Juan Carlos Monedero
Desde la muerte de Perón, no le dolía tanto a la Argentina la pérdida de un Presidente. Muy al contrario, habían sacado del palacio de gobierno a algunos de ellos por no cumplirle al pueblo. E incluso a otros que habían gozado de respeto, como Raúl Alfonsín, se los llevó la gloria de la historia a rincones de olvido por una transición rendida al poder de unos militares asesinos y arrogantes.
“Algunos celebran la muerte de Kirchner” – se recuerda en las calles de Buenos Aires-. Y continúan: “Pero están en el Penal de Marcos Paz”. La verdad, no todos. Además de los militares de la dictadura -los que están entre rejas y los que siguen en libertad-, también celebran, recuerda José Pablo Feinmann, el establishment y las clases altas, en un esquema repetido por toda la América Latina. Es curioso cómo, pese a no haber dejado de ganar dinero, las élites tradicionales nunca han soportado que alguien a quien no controlan ocupe el gobierno. No son de fiar. Néstor Kirchner no era confiable para estos sectores. En estos días Argentina está elaborando su censo. Ha trascendido que no pocos inspectores encontraban a esas clases pudientes celebrando con champán la muerte del ex Presidente. Palabra vieja esa de oligarquía. Tan vieja como oportuna. Como también son católicos, el domingo serán perdonados. Un país no cambia en ocho años.
Cuando en 2004 Néstor Kirchner mandó al máximo responsable del Ejército, el teniente general Roberto Bendini, descolgar el retrato de los dictadores Videla y Bignone del Colegio Militar, ese país, que venía de gritar en las calles “Que se vayan todos”, empezó a creerse que algo estaba cambiando. Pero la tarea no podía ser fácil.
La misma debilidad con la que Kirchner llegó al poder le fueron marcando un camino que supo leer. Dejó atrás sus maneras de político tradicional y se sumó al viento de cambio que atravesaba América Latina. Ya conocía a Chávez y a Lula. Algo le fueron contando. Kirchner podía haber mantenido la política de represión de De la Rúa o Duhalde, pero prefirió hacer de los derechos humanos la bandera de su nueva agenda. Los tiempos le atropellaban y él supo hacer de necesidad virtud. Viéndose inicialmente como candidato para 2007, la penúltima traición de Menem lo acercó a la Casa Rosada antes de tiempo (Ménem, miembro también del Partido Justicialista, el favorito del Fondo Monetario Internacional, el que postró al país de rodillas, se retiró de las elecciones con el único fin de desprestigiarlas, permitiendo que en la segunda vuelta fuera electo Kirchner ante la ausencia de contrincante).
Llegó pues al poder sin legitimidad, como un político más, como el mal menor que, en cualquier caso, podía salir del Gobierno por el tejado como su antecesor De la Rúa. No llegaba como la gran solución, como le ocurrió a Chávez en Venezuela o a Lula en Brasil. Muy al contrario. El diario Página 12 recordaba las apreciaciones del propio Kirchner en esos momentos: “Al próximo presidente nadie le va a creer nada por años (…) Cuando anuncie algo lo va a tener que cumplir. Y cuando anuncie otra cosa a las 24 horas, igual nadie le va a creer y también lo va a tener que cumplir. Va a ser como ir a elecciones todas las semanas”.
Cuatro grandes líneas son el legado de Kirchner, un legado insólito que hizo que miles de personas fuera espontáneamente a la Plaza de Mayo a llorar al que fue su Presidente más respetado de la última etapa: la defensa de los derechos humanos (no solamente de los represaliados de la dictadura, sino también de las minorías sexuales), la apuesta por la integración latinoamericana, el comienzo del pago de la deuda social –con la necesaria ruptura con el Fondo Monetario Internacional como condición previa- y la reordenación de las filas peronistas.
Las Madres y las Abuelas de la Plaza de Mayo han dejado constancia de la apuesta de Kirchner por la memoria histórica y el coraje frente a unos militares que seguían agitando los sables (algo que contrasta con la pusilanimidad de España con los crímenes del franquismo). Igualmente, la lucha contra la persistencia de la dictadura atacaba a las élites de la derecha que habían acompasado su gestión económica a los propios procesos dictatoriales. El pago de la deuda social, que tendría sus más amplias repercusiones ya durante el mandato de su pareja sentimental y política, Cristina Fernández de Kirchner, se sustanciaba en la renacionalización del sistema de pensiones y la asignación universal por hijo. Pero para poder hacer esto posible, fue necesario romper con el FMI y la heterodoxia neoliberal del Banco Central (pese a que el primer Ministro de Economía de Kirchner sería Roberto Lavagna, quien había ocupado ese cargo en el gobierno inmediatamente anterior de Duhalde). Y para romper con el FMI –zanjar la deuda y, por tanto, dejar de pagar intereses- era igualmente necesario el apoyo de algunos países, tanto para otorgar músculo financiero como para frenar las acusaciones internacionales que podían volver a poner a Argentina a merced de los ajustes de unos mercados que, cuando se les plantó cara, demostraron no ser tan omnipotentes. El apoyo en ese momento de los Presidentes Chávez y Lula fue esencial para aguantar los ataques y conseguir liquidez, consolidándose unas alianzas determinantes para la marcha del continente.
