Raimundo Santurio
Es preciso que no se confunda al intelectual con la clásica noción de sabio. Que no se crea que el intelectual duplica al característico filósofo de la Grecia ática; aquel que inicio la obsesión por el conocimiento en Occidente y al que Nietzsche, con unos cuantos epígrafes y aforismos, con profundidad disolvente desmereció. Que no se cometa la impostura de suponer que el intelectual siempre ha sido, lo es y lo será. Que no se incurra impunemente en “petición de principios” cuando toque justificar su actual pertinencia histórica. Que no se cante loas a su sobresaliente inteligencia y clarividencia. Que no se rinda pleitesía a los edictos de su sapiencia y ejemplar accionar.

Porque en verdad, eso que la brevedad pública de la modernidad ha llamado intelectual y que concurrentemente ha convertido en homenaje a quien así sea rotulado, es en rigor una aparición un tanto reciente, un invento devenido presuroso ante las improntas de la expansión de la sociedad del intercambio capitalista. El intelectual, el hombre del conocimiento, como trataremos de argumentar, es tan solo un fenómeno provisorio, un transitorio resquicio antropomórfico desde donde el poder, generado por las estrategias que favorecen al capital, se viste de saber y verdad. Un ligero accidente de un tiempo en transito de extinguirse

La muerte del intelectual.

La afanosa y arrolladora llegada de las nuevas tecnologías comunicacionales y el diseño prolijo de un dominio informativo en donde la velocidad de conexión es cercana a lo instantáneo, la distancia allanada en lo simultaneo y la capacidad de información tendiente a lo inconmensurable, ha estado condicionando una nueva realidad en el domino social, siempre en dinámica constitución, en la que el contenido cognitivo, significante y afectivo tienden a una ubicuidad sin precedentes. Por artilugio de estas últimas tecnologías de la comunicación, el saber se ha espaciado por doquier bajo la formula de la difusión abierta, siendo que aquellas locaciones tradicionalmente circunscritas a la individualidad del intelectual están dejando de tener ese rasgo privado de amurallada territorialidad para copar los más inéditos espacios del socius actual.

Sin estremecimientos, debemos admitir, por ejemplo, que Internet arremete como ningún otro artificio de la historia en contra de la preeminencia del sujeto del conocimiento, presentándonos un universo informativo cada vez más impersonal y atiborrado, capaz tendencialmente de borrar la tiranía del conocimiento profesoral y discrecional y el sujeto que lo sostiene. Sí la imprenta de Gutenberg le confirió al libro una energética multiplicadora que acentuaba la importancia del autor y le confería elevada jerarquía, la prodigalidad de la red, la vertiginosa descarga de contenidos a la que esta conlleva, desagrega rotundamente la noción de autor en la abundancia misma y tiende a convertirlo en una opacidad solo tentada por la desoladora nostalgia. A pesar de los intentos de los poderes mundiales y de sus mecanismos inmunológicos para apoderarse y re-apropiarse de los intangibles espacios de la red, con mucho, y muy a pesar de ello, de todo se encuentra allí, en una deriva galáctica repleta de significaciones, simbolismos, afectos y conocimientos que no ameritan de la coherencia de un cuerpo de verdades sujetas al nombre de algún intelectual. Solo lógica cognitiva de lo singular

