En su último libro, El ascenso de las incertidumbres (Fondo de Cultura Económica), Castel vuelve a graficar el derrumbe de la sociedad salarial, iniciado en la década del setenta, tras la salida del capitalismo industrial. La llamada “gran transformación” que sobrevino en un mundo cada vez más globalizado y que marcó a fuego la “precariedad laboral” y la disolución de “las protecciones sociales”, buque insignia del Estado de Bienestar.
Actualmente, en el contexto de una Europa castigada por la crisis económica y el ajuste, los diagnósticos de Castel cobran más vigor que nunca. Sus descripciones repasan la forma en la que la devaluación del status del trabajador conllevó la degradación de su propia ciudadanía, con la fractura del tejido social y la definición de un “porvenir incierto”.
De todas maneras, el autor despunta algo de optimismo y, más que celebrar el pasado, propone reelaborar el escenario con un renovado -y adaptado a la nueva fase capitalista- compromiso entre “los intereses del capital y los del trabajo”. “La búsqueda de un nuevo compromiso, diferente pero homólogo al del capitalismo industrial, entre una exigencia de competitividad-flexibilidad por el lado de las empresas y una exigencia de protección-seguridad por el lado de los trabajadores, aparece como la articulación que sería necesaria promover para que los trastornos actuales no desemboquen en una salida por la parte inferior de la sociedad salarial, cuyo desenlace sería una remercantilización completa del trabajo”, sintetiza en un párrafo del libro.
De paso por Buenos Aires -invitado por la Facultad de Ciencias Sociales de la UBA y el Centro Franco-Argentino de Altos Estudios- el autor dialogó con Debate sobre algunas de estas cuestiones y delineó su mirada acerca de la difícil coyuntura europea.
En su último libro, usted se concentra en el período que transcurre desde el año 1995 hasta hoy, ¿cómo lo sintetizaría?
Sí, la idea fue seguir trabajando sobre el proceso de transformación de la sociedad contemporánea, con un mayor énfasis puesto en el período que no cubre el trabajo anterior (ndr: su libro La metamorfosis de la cuestión social). Por supuesto, estos últimos quince años son parte de ese proceso de crisis que se inició en la década del setenta. Pero, lamentablemente, vivimos un agravamiento del derrumbe progresivo de la sociedad salarial y los compromisos sociales. El último capítulo, al día de hoy, fue la crisis mundial de 2008. Pero, definitivamente, se corre el riesgo de llegar a un punto peor. A la dinámica del capitalismo financiero se la dejó conducir por sí misma. Es una lógica de especulación salvaje, del lucro por el lucro mismo, comportamiento que expresaron los directivos de los bancos. Esta dinámica sólo fue posible gracias al debilitamiento y la desregulación del derecho laboral y de las protecciones sociales, ambos indispensables para poner un límite a la expansión salvaje del mercado. Karl Polanyi analiza la implantación del capitalismo industrial en Europa occidental, y allí describe muy bien la cuestión de cómo domesticar al mercado y equilibrar el deseo de lucro. En la situación actual, se llega a una mercantilización completa del mundo.
Frente a la crisis, fueron los mercados libres y sin trabas los que requirieron la intervención estatal para salvar sus finanzas, ¿qué opina?
Bueno, es la paradoja. No quisiera hablar mal de la política francesa pero tengo que hacerlo. En un comienzo, el presidente Nicolas Sarkozy criticaba, desde una lógica liberal, los frenos y trabas que se le imponían al libre albedrío del mercado, representado por las diversas garantías laborales. Sin embargo, luego se dio cuenta de lo valioso que puede ser el accionar estatal frente a la crisis. Por suerte -se dijo a sí mismo el presidente- tenemos algo del sistema de derecho laboral y de protección social para amortiguar los efectos nefastos que tuvo la especulación financiera. Francia y otros gobiernos intervinieron para que los bancos y otras entidades no quebraran, pero lo hicieron sin poner énfasis en un posterior control de su funcionamiento. Por esto es que se modificaron ciertas cosas, aunque en el trasfondo todo sigue igual, lo que implica que, en unos años, puede pasar lo mismo. El poder político no se dio cuenta de la real magnitud de la crisis. No cambiaron las cosas de fondo.
