretes eran libres de grabar cualquier composición ya publicada, pero tenían que pagar una tasa por cada grabación que vendieran. La tasa la pagaba una sociedad colectiva de gestión de derechos y, hoy día, ese tipo de sociedades prolifera a base de cobrar cuotas por todo tipo de «interpretación», sobre las que músicos y compositores apenas tienen nada que decir. Por ejemplo, emisoras de radio, centros comerciales e incluso peluquerías adquieren licencias que les autoricen a poner toda la música que puedan encontrar. Se realizan muestreos más o menos precisos sobre la música emitida y se redistribuyen los ingresos entre los artistas de forma más o menos justa.
¿Justo para todos?
Como es lógico, hay artistas que sostienen que el muestreo y la redistribución son injustos, pero es raro encontrar un artista que diga que lo esencial de la autorización colectiva supone en sí misma una modalidad de robo. Nadie quiere recibir una llamada cada cuarto de hora de algún encargado de un bar de las afueras que quiera saber si reproducir esa canción de éxito de hace veinte años en el karaoke le va a costar 15 céntimos o 20 en autorizaciones.
Hay un acuerdo de copyright antiguo que se le ocurrió a Víctor Hugo y se llamaba «Convenio de Berna», de la que forman parte la mayoría de países occidentales. Si se lee el texto con detenimiento, parece como si ilegalizara todo este asunto de las autorizaciones indiscriminadas. Cuando he preguntado a especialistas en copyright internacional cómo todos esos países de Berna pueden tener emisoras de radio, bares con karaoke y peluquerías, todas emitiendo música, sin negociar la lista de temas al mismo tiempo, la respuesta suele ser la siguiente: «Bueno, técnicamente, supongo, no deberían. Pero hay una cantidad de dinero imponente que cambia de mano, casi siempre con destino a los sellos discográficos y los artistas, de modo que ¿a quién le interesa quejarse en realidad?».
Lo que supone una forma de afirmar ese grandioso lema estadounidense que viene a decir que cuando el dinero toma la palabra, todo lo demás desaparece («money talks and bullshit walks»). Cuando el derecho moral a ultranza de un titular de derechos por controlar la utilización de un material entra en conflicto con las cuestiones prácticas derivadas de autorizar la capacidad de intercambio y uso cultural de toda una industria, la ley suele responder convirtiendo ese derecho moral en un derecho económico.
En lugar de tener el derecho a especificar quién puede utilizar las obras, uno se limita a ejercer el derecho de cobrar cuando se utilizan.
Ahora bien, teniendo esto en cuenta, podríamos pensar: «¡Dios mío! ¡En la práctica es estalinismo! ¿Por qué un creador pobre no tiene derecho a escoger quién puede utilizar su obra?». Bueno, pues la razón es que los creadores (y, curiosamente, los inversores culturales) son llamativamente reticentes a los nuevos medios de comunicación. Los compositores acusaron de piratería a las compañías discográficas; los sellos discográficos acusaron de piratería a las emisoras de radio; las cadenas de televisión vilipendiaron a las cadenas de televisión por cable por utilizar su señal; las cadenas de televisión por cable se pelearon contra el VCR por el «robo» de grabaciones. El mundo del espectáculo trató de aniquilar a la FM, los mandos a distancia de los televisores (que facilitaban cambiar de canal para huir de los anuncios), las máquinas de discos… y así sucesivamente, hasta remontarnos hasta la Reforma Protestante, que peleaba por establecer quién era quien leía la Biblia.
Como los medios nuevos suelen permitir que los creadores nuevos engendren nuevas formas de material agradables para públicos nuevos, resulta difícil justificar la concesión a los actuales ganadores de la lotería del derecho a veto para la siguiente generación de tecnologías perjudiciales. Sobre todo cuando los ganadores de hoy eran los piratas de antaño. El cambio de las tornas es juego limpio.
De manera que el mejor sistema de gestión de derechos no es el que permite que todo creador autorice cada utilización de su obra caso a caso. Más bien, es el sistema que permite ese tipo de autorización, salvo cuando hay otras modalidades (o ninguna) que tienen sentido. Por ejemplo: en Estados Unidos, que representa la industria de emisiones de radio y de televisión por cable más grande y más lucrativa del mundo, la ley no contempla derechos de compensación para los titulares de derechos por la grabación doméstica de programas de televisión. No existe ningún gravamen para las cintas o discos vírgenes ni para los dispositivos de grabación a cambio del derecho a grabar de la televisión. Es gratis, y es evidente que no ha conseguido aniquilar la televisión estadounidense.