De hecho, fue en Mar del Plata, en noviembre de 2005, durante la VI Cumbre de las Américas, donde se sepultó la propuesta del Acuerdo de Libre Comercio de las Américas (ALCA) impulsada por los Estados Unidos y que señaló el momento de máximo alejamiento de América Latina del país que siempre había visto el continente sudamericano como su patio trasero. El impulso del MERCOSUR y el apoyo a la incorporación de Venezuela al mismo, junto a la creación en 2008 de la UNASUR (de la cual era Presidente Néstor Kirchner en el momento de su fallecimiento) han marcado un punto de inflexión de la integración latinoamericana frente al esquema tradicional de la OEA, marcada por la influencia norteamericana. El apoyo decidido de Kirchner a estas nuevas alianzas regionales fue esencial, constituyendo esta nueva política exterior argentina un pilar de la independencia del continente (y que explican el luto oficial declarado en varios países de la región o el compromiso de buena parte de los Presidentes latinoamericanos para asistir a los funerales).
En política, siempre te construyen tus enemigos. Los poderes tradicionales argentinos hablaban del “factor K” para descalificar toda la tarea política procedente de los gobiernos de Néstor Kirchner o el posterior de su esposa Cristina. Como ocurriera en Ecuador, cuando se volvió contra el gobierno de Lucio Gutiérrez su pretendida descalificación a los opositores como “forajidos”, el factor K pasó a ser señalado como un motivo de calidad democrática por el “kirchnerismo”. No en vano, la pelea con los medios de comunicación, principal partido de la oposición en Argentina (al igual que en Brasil, Venezuela, Paraguay, Ecuador o Bolivia), se convirtió en la última gran batalla que pudo ver el fallecido Presidente. La ley de servicios de comunicación audiovisual aprobada por el gobierno de Cristina Fernández se cruzaba con la demostración –a falta de decisiones judiciales finales- que presentaban como un robo la apropiación por algunos medios –en especial el diario Clarín– de la principal empresa de papel del país durante la represión de la Junta Militar. Igualmente entraba en escena la amplia sospecha de que dos hijos de la propietaria del diario eran niños robados durante la dictadura después del asesinato de sus madres. Las dictaduras terminan siendo procesos de clase que incorporan todo tipo de robos e iniquidades. Las bolsas, corrieron a titular esos mismo medios de comunicación, celebraron con subidas la muerte de Néstor Kirchner. También serán perdonados por eso.
En el haber del Presidente Kirchner queda la creación de una nueva Corte Suprema independiente que pudo frenar la amenaza de la anterior de dolarizar la economía; queda la apuesta por los derechos humanos, la derogación de las leyes que impedían las extradiciones pedidas por el juez Garzón, la derogación de las leyes de punto final y el juicio a los asesinos y responsables de la dictadura militar; quedan las instituciones de la nueva arquitectura latinoamericana y el impulso personal que le dio a la UNASUR; queda la soberanía del Banco Central; quedan tasas de pobreza y de pobreza extrema reducidas a un tercio de lo que estaban en 2003; quedan unas reservas en divisas tan amplias como liberadas para el uso que decida el gobierno; queda la renegociación de la deuda externa y las nuevas relaciones con el FMI; queda la atención a los jubilados, el incremento del empleo, nuevas prestaciones sociales; queda la ley de matrimonio civil… En un país que en 2001 había entrado en bancarrota material y moral.
También hay sombras, que responden a los problemas propios de países de baja institucionalidad (donde la corrupción y el clientelismo son patrimonio establecido), así como a los problemas siempre pendientes de vivienda, de salud, de desempleo, de educación, de violencia, de matonismo y clientelismo sindical. Pero no se pidan milagros, especialmente los que tuvieron décadas para realizar cambios y sólo se solazaron en la ruina de Argentina. ¿Cuánto tardó un país como España en salir de su franquismo sociológico? ¿Y no es acaso aún cierto que todavía no hemos salido de esa influencia perniciosa? La tradición peronista en Argentina, cierto es, no deja de ser un conejo al que difícilmente se le acierta por lo mucho que se mueve. Pero algo empezó a moverse en el país con la elección del Presidente Kirchner. Le ha faltado tiempo. Caprichos del destino. O quizá sea cierto que tienen influencias esas iglesias que, tan poco cristianamente, han celebrado la muerte del mandatario.
Durante las manifestaciones contra el corralito, esa operación financiera sin maquillaje que le robó los ahorros no ya a las clases populares –como ha sido históricamente- sino también a las clases medias, alguien escribió en una pancarta: “menos realidades y más promesas”. Y seguramente eso es lo que vino a hacer Néstor Kirchner. Porque en ese juego de recuperar la esperanza, el pueblo movilizado se hizo actor político constituyente y apoyó hasta hacerlas reales decisiones políticas que requerían mucho coraje. Toda una juventud que nació con la dictadura, ahora está en la calle, en los institutos, en las universidades, en partidos con voluntades nuevas y viejas, en las fábricas recuperadas y en las que todavía siguen lógicas antiguas, con esa realidad naciente de una América Latina que se está poniendo de pie y que ha aprendido mucho del pasado reciente del continente. Una amplia juventud que se ha podido dar cuenta de que algo cambió con el factor K.
Y por eso, contra lo que digan los medios, el pueblo lo está llorando.