Juan Alberto Sánchez Marín
Terrorismo mediático, periodismo pornográfico, información falsa, encuestas tendenciosas, rumores mortíferos, miedos propagados a gritos: Estrategias menores venidas a más en esta lucha sin cuartel, que buscan llenar de abrojos el camino de la revolución en marcha y quieren sembrar de nubarrones el firmamento del país.

Venezuela afronta otra contienda electoral en la que se escogerá una nueva Asamblea Nacional y los representantes ante el Parlamento Latinoamericano. Hay en juego 165 escaños para diputados y 12 para el Parlatino.

Los candidatos partidarios de la causa revolucionaria, que encabeza el presidente Hugo Chávez, están organizados en el Partido Socialista Unido de Venezuela (PSUV). La oposición se sienta en torno a la Mesa de Unidad Democrática (MUD), una mezcolanza de doce partidos que se reconoce por la ausencia de unidad y la escasez de juicios democráticos. Al costado, algunos candidatos independientes, aliados o no de unos o de otros.

No tiene sentido entrar a considerar ahora los logros habidos por el proceso revolucionario venezolano. Se habla de ellos por estos días. Sí puede afirmarse que son inversamente proporcionales a la medida en que han sido desconocidos, rebajados y vilipendiados por la oposición.

 

Breve cuadro de costumbres de la oposición

El acervo discursivo de los líderes opositores, los giros textuales de los candidatos de esa Mesa de Unidad y la estructura mediática en pleno, otra vez, esquivan el plano propositivo y optan por las tácticas manidas de la detracción.

Brillan por su ausencia las propuestas, pero refulge la difamación. Nada nuevo. Las carencias en la capacidad para asumir la realidad del país, diseccionar los contextos, comprender los fenómenos, efectuar la prospección y plantear opciones caracterizan a la oposición venezolana. Una circunstancia que sale a flote en los desafíos que plantean siempre los comicios.

A la oposición venezolana no le han faltado recursos. Estados Unidos, a través de agencias como la USAID y de organismos no gubernamentales, ha financiado en elecciones anteriores y financia ahora una buena parte de sus campañas. Y ha promovido y costeado la realización de actos de sabotaje y otras acciones desestabilizadoras, con miras al derrocamiento de Hugo Chávez. (1)

A la oposición venezolana no le han faltado asesores. Con el poderío económico propio o el recibido de los Estados Unidos, paga a personajes como J. J. Rendón, un venezolano tristemente célebre, que anda por el continente vendiendo sus servicios de intrigante y desprestidigitador.

Ha recibido la asesoría de los cubanos de Miami, un albergue de terroristas, un nido de fascistas resentidos y frustrados, cuyas inútiles recomendaciones la oposición venezolana sigue para bien del gobierno de Hugo Chávez: Lo que no les funcionó nunca en La Habana, tampoco les ha funcionado durante más de una década en Caracas.

A la oposición venezolana no le han faltado ganas. Al contrario, ha ido cantándolas por el mundo, dentro y fuera de Venezuela. Lo ha intentado todo. Desde golpe de estado, hasta paro petrolero. Desde guarimbas, hasta cacerolazos. Desde marchas, hasta retiros espirituales. Desde montajes judiciales, hasta asesinatos. Desde coaliciones con los cardenales de Dios, hasta alianzas con esbirros del diablo.

Los opositores han ido clamando solidaridad por el mundo. Lo han hecho remedando escenarios típicos de las lacrimógenas telenovelas venezolanas, tan esparcidas con tanta saña por el mundo por RCTV, un canal de televisión al que no le fue renovada la concesión para operar la frecuencia estatal. Una espina que los poderosos del país no le perdonan a Chávez.

Cómo hacerlo, si en el unísono universo mediático esa fue una voz que se les fue sin pensarlo, aunque sabiendo bien cómo y por qué. RCTV no fue una onda que se apagó: cambiaron los hablantes. Dejaron de oírse los gritos plañideros de la desheredada que recobró su fortuna liándose con el galán pudiente, para oírse los cantos del pueblo descamisado construyendo su propio horizonte. Algo inaceptable.

Algunos pocos líderes de la oposición han manifestado que reconocerán los resultados de las elecciones. Amanecerá y veremos. De seguro que los resultados serán reconocidos si les son favorables. Y es muy probable que no serán admitidos si no están en concordancia con sus pronósticos ilusorios. Una ecuación de lo más de simple. Un vicio lo más de arraigado.

La oposición venezolana se ufana de que alcanzará la mayoría calificada en estas elecciones. En cifras, 110 votos, las dos terceras partes de la votación. Guarismo que, claro está, también necesita el gobierno para continuar avante y sin mayores tropiezos con el proceso. He ahí el desafío.