¿Es en razón de este panorama que usted retoma el concepto de “la sociedad del riesgo”? ¿Qué implica?
A raíz del proceso de transformaciones que vivimos desde la década del setenta, la sociedad se convierte cada vez más en una sociedad de individuos, en la que se debilitan las regulaciones colectivas (del trabajo estable, el sindicato, los derechos laborales) que dominaban los avatares de la existencia. Entonces, la referencia al riesgo se vuelve omnipresente, las personas se sienten amenazadas por todos lados. Anteriormente, creíamos que el futuro iba a ser mejor; ahora no. El porvenir está abierto. Bueno, en mi opinión no hay que hacer una interpretación catastrófica de lo que va a venir. Habría que descomponer el riesgo en diferentes tipos, por ejemplo, el riesgo a la degradación social, a la delincuencia, al calentamiento global. Una vez diseccionado el riesgo permanente, tratar de resolver cada parte por separado. De lo contrario, se ingresa en una paranoia que lo único que se gana es sumar más miedo. Es decir, el riesgo de la inseguridad social se puede resolver con políticas de empleo. Es cuestión de voluntad política.
¿A qué se refería, cuando afirmó que el presidente Sarkozy es el representante de una “ideología liberal agresiva”?
Tal vez, exageré un poco con la palabra “agresiva”, ya que hay cierta prudencia en la política actual del gobierno francés. Por ejemplo, en lo referido al proyecto para reformar el sistema jubilatorio -que pretende mantener o prolongar la edad legal de jubilación de sesenta años- el Estado trata siempre de negociar con los sindicatos, más allá de que luego vaya, finalmente, a imponer la medida. Las protestas actuales lo demuestran. En definitiva, hay una apariencia de negociación con los sindicatos para tratar de convencerlos de que es necesario este cambio, que, por cierto, es necesario un cambio.
La oposición de izquierda y los sindicatos rechazan la iniciativa de cambio.
Y está totalmente justificado. Sin embargo, el sistema previsional debe ser reformado. El problema es que la propuesta del gobierno le resta consistencia al derecho previsional. Pienso que hay que tener en cuenta las condiciones reales del trabajo, sobre todo ahora, que la esperanza de vida se extendió mucho más. Por ejemplo, si hay gente que trabajó desde muy joven en trabajos muy duros, no sería ilógico que aspiraran a una jubilación a los cincuenta o 55 años. Por el contrario, otra gente que está muy cómoda con su trabajo, que les da satisfacción, podría terminar sí a los 62 o 65 años y no a los sesenta, como indica la ley actual. En síntesis, se generaría cierto equilibrio. Sin embargo, la propuesta de Sarkozy de elevar la edad sin más no parece responder al interés común de la sociedad, y se va a disminuir la protección social que se había logrado en la época en la que los sindicatos eran más fuertes y la izquierda tenía mucho más poder.
¿Oyó las críticas que algunos gobiernos de América Latina realizaron respecto de los duros ajustes practicados en Europa? ¿Qué opina?
Verdaderamente, no soy un especialista en esta región, no estoy muy empapado en las políticas implementadas aquí. Asimismo, vine a la Argentina varias veces, especialmente en 2002, luego de la severa crisis que vivió el país. Desde esa fecha hasta hoy, se observa gratamente una importante mejoría, lo que me hace pensar que hay muchos europeos que deberían aprender del caso argentino, ya que este país vivió situaciones muy duras, como la dictadura o la época del liberalismo salvaje. Pienso que hay una gran parte de argentinos que comprende mejor que los europeos que es necesario un mínimo de protección social para hacer frente a la voracidad del mercado. Hay que hacer que éste sea compatible con ciertos valores y con los derechos de protección de la persona para poder lograr una cohesión social.