Xavier Padilla

Si suponemos la existencia de un Dios, no podremos evitar ver a sus criaturas como niños. Pero luego: ¿cómo no recordar que los niños son criaturas que necesitan de los cuidados de sus padres, de la atención y de la protección de sus progenitores?

He aquí cómo opera una psicología humana basada en la creencia de la existencia de Dios: los seres humanos siempre somos niños y nos sentimos como tales, actuamos como seres dependientes de los cuidados, la atención, la bondad de un ser superior a nosotros, y sobre todo de su autoridad sobre nosotros.

La no existencia de un Dios progenitor equivale a orfandad, y no hay nada más terrible para un niño, como sabemos, que carecer de sus padres. De ahí que psicológicamente los individuos, en cuanto que ignorantes objetivos de sus orígenes, tiendan a creer instintivamente en la existencia de Dios. Es una necesidad vital para ellos en tanto que seres vivos, pero de naturaleza psicológica. Y obviamente, dicha creencia constituye un deseo más que un conocimiento, o que una certitud.

Pero el ser humano es muy pragmático, y termina por decirse a sí mismo: » a falta de toda certitud, mejor una creencia»; o bien: «en lugar de nada, mejor algo».

Los esfuerzos intelectuales del filósofo, los experimentales del científico, a pesar de sus descubrimientos y logros útiles, pero relativos, no absolutos, son relegados a un segundo plano en la psique del huérfano circunstancial; pierden competitividad frente a la oferta de las religiones, las cuales garantizan, como el mejor de los vendedores, poseer la verdad absoluta, definitiva.

El ser humano, ante la finitud de su existencia, o lo que es igual, frente a la inminencia de su mortalidad incondicional, opta por tal oferta, la cual le es presentada como el antídoto total. Presentación, por cierto, que no viene sola, sino con la insuperable pomposidad característica de los templos, no con la aburrida desnudez de los argumentos. El producto es invariablemente presentado con todos los accesorios de una puesta en escena grandilocuente, al punto que parece consubstancial a ella.

Se precisan grandes construcciones, enormes edificios que intimiden a los sentidos, que les inspiren protección, seguridad y autoridad, aunque también miedo y obediencia.

Para asegurar la efectividad de sus promesas, la oferta religiosa no olvida señalar la observación de ritos tan inviolables como encantadores, que secuestran cotidianamente al individuo en rutinas físicas y lo distraen de toda reflexión racional independiente.

La ley de demanda, progenitora de la oferta…

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