 

Lobo feroz para los demonios

Lo que ocurre en Venezuela, claro está, le importa a los propios venezolanos. Muchísimo. Y le importa, y cuánto, a todos los habitantes de la región. Y a los de más allá, allende la mar, los desiertos y hasta la lengua.

No se juega apenas el equilibrio de unas fuerzas, izquierda y derecha, al decir de los analistas, sino algo más: La posibilidad de edificar el futuro por fuera de los círculos de poder egoístas del capitalismo.

El Socialismo del Siglo XXI, tan prolijo en detractores, tiene un carácter simbólico y, en otro nivel, además emblemático. Se trata de un proceso que, más allá de lo ideológico, representa una expectativa para los pobres de la tierra, en un mundo en el que las fuerzas económicas mundiales se concentran en aumentar cada vez más la brecha entre los que todo lo tienen y los que no poseen nada.

Un modelo fatal, que se origina en los centros de poder, donde se lleva a alturas desquiciadas, y se reproduce en la periferia de manera progresiva y sistemática.

El mecanismo es sencillo: El poderío corporativo y empresarial coopta al Estado y lo convierte en un instrumento: fuerte con los débiles, aplasta con su aparato represivo cualquier resistencia de los de abajo contra el «orden» capitalista; servil con los poderosos que lo manejan a distancia, desde las empresas nacionales y las agencias imperiales.

Estados nocivos que proporcionan una pátina de legitimidad democrática a las cacicadas impuestas desde esas instancias: privatizaciones desaforadas, megaproyectos de desarrollo que desplazan y acaban con la vida de comunidades enteras, pueblos originarios exterminados por el tramposo engranaje neoliberal, planes de «ajuste» estructural que condenan a la marginación a dos tercios de la sociedad.

El consumo embelesa a todos, la educación los estandariza y dispone para la absorción, los medios los embaucan, el sueño de la libertad los hace a la vez cautivos del engranaje y el inconforme, gracias al 11-S, es anulado bajo el estigma de terrorista.

El pecado de Venezuela, como lo ha sido el de Cuba a lo largo de tantos años, como el de cualquier lugar que le muestre al mundo que otra clase de sociedad, que otras formas de producción, de convivencia y de relaciones son posibles, carece de nombre.

No se trata de corrientes filosóficas o de convicciones, ni siquiera de principios. Es, simplemente, paranoia. El mayor riesgo que ofrece el proceso que se adelanta en Venezuela es el altísimo grado de cielos que abre para cualquiera que alguna vez alce los ojos hacia arriba y mire.

Una experiencia que puede no ser útil como modelo para ningún país. Pero que constituye un paradigma excepcional a la hora de darle cuerpo a la esperanza de que otro mundo es posible. No es el eslogan. Es un nuevo mundo. Más vasto que el pisado una vez por Colón, porque lo comprende a cabalidad, y muchas veces más habitado que todo el orbe de aquellos tiempos, porque suma más de mil millones de personas.

Más los cien millones en la indigencia absoluta. Más cerca de dos mil millones medio pobres. Más quién sabe cuántos otros cientos que son paupérrimos y ni siquiera lo malician.

Son los pobres de la Tierra toda. El planeta que tan azul se ve desde el cielo, tan dorado y lleno de oportunidades desde las alturas de Forbes, tan negro desde el verde mismo de los cinco continentes.

Venezuela es espejo para mirarnos. Y el efecto espejo permite vernos en los harapos y la desnudez. Y ver la inopia social que nos rodea, hace y deshace pensamientos. Sólo saberla es subversivo. El que piensa pierde: hay que suprimirlo porque en realidad gana. La reflexión y la conciencia son buenas consejeras para el que las asume. No pueden serlo para el que somete.

Las variantes se hacen entonces limitadas: la ignorancia es transmitida y el oscurantismo dirigido. Los ejemplos de ruptura de los patrones son malmirados, arrinconados, embestidos, borrados del mapa. A los líderes de tales experiencias les espera otro tanto: si el sistema imperante no puede penarlos con el anonimato, les signa con el desprestigio. Si no, elemental, los mata.

La democracia, que por principio no le sirve a los ricos, ni a sus corporaciones, ni a sus gobiernos, se vuelve de papel, para que sea cómoda. En Estados Unidos, en Chile, en Perú, en Colombia, en donde sea. Si es cierta, o si pretende serlo, no aprovecha. Hay que acomodarla, alterarla, poner la maquinaria al servicio de los intereses particulares, los de los buenos.

Por eso Venezuela es tan peligrosa y por lo mismo hay tanto en juego en estas elecciones legislativas. Me equivoqué cuando afirmé que son otras elecciones. Nunca son unos sufragios más. Siempre son: “Las elecciones”. Cada justa es única. La elección que se pierde, o que no se gana por lo necesario, que es lo mismo, es una puerta abierta a la oligarquía y por lo tanto un socavón para la construcción en marcha.

