Jorge Giles
Cada vez que el monopolio mediático, a través de sus voceros periodísticos y políticos, propone que “hablemos de la violencia de los años setenta” es porque, tras esa cobertura, pretenden ocultar que vienen perdiendo la batalla cultural del presente y el futuro. Se empeñan con tender trampas hacia atrás, para que giremos el cuerpo y la mirada hacia el pasado y detengamos de ese modo, el paso hacia adelante que venimos dando como sociedad.
Lo que en verdad procuran es que nadie discuta el componente civil de la dictadura. Resultaría posible, incluso, que “entreguen” Papel Prensa a cambio de que nadie cuestione el poder atrás del trono genocida y la democracia amordazada que vino después.
La primera estación de ese vano intento es hacernos discutir nuevamente la “teoría de los dos demonios” en versión remozada por el Grupo A, bajo la batuta del señor Héctor Magnetto.
No habría que aceptar el convite en los términos con que intentan discutir nuestros dolores colectivos.
Esa generación diezmada de la que formamos parte muchos de no- sotros no es la que está en el banquillo de los acusados, sino sus verdugos. Hoy, el pasado que nos involucró y protagonizamos se ganó, a fuerza de verdad y memoria, la categoría de juicio oral y público. Si los heraldos del Estado terrorista tienen nuevas o viejas pruebas que aportar, bienvenidos sean al estrado judicial.
Ahora, si de hablar de la vida se trata, hablemos claramente. Porque esta vez se debe y se puede. Y porque además, si hay que interpelar a alguien o a muchos, es a quienes nos gobernaron hasta el inicio mismo de este proyecto gobernante.
La historia de la impunidad tiene un antes y un después del 25 de mayo de 2003.
La pregunta a hacerse es ¿por qué no se pudo con los anteriores gobiernos y ahora sí se puede? En la respuesta están los responsables de una época de silencios, así como el valor de quienes ejercieron la voluntad de liberar todas las voces.
Que no nos corran con la vaina los que antes portaban el látigo de los represores o les daban letra para justificar que los cuadros de los genocidas sigan colgados en las paredes del Estado.
Esa larvada manía de meternos miedo colectivamente ha sido nuevamente exhumada por los poderosos. Azuzan con un tiempo donde los atormentados, los exiliados, los muertos y los desaparecidos fueron puestos por el pueblo. Y donde el tormento de la picana eléctrica era manejado a su antojo por los señores de los campos de concentración, dueños de nuestras vidas y nuestras muertes, de nuestra hacienda y nuestros hijos.
Quisieron destruir entonces un modelo de país donde la redistribución de la riqueza era en porciones más o menos iguales entre trabajadores y empresarios. No lo podían admitir así, tan brutalmente. Derrotadas las organizaciones armadas, utilizaron la excusa del “combate a la subversión” y la subversión era un pueblo entero, a la intemperie y desprotegido. Y ya que estaban, en operaciones con total impunidad, se dedicaron al saqueo a la mayor escala que a cada genocida le fue posible.
El cabo se quedó con una motocicleta. El sargento con un automóvil. El político cómplice con un depósito de muebles y algunas hectáreas de buen terreno. El coronel robó y llevó a su casa a un bebé rubio y otro morocho. El general, el almirante y el brigadier compartieron una empresa de gran porte, propia de caza mayor. Hubo un plan sistemático. Nada se hizo al voleo en tiempos de la dictadura. Salvo las capturas de algunos hombres y mujeres que por su aspecto físico eran tragados en las largas noches iluminadas sólo por los faros de los Falcon verdes.
Aquella generación osó romper el orden social establecido. Y ese fue su gran pecado.
El estudiante debía ir a la escuela sólo para estudiar lo que caía verticalmente del dictado de clases. La mujer debía estar en la casa sólo para cocinar y servir a sus hijos y su marido. El laburante, cumplir con el ciclo de reproducción del sistema que le mandaba el patrón. Y nada más.
Por tempraneros, por apresurados, por impericia, por ignorancia, por lo que sea, los jóvenes pecadores cometieron errores. Pero no fue por los errores que los masacraron, sino por querer cambiar la vida.
Y es el ciclo de la vida el que hoy debemos discutir y defender con la unidad latinoamericana, la Asignación Universal por Hijo, la Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual.
Hoy es posible armarnos de esos temas porque hay un gobierno que vino a reparar lo que quedó trunco para el pueblo y su belleza malherida. Tamaña autoridad moral alcanza y sobra para que una nueva generación tome la posta del futuro del que hablamos al comienzo. Por cada libro o editorial infame, escritos por infames que el monopolio promociona, respondamos por ejemplo, con el Programa Nacional “Pro Huerta” que llevan adelante la ministra Alicia Kirchner y el Inta. Contemos que la Argentina capacita a técnicos haitianos para la autoproducción de alimentos, compartiendo con el pueblo de Haití una política solidaria, de inclusión social, que ya dio el salto de una etapa de asistencia alimentaria a otra donde participan tres millones y medio de personas, garantizando así la seguridad y la soberanía alimentaria. Es a Pro Huerta contra quien disparan cuando atacan el modelo de desarrollo. Es al Fútbol para Todos y la Asignación Universal y las computadoras para los pibes a los que atacan cuando quieren hacernos discutir un pasado salpicado por la sangre que ayudaron a derramar.
Este presente es el que está configurando los próximos noventa años del siglo XXI. Por eso lo quieren desmembrar, para poder tirar abajo ya no las viejas utopías ametralladas en los basurales o arrojadas al mar, sino los sueños que renacen con estos pibes que hoy toman los colegios por conciencia de sí y para sí, por un sentido de pertenencia con “su” escuela, no la del ministro Esteban Bullrich.“Estamos orgullosos de ellos”, dicen los padres de Flores y nos queremos sumar desde acá.
Los pueblos no saben de odios ni revanchas. Los miserables, sí. Sólo por eso hay que estar atentos.