Hay categorías enteras de creación y copia que se incluyen en este ámbito: en el mundo de la moda, por ejemplo, los diseños gozan de una protección ante la ley muy limitada o inexistente. Y los trapos anuales de un diseñador se piratean al instante en las tiendas baratas en cuanto aparecen ante la vista de los más pícaros. ¿Pero tendríamos que proteger la moda como hacemos con la música o con los libros?
Es difícil imaginar por qué, aparte de por una coherencia ridícula: es verdad que todos y cada uno de los diseñadores de moda en auge en este momento que se beneficiarían de una cosa semejante empezarían por imitar a otros diseñadores. Y no hay ningún indicio de que en el mundo de la moda haya déficit de inversión, o de que no consiga atraer a nuevos talentos, o de que el público carezca de diseños nuevos. Establecer derechos exclusivos para los diseñadores de moda tal vez permitiera poner a disposición de los triunfadores sumas de dinero más elevadas, pero esos triunfadores ya crean todos los diseños que pueden, y entonces la diversidad neta de moda disponible en el mundo disminuiría.
Todo es cuestión de equilibrio
Volvamos sobre la pregunta inicial: ¿cómo es un buen sistema de gestión de derechos?
Pues bien, al mismo tiempo tiene que basarse en evidencias y ser equilibrado. Por ejemplo, si los arquitectos exponen la reivindicación de que tienen que poder controlar las fotografías de sus edificios porque, de lo contrario, nadie invertiría en la formación de un arquitecto, sería mejor que buscaran alguna prueba lo bastante convincente para respaldar la afirmación. Por una parte, se da el hecho incontrovertible de que, hoy día, los arquitectos en ciernes gastan mucho dinero en formación y reciclaje profesional sin ninguna garantía.
Por supuesto, es fácil imaginar que en las escuelas de arquitectura se matricularía más gente si diseñar un edificio otorgara algún tipo de derecho de autor sobre su imagen; todo aquel que quisiera fotografiar una vía pública tendría que pagar una tasa por utilizar «tu» edificio». Pero como no hay ninguna prueba de que los cursos de arquitectura estén disminuyendo por falta de alumnos, y dado que el oficio de la arquitectura parece prosperar en todas partes, las evidencias indican que no es preciso otorgar semejantes derechos a los arquitectos.
Eso en lo que tiene que ver con las pruebas, ¿pero qué hay del equilibrio? Bueno, supongamos que mañana el número de arquitectos disminuye radicalmente y nadie logra encontrar a nadie nunca más para hacer los planos de un conservatorio de nueva construcción o de un tejado abuhardillado.
¿Cómo salvaríamos a la arquitectura? Bueno, podríamos conceder a los arquitectos un derecho de autor sobre la imagen de sus edificios y, en esencia, situarlos en el negocio de la recaudación: en lugar de dedicar todo su tiempo a diseñar edificios, ahora dedicarían la mayor parte del tiempo a enviar amenazas legales a sitios como Flickr, Picasa o TwitPic cada vez que algún pobre malnacido subiera una imagen a Internet de los adornos de Navidad del exterior de su piso y, sin darse cuenta, quebrantara el copyright del arquitecto.
Eso seguro que reportaría más dinero a algunos arquitectos (sobre todo a aquellos cuyos edificios están situados cerca de cámaras web públicas; ¡todos los propietarios de alguna tendrían que apoquinar por una autorización!). Pero el coste público sería inmenso. En lugar de considerar ridículo que hubiera unos encargados de la cesta que anduvieran por ahí fastidiando a los turistas por fotografiar edificios públicos (es como si el bombardeo fuera una tarea de precisión que exigiera que los terroristas fotografiaran edificios públicos con detalle antes de entrar en ellos con los explosivos bajo la ropa para hacerse saltar por los aires dentro), tendríamos unos ejércitos descomunales de guardias de seguridad privados que representarían a los descendientes remotos de Christopher Wren y a aquel bastardo desgraciado que diseñó la maldita torre de edificios de la otra punta de mi calle en 1965 más o menos, que fastidiarían a todo aquel que sacara una cámara para tomar una foto del coche que acaba de pasar a toda velocidad delante de ellos, o de sus hijos comiendo plácidamente un helado, o de sus novias embutiéndose un kebab en la andorga después de una noche de diversión.
Google Street View sería imposible. También las instantáneas de las vacaciones. Y la fotografía aficionada. Y las fotos de moda. Y el periodismo gráfico. Y el cine documental.
