Daniel Chiarenza

La mañana se presentó calurosa y pesada -como con ganas de llover-; yo tenía 16 años, estaba cursando mi 4º año comercial en el Instituto Lomas. Ese día no había clases normales. Debíamos concurrir a las 8 de la mañana a la fiesta anual: «cierre de las actividades de Educación Física».

El lugar: el club El Progreso de Temperley, sitio donde habitualmente hacíamos gimnasia en Alte. Brown casi esquina Cerrito. En nuestras casas, mientras tanto -claro, fueran simpatizantes o contreras- o en la mía, específicamente, se vivía un clima de júbilo.

No era para menos: el retorno del General después de casi 18 años de espera. Cuando lo echó la canalla dictatorial yo estaba en la panza de mi vieja. ¡Mi vieja!, casi sin detectarlo ella me había hecho peronista, porque mi viejo -por la formación de su hogar de sicilianos en Mar del Plata- era más proclive a las ideas izquierdistas, aunque eso no fue impedimento para que hiciera una de las tantas «Marcha del Justicialismo», que tuvo que ir presurosamente a quemar a SADAIC, ante la amenaza de pasarlo por el artículo.

Aquel maravilloso día en que hasta el cielo lloró de alegría, estaba mirando el espectáculo gimnástico de pie, que por lo general lo hacían las chicas con sus pudorosos bombachudos y los pibes, bien entrenados, también participaban. Me limitaba a mirar porque siempre fui un tronco -y gracias a Apolo lo sigo siendo- para esas lides deportivas.

Recuerdo que estaba parado al lado mío un compañero llamado Perales que me preguntó casi silenciosamente: ¿Che, vos sos peronista?, a lo que tímidamente contesté: «¡Claro! ¿Y qué otra cosa podía ser?». Perales me replicó: «yo soy peronista por el ejemplo que me da mi viejo todos los días, que es amigo de Gustavo Rearte».

A esa altura: ¿qué sabía yo que Gustavo Rearte era un héroe de la Resistencia y el fundador de la Juventud Peronista en 1957? La cuestión fue que con Perales nos realimentábamos uno con el otro. Cuando llegó el momento de cantar el Himno Nacional, nosotros dos nos miramos con complicidad y confundidos con las primeras estrofas de Vicente López comenzamos a cantar «Los muchachos peronistas, todos unidos triunfaremos…».

Cuando terminamos aplaudimos muy fuerte y con una sonrisa de oreja a oreja. Pasó el acto, volvimos a casa, francamente, ya llovía. Mi vieja estaba en la casa de la tía Julia (otra peronista de alma), porque tenía un televisor más grande que el nuestro.

¡No podíamos creerlo!. Un avión de Alitalia carreteaba por la pista de Ezeiza y dentro de él venía ¡EL GENERAL!. La visión, tantas veces postergada por los gorilas, era un hecho, nuestro corazón se iba salir por el pecho o por la boca -no sabíamos- pero golpeaba fuertemente. ¡Allí estaba Perón bajando por la escalerita del avión y Rucci protegiéndolo con su ridículo paraguas!. Miré a mi vieja y a mi tía y con lágrimas emocionadas en los ojos gritaban. ¡Volvió, Volvió!.

«Parece mentira -comentó mi vieja- yo pensé que jamás lo iba a ver»…Creo que esta escena se repetía en la inmensa mayoría de las casas. Cada casa era un baluarte defensivo, sin saberlo nuestros hogares se habían convertido en fortines peronistas.

Ante la inminencia del retorno de Perón, la dictadura tomó medidas espectaculares que no se recordaba haberlas tomado antes por nadie. El viernes 17 de noviembre se decretó día no laborable, asueto escolar (como vimos, en algunos casos cumplido parcialmente o escondido con otros actos escolares) y prohibición de cualquier tipo de concentración. Se dispuso que las radios y los servicios públicos recibieran protección policial y se colocaron barricadas en el acceso al aeropuerto de Ezeiza.

Los negocios cerraron sus puertas y las calles vacías en el marco de una lluvia pertinaz hacían parecer a Buenos Aires como una ciudad abandonada. Treinta y cinco mil efectivos del ejército, apoyados por unidades blindadas y de artillería, cercaron el aeropuerto internacional e hicieron imposible la llegada de las muchedumbres que a pesar del mal tiempo intentaron, sin éxito, llegar y filtrarse por distintos lugares.

Apenas un puñado de trescientas personas y mil quinientos representantes de la prensa, seleccionados e identificados, pudieron hacerse presentes en el aeropuerto internacional.

El pueblo argentino, ese día vivió una de las jornadas de mayor expectativa y emoción. Los medios de comunicación, la radio y la televisión, fueron siguiendo paso a paso el acontecer de ese histórico 17 de noviembre. Algo trascendió sin conmover: en la Escuela de Mecánica de la Armada, se había registrado un motín con una víctima fatal. Pero, otra era la noticia.

La televisión enfocó después de tantos años el conocido y sonriente rostro de Perón, que levantó triunfalmente los brazos, protegido de la lluvia por un paraguas abierto por Rucci, inmediatamente después de haber bajado de la escalerilla del avión.

Ya en el interior de las instalaciones del aeropuerto y con el transcurrir de las horas, se transmitió la sensación de que algo pasaba: la televisión reflejó la imagen de una ametralladora manejada por efectivos del ejército apuntando al lugar de la comitiva en donde se encontraba el recién llegado…Hubo verdadera intranquilidad. Los allegados directos de Perón protestaron ante las máximas autoridades militares del aeropuerto.

El Gobierno expresó que se trataba de extremar medidas de seguridad; parecía un secuestro, o una reacción, que se traducía en actos de torpeza, que denunciaban un gesto de impotente y postrer revancha que se tomaban las máximas autoridades del gobierno ante lo que aparecía como su completa derrota en la puja que habían intentado mantener con Perón.

Recién el 18, después de una espera mortificante e inútil, se le permitió a Perón y a sus íntimos abandonar Ezeiza hacia su nueva morada de Gaspar Campos, en Vicente López. Durante todo ese día y subsiguientes, muchedumbres entusiastas se llegaron a ese desconocido barrio de Vicente López para saludar, adherir festivamente, o exaltar al protagonista de un fenómeno histórico.

Los líderes de fuertes perfiles personales, una vez desalojados del poder por la violencia, no vuelven a recuperarlo: la caída es siempre irremisible. O mueren pacífica o violentamente, en su país o en el exilio; se los recuerda con nostalgia o con vituperio, pero no retornan.

Perón no solamente estaba instalado en la sociedad argentina como factor de permanente comparación (se decía, corrientemente, antes o después de Perón), sino que, además de remontar las vicisitudes del ostracismo, logró su regreso, con un consenso abrumador, premonitorio de su inevitable retorno al gobierno.

* Historiador.