Rafael Agacino
Compañeros que llevan adelante una iniciativa de prensa independiente en Concepción, Resumen” ( www.rsumen.cl ), me solicitaron hace unos días respondiera a la siguiente pregunta: “¿Qué tan independiente es Chile hoy?” Esta y sus respuestas están comprendidas en un esfuerzo por reunir y difundir opiniones alternativas frente a la abrumadora maquinaria ideológica que ha puesto en marcha el bloque en el poder, que además en esta coyuntura histórica, cuenta a este respecto con la anuencia de fuerzas supuestamente críticas, pero que añoran ser reconocidas como parte de la República y sus instituciones. Intento en lo que sigue ensayar una respuesta que satisfaga la intención mencionada y contribuya a develar las sutiles trampas de la iconografía de la dominación.

En primer lugar tiene sentido preguntarse ¿quiénes somos ese «nosotros» implícito en la pregunta? En el siglo XIX habitaron este «trozo colonial», por arriba, la oligarquía criolla -mezcla de rentistas, capitalistas del comercio, del transporte y la extracción, y la burocracia religiosa y cívico-militar- y por abajo, el artesanado, el peonaje, y pueblos indígenas aún en franca resistencia e insumisos. El proceso de independencia, sabemos, no fue una obra de ese «nosotros» sino solo de una fracción de los de arriba, por más que segmentos populares e indígenas constituyeran una fuerza social de apoyo imprescindible. De los de abajo, muchos ni siquiera comprendieron el significado de la ruptura y otros tantos aprovecharon el desenlace para pasar a otra fase de la larga guerra contra el invasor.

Sabemos que aquí la independencia fue impulsada y organizada por los de arriba, que a diferencia de Haití o de otros territorios como la Gran Colombia o la mayor de las Antillas, la presencia «política» de los dominados fue subordinada, que su contenido descolonizador y popular, siempre subalterno, fue utilizado por una reconfigurada clase dominante para sus propios fines. En efecto, los colonialistas ahora devenidos «independentistas», «patriotas», «chilenos», tuvieron que hacer lo que toda elite de poder debe hacer para constituirse y legitimarse: proveerse de una identidad política-ideológica, de una iconografía, de una institucionalidad y de normas, todas condiciones necesarias para inventar, sobre un territorio originariamente robado, una nación, un Estado y un país a su imagen y semejanza. Y este invento histórico, como antes la conquista y la colonización, se fundó en un acto de fuerza, fuerza ejercida ahora contra los realistas y sus aliados pero sobre todo contra los de abajo, fueran éstos los integrados al nuevo modelo de acumulación (los explotados), o bien, los «extranjeros internos”, los pueblos indígenas resistentes (los oprimidos). Por ello, este invento acaecido en la periferia de la economía mundial, nació doblemente fracturado: el «nosotros» incluía en calidad de explotados a las masas trabajadoras destinadas a generar excedentes (primera fractura), y excluía, en calidad de oprimidos aunque no explotados, a los que había que desplazar o exterminar para continuar la ocupación y apropiación de tierras y demás recursos (segunda fractura). Estas fracturas serán el trasfondo estructural de la lucha de clases entre capital y trabajo y entre opresor y oprimido que recorrerá toda la historia de este invento llamado Chile. Toda la política, todas las estrategias y todas las tácticas, de los de arriba y de los de abajo, tendrán ese telón de fondo; desde el lejano pasado hasta este mismo instante cuando, en el norte, 33 mineros, enterrados a más de 700 metros, sufren la impudicia del capital y en el sur, 32 presos políticos mapuche, enfrentan esa misma impudicia del mismo capital, apelando al dramático recurso de la huelga de hambre.