En esencia, el coste de registrar tu vida tal como la vives, recogiendo los momentos memorables, sería infinito porque tendrías que imaginar cómo ponerte en contacto con los propietarios de miles de licencias de arquitectos poco conocidos o titulares de licencias y adquirirlas. En ese caso, sin duda, los costes superarían con creces los beneficios (y sí, soy absolutamente consciente de que determinados países europeos serían tan estúpidos de conceder a los arquitectos ese derecho; también hay países donde está prohibido que las mujeres conduzcan, donde se talan bosques para que paste el ganado y donde en los anuncios de coches usados aparecen hombres rubicundos con sombrero vaquero gritando a las cámaras. Si en Francia todo el mundo se tirara al vacío desde la Torre Eiffel, ¿lo haríamos también nosotros?).
Por un funcionamiento adecuado del copyright en la red
De modo que una política de gestión de derechos equilibrada y basada en evidencias es aquella que requiere que los creadores demuestren la necesidad de protección, y en la que la protección trata de ofrecer beneficios superiores a los costes que comporta.
¿Cómo se aplicaría esto a Internet? Pensemos en las descargas de música. Según lo que dice la propia industria discográfica, los sistemas de pago por descarga sólo captan una proporción diminuta de la música que se intercambia en la red. Pero la licencia indiscriminada a la que los proveedores de servicios de Internet podrían optar autorizando a sus clientes a descargar y compartir toda la música que les plazca reportaría beneficios perennes a la industria discográfica… sin necesidad de espiar, poner demandas judiciales ni amenazar con desconectarlos de Internet.
Si el precio fuera justo, prácticamente todos los proveedores de servicios de Internet accederían al sistema, puesto que el coste de los dolores de cabeza jurídicos que acompañan al mantenimiento de un servicio sin una de esas licencias sería mucho mas elevado que hacerlo legítimamente. Entonces podríamos centrarnos en que la recaudación y distribución de tasas y el muestreo de descargas de música fueran lo más transparentes posibles, lo que llevaría a las disciplinas de medición del siglo XXI a asegurarse de que se compensa a los artistas de forma justa (en lugar de destinar sumas de dinero inmensas a averiguar a qué admiradores de qué música hay que enviar amenazas legales este mes).
Ahora pensemos en los bombazos de taquilla veraniegos de 300 millones de dólares a través de las interfaces de acceso común: si creemos a los productores de estas cosas, la capacidad actual para poner en marcha producciones deslumbrantes y de alto presupuesto requiere que servicios como los de YouTube sean clausurados (véase , por ejemplo, la demanda de Viacom contra Google por YouTube).
Si es verdad (no soy directivo de cine, quizá sea eso), entonces tenemos que hacernos la pregunta del «equilibrio»: los usuarios de YouTube producen 29 horas de vídeo por minuto y la inmensa mayoría no utiliza fragmentos de cine y televisión, sino que es material de producción independiente que representa más minutos de visión que la televisión. De modo que la demanda de los grandes estudios equivale a lo siguiente: «Tenéis que clausurar el sistema que suministra miles de millones de horas de entretenimiento a cientos de millones de personas para que podamos seguir suministrando unas 20 horas de cine de alto presupuesto cada verano».
A mi juicio, no es una idea muy compleja. Quiero decir, me encanta igual que al tipo de al lado sentarme en una gruta con aire acondicionado para ver a Bruce Willis atizar una paliza con sus propias manos a un avión de combate, pero si tengo que elegir entre eso y todo YouTube… pues lo siento mucho Bruce.
La réplica de la industria cinematográfica que he oído en estos debates es decididamente estrafalaria: citan el hecho de que cuesta muy poco hacer todos esos miles de millones de horas de material de YouTube y, en consecuencia, YouTube es perfectamente capaz de pagar sumas muy pequeñas de dinero por los ingresos por publicidad y, aun así, seguir obteniendo todo ese material de vídeo. Escuchar a un miembro de un sector maldecir a un competidor porque ha encontrado un modo de ofrecer un producto rival que cuesta mucho menos es sencillamente misterioso. Gastar mucho dinero no es ninguna virtud. Cualquiera sabe hacerlo. Gastar sumas de dinero reducidas para hacer algo grande… bueno, eso es magia.
Traducido para Rebelión por Ricardo García Pérez
Fuente: http://www.guardian.co.uk/technology/2010/nov/23/copyright-digital-rights-cory-doctorow