Aparentemente, la respuesta gozaba de la contundencia necesaria como para que los mercados no sólo se aplacasen sino para que revirtieran su tendencia y en donde antes veían riesgos de impago ahora percibieran salud financiera a borbotones. Y es que, de repente, las reticencias europeas al rescate de Grecia se habían transformado en un ambicioso plan de rescate global en el que la Unión Europea comprometía 500.000 millones de euros, el 5,5% de su PIB, y el Fondo Monetario Internacional añadía 250.000 millones de euros más.
Todo ello se acompañaba, además, de un sorprendente anuncio por parte del Banco Central Europeo. El guardián de la ortodoxia monetarista europea y fiel escudero de Alemania en su lucha obsesiva contra la inflación hacía saltar por los aires su tan cacareada independencia y anunciaba que a través del eurosistema se intervendría en los mercados de bonos soberanos para aliviar las tensiones de liquidez presentes en los mismos, es decir, que pasaba a financiar directamente a los Estados miembros.
De esta forma, los líderes europeos rechazaban cualquier aproximación gradual al problema especulativo y ponían sobre la mesa toda la carnaza de la que eran capaces y que desde los mercados se les demandaba. El banquete estaba servido.
Evidentemente, los mercados financieros reaccionaron como se esperaba de ellos: los índices bursátiles se dispararon, el euro frenó su tendencia a la depreciación frente al dólar y los agentes comenzaron a vender los bonos soberanos de Alemania, Francia u Holanda para pasar a comprar los de los cuatro “cerditos” (Grecia, España, Irlanda, Portugal) contra los que, hasta el viernes anterior, se dedicaban a especular.
Y es ahora, cuando la euforia de los mercados se ha aplacado e, incluso, comienza a revertirse cuando conviene hacerse algunas preguntas para saber hasta qué punto realmente este fondo viene a resolver la crisis del euro o si, por el contrario, no es más que un carísimo parche dorado que deja de lado la esencia de los problemas. Problemas que volverán a resurgir en cuanto los tiburones perciban que la propuesta tiene más de farol que de red de seguridad operativa para un euro que lleva semanas en la cuerda floja.
De entrada, lo que debe quedar bien claro es que los ataques especulativos contra la deuda soberana de las economías periféricas de la eurozona no hacen sino replicar los que en tiempos de las monedas nacionales hubieran tenido lugar sobre las mismas forzándolas a su devaluación. Es decir, si el euro se creó para generar un entorno de estabilidad monetaria y financiera está visto que su diseño era manifiestamente ineficiente: no bastaba con crear una moneda única, había que replicar a nivel supranacional el mismo tipo de instituciones económicas que han otorgado durante decenios viabilidad a los Estados nacionales, esto es, también era necesaria una hacienda pública europea potente.
Ante esta situación, lo que han hecho los gobiernos europeos ha sido, en un contexto en el que el ajuste externo por la vía de la devaluación es inviable, convertirse ellos mismos en el brazo ejecutor de los mercados financieros y reclamar ajustes adicionales sobre las economías que se encontraban en su punto de mira. Y, así, al plan de ajuste griego viene a sumarse la obligación impuesta sobre España y Portugal para que aumenten sus esfuerzos de consolidación fiscal; eso sí, eufemísticamente reflejada en el documento oficial en términos de una decisión unilateral de estos países a la que se le da la bienvenida y apoya.
Con ello los gobiernos europeos ratifican la percepción de los mercados de que los desajustes de estas economías son realmente preocupantes y, por tanto, que su comportamiento especulativo contra las mismas es acertado. De hecho, baste recordar que, por ejemplo, la deuda exterior neta de España supera ya el 92% de su PIB, es decir, más de un billón de euros.
Pero, además, al incluir al Fondo Monetario Internacional en el acuerdo se ha permutado su ayuda financiera por una cesión de soberanía difícilmente asumible en el seno del área económica que trataba de convertir al euro en alternativa al dólar como divisa clave a nivel internacional. Y es que los Estados miembros que aspiren a estas vías de financiación deberán someter sus economías a severos planes de ajuste que estarán diseñados y supervisados por el FMI a través de sus programas de condicionalidad.
De esta forma, los líderes europeos han abierto la puerta a que en el mismo núcleo del euro sea una institución dominada por Estados Unidos la que supervise las finanzas públicas de algunos Estados miembros. ¡Qué gran altura de miras!
La resultante es, por tanto, un acuerdo que en lugar de reforzar la relevancia política de la Unión Monetaria, la socava; que en lugar de solventar los problemas que subyacen en la crisis del euro, los perpetúa; y que en lugar de aliviar el coste social de la crisis para las economías más debilitadas, la profundiza entregándolas en bandeja al Fondo Monetario Internacional. Ya se encargará éste de hacer el trabajo sucio que, en la Europa de los mercaderes, aún les da cierto pudor acometer.
Alberto Montero es profesor de Economía Aplicada de la Universidad de Málaga y vicepresidente de la Fundación CEPS.