Samuel
Quilombo
Frente al resurgimiento de un pensamiento basado en los bienes comunes nos encontramos con una feroz reacción propietaria, del mismo modo en que el poder ha reaccionado durante la crisis con ajustes neoliberales frente al posible desarrollo de alternativas económicas más democráticas. Un buen ejemplo es el Acuerdo Comercial contra la Falsificación, más conocido por sus siglas en inglés, ACTA. Después de tres años de negociaciones, a principios de octubre los países negociadores aprobaron en Tokio un texto casi definitivo del mismo. En principio, sólo quedaron pendientes algunos flecos que no alterarían la sustancia del tratado. La apropiación privativa del conocimiento Con el ACTA los países signatarios aspiran a reforzar el ejercicio de los derechos de propiedad intelectual entre ellos. Las grandes empresas occidentales de la industrias farmacéutica, de la biotecnología, del software o del entretenimiento esperan así limitar los reveses judiciales orientando la regulación a su favor. Su interpretación de lo que constituye una vulneración de dichos derechos es extensiva: se vulnera la propiedad cuando se comparten archivos «protegidos» o cuando un agricultor usa semillas que contienen genes modificados genéticamente sin pagar regalías. Con los bienes inmateriales la propiedad privada se entiende más como una reserva exclusiva de utilidades que como un dominio material absoluto. Hasta la fecha han participado en las negociaciones Australia, Canadá, Japón, la República de Corea, México, Marruecos, Nueva Zelanda, Singapur, Suiza, los Estados Unidos y la Unión Europea. Es decir, en su mayoría países con un cierto grado de desarrollo y productores de bienes y servicios «intensivos en conocimiento». O dicho de otro modo, hablamos de países donde la reorganización de la producción en torno a la valorización económica del conocimiento colectivo afecta a arraigados intereses corporativos. El problema para el capital estriba en que las nuevas formas de organización de la producción no se corresponden todavía con un régimen consolidado de propiedad privada (mediante esos monopolios temporales que son los derechos de propiedad intelectual) que permita obtener una renta a partir de la explotación del trabajo inmaterial. Aunque con los bienes inmateriales la propiedad privada se entienda más como una reserva exclusiva de utilidades que como un dominio material absoluto, al aplicarse al conocimiento (bien público o común por excelencia), se acaba obstaculizando aquello que se supone que quiere fomentar: la creatividad y la innovación. Un acta de expropiación puede acabar convirtiéndose en un acta de defunción.

Las negociaciones del acuerdo se llevaron a cabo en secreto hasta que en mayo de 2008 Wikileaks filtró un documento de trabajo sobre el mismo. El primer borrador oficial no se publicó hasta abril de este año. Buena parte de las críticas se han centrado en la falta de transparencia de las negociaciones y en el arsenal punitivo que se prevé contra los usuarios de contenidos protegidos. Los primeros documentos que circularon introducían elementos como la regla de los tres avisos (three strikes), que obliga a los proveedores de servicios de internet a controlar, filtrar y cortar el acceso a la red a los usuarios que descarguen contenidos objeto de derechos de propiedad intelectual y que actualmente aplican países como Francia. También buscaban consagrar la responsabilidad civil y criminal de los proveedores de servicios por vulneración de los derechos de autor (copyright). E imponían controles en frontera que podían perjudicar a países exportadores de medicamentos genéricos como India. En general, el borrador destacaba por la relativa desprotección del interés público frente a los intereses privados.

Desde entonces la movilización internacional contra el acuerdo no ha dejado de crecer, con multitud de colectivos que convergen en sitios activistas como La Quadrature, Knowledge Ecology International, Act on ACTA (del grupo parlamentario europeo Los Verdes/Alianza Libre Europea) o el blog del abogado canadiense Michael Geist. Philippe Aigrain, uno de los cofundadores de La Quadrature, destaca dos características de estos movimientos pro-común: una es la creciente integración entre actores dispares (quienes están a favor del software libre, quienes fomentan el acceso libre a los medicamentos, los campesinos que se oponen al monopolio propietario de los organismos genéticamente modificados); y otra -esencial- es que no se limitan a una mera resistencia contra la apropiación, sino que participan activamente en la construcción de dichos bienes comunes. Por su parte, y tras haber sido ninguneado en una primera etapa, el Parlamento Europeo se convirtió este año en un campo de batalla político fundamental (el Tratado de Lisboa le otorga más competencias en materia de comercio internacional). Ya en marzo exigió a la Comisión Europea que lo mantuviera informado y que tuviera en cuenta sus resoluciones.