 

En segundo lugar, debemos insistir en que el proceso de consolidación del capitalismo chileno ha requerido disciplinar social e ideológicamente a los explotados incluidos y a los oprimidos excluidos. La estrategia de disciplinamiento social y económico combinó garrote e imposición de la escasez. Las leyes contra el bandolerismo y el vagabundaje para forzar al trabajo asalariado, las guerras de pacificación para someter, desplazar y «liberar» tierras y recursos, y las múltiples formas de represión, dejaron una estela de lodo y sangre, fue la huella del capital obligando a grandes masas a emplearse para hacerse de las mercancías para vivir, y a otras, al éxodo hacia las profundidades o hacia los bordes del territorio para sobrevivir a la constitución de la Patria, de la República. El disciplinamiento ideológico, buscando legitimidad y consentimiento, apeló al nacionalismo y al racismo. Al nacionalismo, porque se afanó por absorber lo popular en el «ser chileno», ora enalteciendo la imagen del «roto», el valiente y aguerrido defensor de la patria, ora apelando a la «chusma» cuando éstos, los incluidos súper explotados, maduraban en conciencia de clase. Y al racismo que, luego de la «pacificación», se transformaría lentamente en el sutil expediente que hasta hoy hace iguales a empleado y patrón frente «los otros», los «indios», la masa excedente del territorio a la cual hay que negar. A estos, los «extranjeros del interior», sólo les queda el sometimiento, el silencio, la ausencia como pueblo, como cultura, como nación.

No son de extrañar entonces los ce-hache-í-ele-é, las banderas chilenas en el fondo del socavón, la valentía «del chileno», alentada y difundida por toda la prensa del poder, mientras el silencio, la negación, se reservan para las vidas que hora a hora continúan consumiéndose en las celdas de las chilenas cárceles del sur. Solo las franjas más conscientes de los explotados y los oprimidos, solo los espíritus más sensibles, los luchadores a toda prueba, han sacado la voz denunciando la trampa ideológica y el cerco informativo del poder, un poder que ha colonizado nuestras mentes con su Patria y su «Raza».

Y en tercer lugar, no está demás recordar que la clase dominante reconfigurada al ritmo de la independencia, por más que apelara al nacionalismo frente a las masas, no asumió nunca un carácter «nacional» con intereses estructuralmente opuestos al orden mundial. Por el contrario, desde siempre ligó su ideología e intereses al centro. Y que no nos llamen a confusión las múltiples contradicciones fraccionales que la han acompañado, pues desde carreristas y o´higginistas a neoliberales y republicanos, pasando por liberales y conservadores, éstas se relacionaron más con las vicisitudes del propio centro metropolitano que con la emergencia de proyectos genuinamente «nacionales» con propósitos contrapuestos al capital mundial. La economía chilena, desde el boom del trigo, del guano, del salitre, del cobre, o de los recursos naturales no cupríferos de nuestros días, así como la propia «sociedad chilena», ha sido en general una sociedad extravertida y dependiente. Por ello en el origen de la independencia, la disputa entre pro yanquis y pro ingleses; por ello ahora, después de casi un siglo de hegemonía estadounidense, la recolonización del territorio y sus riquezas por el imperialismo europeo y en particular por el español. Casi pudiera decirse, rememorando a Luis Vitale, que las clases dominantes inventaron Chile para venderlo, que inventaron este artificio jurídico-político, este Estado, para expropiar a los originarios y para explotar a los trabajadores haciéndolos titulares de una supuesta ciudadanía reconocida por ese truco llamado Chile que hoy cumple doscientos años.

 

Así las cosas, la independencia ha sido, por una parte, un largo proceso de apropiación y expropiación de las fuentes de riqueza de los originarios, y por otra, de apropiación y expoliación del talento productivo de los nacidos y criados como fuerza de trabajo. Se trata de una independencia del capital, de una independencia cuyo lado oscuro ha sido y es la sistemática y creciente guerra contra la autonomía, soberanía, y libertad sustantivas de los oprimidos y explotados, valores que reconocidos episódicamente en las constituciones y leyes, se niegan diariamente en las prácticas vitales. El capital ha construido su matrix patriótica, racista y capitalista y se dispone triunfante a celebrar su cumple siglo. Es tarea nuestra, al menos en esta vuelta, aguarle la fiesta; ya habrá ocasión para enfrentarle en toda la línea y disputarle radicalmente el presente y el futuro. Por ello entonces, nada que celebrar, mucho que organizar.

Rafael Agacino, Investigador Plataforma Nexos