Juan Eduardo Romero

 

Los acontecimientos que se han suscitado en Nuestra América, entre la semana última de septiembre y los inicios del octubre tienen un punto de conexión común: la dinámica de cambios socio-políticos y la implementación de una nueva institucionalidad. Las elecciones del 26 de septiembre en Venezuela, el intento de Golpe de Estado en Ecuador y la 1era vuelta de las elecciones presidenciales en Brasil se encuentran relacionadas sobre la base de la premisa del cambio institucional.

El Consenso de Washington, implementado en toda Latinoamérica desde inicios de la década de los 90, del pasado siglo XX, se tradujo en una reducción drástica del Estado y de la lógica de inversión social. Gobiernos que eliminaron subsidios sociales, abrieron sus economías al sistema-mundo, privatizaron empresas de telecomunicaciones, aeropuertos, puertos, carreteras, industrias básicas, fueron sólo algunos de los actos que identificaron la gestión política de nombres como Menem en Argentina, Color de Mello en Brasil, Carlos Andrés Pérez en Venezuela. El resultado fue el inicio de un ciclo de protesta popular que se inició en Caracas en 1989 y que se extendió, con mayor o menor expresión en toda Latinoamérica, como una expresión de desobediencia social ante estos ajustes que aumentaron la pobreza y la exclusión.

La transición de los modelos de democracia liberal bipartidista, multipartidista o de partido dominante – como en México-  se inició con la aparición de la antipolítica, como una forma de negar la participación exclusivamente a través de los actores políticos tradicionales. El fenómeno de la abstención, de la protesta social con motivos políticos económicos y culturales, se extendió por toda Nuestra América. La sensación de pesimismo dio paso a la inestabilidad política y el agotamiento de los partidos históricos en toda la región.

La transición de finales del siglo XX al XXI, estuvo marcada por el fenómeno Chávez y el inicio de una transformación que sobre la base de la convocatoria a una Asamblea Constituyente permitiera la sustitución, no sólo de los actores políticos, sino de la dinámica de funcionamiento del sistema político. La experiencia venezolana, muy light ideológicamente hablando en sus inicios, se fue vistiendo de un planteamiento de ruptura simbólica que hablaba de protagonismo social, formas de participación y dinamismo político.

Mientras esto sucedía en Venezuela, el contexto regional permitió que el éxito de las movilizaciones sociales fuera emulado en otros países. Lula en Brasil, Kisner en Argentina, Evo en Bolivia, Correa en Ecuador, Ortega en Nicaragua, Tabare en Uruguay es sólo una muestra de ese fenómeno. De alguna manera la izquierda histórica, que había planteado la llegada al poder por la vía de las revoluciones armadas, no había accedido bajo esa plataforma sino que logró su triunfo bajo las reglas institucionales de las democracias burguesas. El debate sobre la aplicación de formas populares de democracia y participación estaba abierto, y esa izquierda policromática – por su diversidad- debió articularse con el reto de la transformación mientras que el estado liberal sigue existiendo. Las contradicciones entre los líderes y sus discursos de inclusión y cambio, con las estructuras institucionales están más presentes que nunca. Aunado a este factor, debe agregarse la incomodidad que geopolíticamente significa este cambio en el juego de poder y las relaciones de EEUU en la región.

Ello se traduce, que Chávez, Evo, Lula, Correa deben subsistir bajo las reglas – y acciones- de la injerencia foránea, a través del financiamiento de organizaciones y actores políticos que procuran la desestabilización o la paralización de los procesos de cambio, pero peor aún, estos gobiernos deben enfrentarse con sus propios monstruos internos. La construcción del modelo socialista en el siglo XXI, se traduce en confrontar la herencia burocrática y ortodoxa de la izquierda histórica que plantea una estrechez del accionar político bajo el control del aparato del partido. Aunado a ello, la pervivencia de prácticas de clientelismo y corrupción golpea y ponen en riesgo lo logrado hasta ahora. Eso tiene su efecto electoral. En el caso venezolano, el desgaste y el desgano de ciertos sectores del Partido Socialista Unido de Venezuela (PSUV), decepcionado por el burocratismo excesivo explica la caída en el caudal electoral entre 2006 (7.300.000 votos) al 2010 (5.400.000). Es una alerta de los sectores excluidos que también se vincula con lo sucedido a la candidata de Lula en Brasil. De alguna manera, los sectores externos, juegan al apoyo y desgaste electoral de los factores populares y cuando no pueden, actúan como lo hicieron en Honduras (2009) y Ecuador recientemente.

De cualquier manera, Nuestra América se encuentra en una coyuntura clave que motoriza el cambio o el retroceso democrático. Lo que está en juego es un retorno de la derecha, con ánimos de revancha o la profundización del cambio radical a través de gobiernos populares de izquierda, que decidan huir del estigma estalinista y ortodoxo de organizar el Estado.

*Historiador

 

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