Los líderes de la oposición, los pudientes, quienes a pesar de 11 años de revolución siguen siendo los dueños de buena parte del país, cómo no, están al tanto. Quieren recuperar lo poco perdido o no perder nada de lo mucho que tienen. Les asusta que muchos tengan algo y que el estado empiece a pagar una deuda social que ellos mismos condujeron a términos malditos. Y hay que entenderlos. La voracidad capitalista es algo que carece de límites, en Venezuela o la Cochinchina.

 

La barbarie al medio

Por desgracia, ese afán inhumano y sin tregua del capital es algo que buena parte de los pueblos no tienen en cuenta. Por gracia de la manipulación mediática, de la considerable capacidad de desinformación de los medios de comunicación masivos, de su alarmante potencial para generar criterios a su beneficio o para intervenir a su antojo sobre la opinión pública.

Y porque siguen estando en manos de los de siempre, son los mismos y haciendo lo mismo. Los propios medios que engañan a voz en cuello cuando sostienen que el gobierno venezolano tiene el monopolio de los medios, o que lo aumenta, o que los constriñe.

Igual que afuera unas pocas y cada vez más poderosas agencias informativas controlan lo que ve y lee el mundo, adentro de Venezuela, en la televisión, la radio, la prensa y la Internet, la pelea en la generación de mensajes y en los porcentajes de flujos informativos es de tigre con burro amarrado. Este último, desde luego, es el gobierno.

Los yerros del gobierno, que los hay, tienen eco a lo largo y ancho de la región, del continente, y circulan de inmediato, lo mismo en Bogotá que en Madrid. El tropezón resuena, el balbuceo se amplifica. Los aciertos, de la dimensión que sean, no se mencionan. Se esquivan. Los corresponsales en Caracas saben cómo hacer su trabajo y por algo están allí. La noticia se fabrica, la cizaña se edulcora y esparce.

Algunas experiencias mediáticas importantes, estatales, sociales, comunitarias, procuran hacerle frente al ambiente adverso. No sólo son palabras solas en medio del torbellino, sino que son saboteadas, boicoteadas, excluidas.

Terrorismo mediático, periodismo pornográfico, información falsa, encuestas tendenciosas, rumores mortíferos, miedos a gritos: estrategias menores venidas a más en esta lucha sin cuartel, que buscan llenar de abrojos el camino de la revolución en marcha y quieren sembrar de nubarrones el firmamento del país.

Nicolás Gómez Dávila, un escritor y filósofo colombiano, que creía que los horrores políticos devienen de errores teológicos, no sin cierto sarcasmo de la vida aquí traído a colación (Colacho, le decían los amigos), tiene este infalible escolio: “El tonto halla desierto todo lugar noble en que se introduzca” (2).

Hace buena falta discernir con claridad el sitio en el que los venezolanos están parados (y el momento que cruzan).

La disyuntiva es evidente: o lo vemos noble con los ojos propios, o le creemos que no lo es al ojo mediatizado que así nos lo indica con abrumadora y sospechosa insistencia.

Ninguna dádiva mana de arriba, ni de los poderosos ni por la gracia de los dioses. Ni viene aviso alguno ni indicación admisible.

Un voto, unos votos, que marcan la diferencia y siguen haciendo el camino, provienen de lo que los propios pueblos determinan.

De los habitantes de los cerros de Caracas, pero también de los de las calles polvorientas de San Juan de los Morros o de los de los vientos fríos de San Rafael de Mucuchíes; de los de los planicies llaneras, de los de los pastizales de Portuguesa o Barinas, pero también de los de las costas de Zulia, Lara o Falcón; de los de las zonas selváticas de Amazonas o La Guayana, pero también de los cualquier otro rincón del país.

La emancipación que ahora se conquista en la República Bolivariana de Venezuela es esperanza que paso a paso avanza más allá, adonde quiera que la libertad esté en riesgo. Ahora bien, no más una cuestión: ¿En qué lugar de la tierra no lo está? ¿En cuál esquina de qué gran urbe o qué pequeña ciudad, aunque no abra la boca, no hay ya mismo un esclavo clamándola?

 

* Juan Alberto Sánchez Marín es periodista y realizador audiovisual colombiano.

http://juanalbertosm.blogspot.com

NOTAS:

(1) “Injerencia de USAID en las Elecciones en Venezuela”, por Eva Golinger, en Centro de Alerta para la Defensa de los Pueblos. Ver: http://centrodealerta.org/noticias/injerencia_de_usaid_en_las_.html

(2) Escolios a un texto emplícito (Tomo II). Nicolás Gómez Dávila. Nueva Biblioteca Colombiana de Cultura, PROCULTURA. Bogotá, 1986.