Al final el texto consolidado del acuerdo que anunciaron los principales negociadores hace unos días difiere en no pocos puntos de la versión que se filtró en mayo de 2008, lo que de por sí constituye un éxito de la presión social. En buena medida desaparece de la letra del tratado algunos elementos que en la práctica equivalían a una aplicación a nivel mundial de la legislación estadounidense sobre propiedad intelectual (la Digital Millenium Copyright Act), que va más allá de lo que regula el acervo comunitario europeo. Por ejemplo, se elimina la obligación de los proveedores de servicios de desconectar las conexiones de los infractores, aunque no se descarta que algunos gobiernos así lo decidan. No obstante, tanto la administración de Barack Obama, que parece tener mucha prisa por firmar el acuerdo antes de las elecciones de noviembre, como la Unión Europea, se muestran satisfechos. Y es que aunque no se hayan incorporado las medidas más controvertidas sí que se exige a los Estados parte que prevean procedimientos y sanciones que permitan actuar contra los infractores. Para determinar el monto de daños por infracción a los derechos de propiedad intelectual, las autoridades judiciales podrán considerar «cualquier medida legítima de valor presentada por el titular de derechos» (artículo 2.2.1). Además, el mismo término «piratería» se mantiene en la versión final y aparece con relativa frecuencia a lo largo del documento. Podrán haberse suavizado algunos aspectos de la letra del tratado, pero el espíritu sigue siendo el mismo. La dificultad de lograr un consenso global

El ACTA, al ser un acuerdo plurilateral, está siendo negociado por un grupo reducido de países al margen de la Organización Mundial de Comercio (OMC), aunque se basa en uno de sus principales tratados, el del Acuerdo sobre los Aspectos de los Derechos de Propiedad Intelectual relacionados con el Comercio (ADPIC), que sí se aplica a todos los Estados miembros de dicha organización. El ADPIC es único en el contexto de la OMC, pues en lugar de prohibir restricciones a la circulación (de mercancías, de servicios) impone obligaciones positivas a los gobiernos, incluyendo estándares mínimos de observancia. Un ejemplo más de cómo el «mercado» en el capitalismo es sobre todo una construcción jurídica que precisa de un intervencionismo activo y constante de los Estados. La inclusión del ADPIC en el marco de la OMC al finalizar la Ronda de Uruguay en 1994 fue el resultado de las presiones estadounidenses y europeas, que buscaban ante todo que los países «en vías de desarrollo» aplicaran unas regulaciones en materia de propiedad intelectual más exigentes que las previstas por la Organización Mundial de la Propiedad Intelectual. Su aplicación implica unos costes administrativos y económicos que apenas se compensan: los países que no produzcan bienes y servicios que incorporen tecnologías y conocimientos «protegidos» se ven obligados a pagar elevadas rentas que son transferidas al exterior (básicamente a Estados Unidos y a Europa). Por no hablar de los costes sociales en el ámbito, por ejemplo, de la salud pública. Si estos países acabaron por aceptar fue a cambio de concesiones en materia textil o agrícola y, años más tarde, por la inclusión de flexibilidades en la importación de productos farmacéuticos patentados fabricados al amparo de licencias obligatorias.

Sin embargo, una cosa fue ratificar el ADPIC y otra muy diferente aplicar de manera efectiva los principios que contienen, sobre todo si es en el sentido que pretenden las transnacionales de los países OCDE. Muchos países «en vías de desarrollo» tienen muy pocos incentivos para hacerlo: con la ronda comercial de Doha estancada las posibilidades de obtener contrapartidas en áreas como la agricultura se han evaporado. De ahí que, por un lado, los países ricos hayan tratado de negociar un acuerdo como el ACTA y que, por otro, Estados Unidos y la Unión Europea hayan tratado de incluir capítulos sobre observancia de la propiedad intelectual en las negociaciones de acuerdos bilaterales de libre comercio (como los que ha celebrado la UE con Colombia, Perú y Corea del Sur). Estos acuerdos bilaterales amplían las obligaciones existentes en el ADPIC y crean otras nuevas que no figuran en el acuerdo multilateral. Una tendencia que no gusta a un gobierno que tiene mucho que decir en este tema: el gobierno chino.

Un final aún por escribir

El próximo miércoles 20 de octubre el Parlamento Europeo debatirá el ACTA. El mismo día en que se debate, por cierto, el informe Figueiredo sobre una renta mínima en Europa. En noviembre la asamblea votará una resolución en sesión plenaria. En cualquier caso, esta institución aún deberá dar su visto bueno para que dicho tratado pueda entrar en vigor en la Unión Europea por lo que la acción ciudadana en este espacio continuará siendo importantísima. El Senado mexicano ya ha mostrado su oposición al mismo.

Pero el debate no debería reducirse a la búsqueda de un precario equilibrio entre derechos, entre una noción expansiva de los derechos de propiedad intelectual y los derechos a la intimidad, al acceso al conocimiento o la misma libertad de expresión. Tal vez lo más notable de este conflicto político sea que se haya puesto en discusión el mismo régimen de propiedad, algo que los funcionarios que negocian el acuerdo suelen dar por sentado. Es ese régimen el que sobredetermina el modo de producción y, en última instancia, la posibilidad de democracia. No se trata por tanto de rechazar toda forma de propiedad, sino de configurar nuevos regímenes de propiedad común que permitan la libertad de todos.

http://www.javierortiz.net/voz/samuel/un-acta-de-defuncion