los salones del Parlamento Europeo, que “Colombia es una gran fosa común”,
porque en ese hermoso país, lleno de gente trabajadora y bullanguera, se han
destruido los mejores sueños de varias generaciones y esparcideo por sus sanas y
montañas, mares y ríos, los cuerpos millones de hombres, mujeres, niños y
niñas, en medios de una sucesión de conflictos armados que nacieron de la
confrontación entre las necrofílicas oligarquías liberales y conservadoras por
controlar el Estado, su riqueza y la explotación de su gente y que hoy continua,
como sueño, sobrevivencia y tragedia, en la lucha de los trabajadores,
campesinos, indígenas, afrodescendientes y demás sectores oprimidos y explotados
de Colombia.
Y es una fosa común porque hace mucho tiempo, desde las mismas guerras por la
Independencia que libraron Nariño, Camilo Torres, Córdova y porque no, el mismo
traidor Francisco de Paula Santander, los cementerios nunca cumplieron su
función de albergar los cuerpos caídos en medio del campo de batalla y en los
caminos de su fuga hacia otra batalla, desprovistos de cruces, tumbas, urnas y
mucho más, un rezo para desearle paz en su descanso eterno.
En estas guerras, los registros de difuntos mienten porque solo constan los que
pasan por los hospitales y las iglesias pero se pierden los que se llevan las
fieras, los que se tragan los ríos, los despedazados por sierras, los que se
extinguen en los hornos crematorios o las panzas de los cocodrilos de las
lagunas de las haciendas de los asesinos y quedan sin rastros, sin nombres, sin
familia, sin registro, sin cementerios ni cruces, ni urnas, ni placas ni
nombres.
En la Macarena, en el Meta, allí mismito donde dicen cayó abatido el comandante
Jorge Briceño, legendario jefe Jefe de Bloque Oriental e integrante del
Secretariado de las FARC-EP, apenas dibujado por promontorios de tierras y una
pequeña señal, están los silentes testimonio de los NN, de los desaparecidos,
de los “falsos positivos”, es decir, los que no tienen nombre, ni rostros, ni
familia, ni edades, ni causas de muertes ni razones de vida, ni procedencia, ni
sueños, ni urnas, ni lápidas ni rezos, pero apenas es una pequeña muestra de la
tragedia de un pueblo destinado por sus amos a ser el teatro absurdo de la
degollina, del exterminio, de la sin razón.
Los europeos que oyeron la dramática denuncia de Piedad Córdoba los saben,
porque lo vivieron en carne propia durante casi toda su historia de intolerancia
y guerra de propietarios libradas por propietarios y sufridas por sus esclavos,
siervos y obreros, porque ese continente se construyó con ladrillos de muerte y
vigas de sufrimientos, que fueron tantas, que se hartaron de vivirlas y
sufrirlas, hasta que los propietarios se convencieron que ya no era negocio
hacerla sino disfrutar los beneficios de fabricar los medios para hacerla y
ejecutarla bien lejos de sus mansiones, contratando a extranjeros y a los
suyos que le sobran para mantener la rentabilidad de sus negocios en todo el
planeta. Por ello convinieron en aceptar repartirse la ganancia en Davos,
Bildelberg, Walls Street, Tel Aviv y Riad, renunciando a dirimir sus
diferencias crematísticas a punta de cañonazos y bayonetas, que convertían las
trincheras en interminables y sinuosas fosas colectivas y, que de tanto muerte
terminaban por porcentuar los números, redondear las cifras, aproximar totales
y, finalmente, declarar el número de los que estaban muertos, después de contar
los sobrevivientes, aunque estos siguieran viviendo la pesadilla de la guerra
con otros nombres, otras miradas, otros rostros y sin ningún sueño.
Por eso cuando en Colombia hay quien llama a la “Paz de los Sepulcros”,
blandiendo sus fusiles prestados, rodeados de sus invisibles asesores de
exterminio, pidiéndole a los sobrevivientes de esta tragedia que olviden sus
muertos, sus fosas, sus tumbas, sus tierras, sus casas, sus sueños y, sobre
todo, su dignidad, seguramente habrán millones de sobrevivientes y de hijos de
esos muertos, que le responderá, que lo que les queda de vida no les pertenece,
que los sueños son sus maravillosas pesadillas y que prefieren vivir su
alucinante utopia, esperando el cambio de los tiempos, que aceptar la Paz de
las Fosas, porque tienen el derecho a soñar con la vida y la felicidad por la
que se han sacrificado millones de sus gentes.
Si, Piedad tiene razón: Colombia seguirá siendo una gran fosa común mientras la
canalla siga pensando que sus crímenes quedaran impunes y que podrá vivir
tranquila rodeado de sus sangrientos verdugos y sepultureros.
yoelpmarcano@yahoo.com