La profusión inaudita y a raudales de todo tipo de saberes y pareceres en la red, en conjunción con una precipitada fragmentación de estos, no solo ha democratizado el acceso a una disimilitud fantástica de conocimientos, sino que echa por la borda toda la mitología del hombre moderno como sujeto generador de verdades sistemáticas y privadas, ya sea en la persona del intelectual o del especialista. Cada vez con mayor fuerza se observa en la red la inanidad de estos propietarios en tanto que el coto privado que sostenían sobre el saber, bajo la égida fraudulenta del autor, ahora se desliza mas allá de sus señoríos y puede ser captado como objeto de apropiación por los usuarios en forma de variadas presentaciones en la que la singularidad no cesa de acontecer y multiplicarse; ya sea, por ejemplo, en breves ideas esenciales pero sugerentes que se localizan en las miríadas de opiniones vertidas; ya sea en aforismos anónimos e ingrávidos que revolotean en el intercambio informativo; ya sea en frases sueltas liberadas del autor que resuenan definitivas y expectantes y cuya fuerza emotiva esta en constante descubrimiento; ya sea como cuerpos de escindidas significaciones que gravitan como los moradores del Cinturón de Asteroides, constantemente colisionando, obligándose al rutinario cambio de curso, y a la creación de nuevas orbitas y mayores cuerpos estelares; ya sea como sobrevenidos eslóganes que acontecen sintetizando innovadoras luchas de liberación; ya sea como detritus de implosionadas ideologías que encuentran un uso inédito y de mayor eficacia práctica; ya como tráfico de saber en la conexión interpersonal; ya incluso, aunque cada vez menos, para satisfacer las grandes y sistemáticas edificaciones del saber, etc.

Así, todo en la red atenta contra el intelectual y sus sucedáneos, y contra el perfil acabado que la modernidad les concedió. Al punto que su más estimado tesoro como lo es el libro, no cesa de aparecer vulnerable a los embates de la multiplicidad informativa de la red, dígase por su inclusión clandestina o licita en los recovecos de esta, haciendo crujir la completitud del sujeto y el nombre propio a él asociado y por supuesto su vinculación mercantil, dígase por el creciente plagio que de sus partes se hacen y que no tiene antídoto eficaz, dígase por que ya fastidia al usuario común esa tradicional continuidad rígida y encofrada, solo apta para iniciados. Etc.

Por otra parte es de resaltar como argumento contra la institución del intelectual, que una de las facultades mas celebradas y admiradas como lo es la erudición, la acumulación de conocimientos, es ralentizada continuamente por las nuevas tecnologías al constituir la red, a través de sus variadas páginas diferenciadas, un reservorio notable e ilimitado de memoria versátil capaz de sustituir el saber acaparado del sujeto del conocimiento y hacerlo casi inmediatamente accesible. Del mismo modo el manejo y uso de los distintos idiomas (Que garantizaba al intelectual su pretendida universalidad y siempre fue aderezo insustituible para encumbrarse y darle prestancia a sus asertos) ya no es asunto que tipifique exclusivamente la elevación del intelectual, porque dentro de la red casi todo tiende a ser expuesto en diversos idiomas y porque cada vez es mas cómodo el uso de programas de traducción. Incluso el expediente de la redacción y el estilo, esta dejando de ser un asunto de fortalezas personales, virtuosismo o mero talento, circunstancia que pasmosamente se observa a través de la aparición de herramientas virtuales que materialmente permiten desplazar toda limitación al respecto, concediendo un manejo resueltamente amigable del lenguaje y sus inherentes reglas.

La red es un no-territorio altamente hostil para el cultivo del hombre del conocimiento, antes bien esta se nos presenta como un universo en la que el Yo sobreinstituido siempre pierde el equilibrio y se disgrega en el flujo cognitivo y sin propietarios del incorpóreo territorio reticular. Asiento este en la que la división del trabajo tiende a no ser fértil porque cada vez es mas evidente que en este universo intangible tal distinción no es pertinente, favoreciendo una condición liberadora capaz de unificar al trabajo (Cada día son mayores el numero de maquinarias automatizadas u dependientes de esta nueva forma de trabajo que tiende a lo universal).

En la red tampoco hay las premuras para la imposición del reputado consenso del que tanto ameritaba el intelectual de la modernidad. Ello porque su naturaleza profusa y abierta descarga todas las confrontaciones y ponen en tensión la paz necesaria de los acuerdos posibles, permitiendo, no la existencia de opuestos dialécticos que pertenecen al ámbito racional de la caduca modernidad, ni las confrontaciones lógicas o epistemológicas, sino la presencia de singularidades que exponen en conjunto un universo plural irreductible y de riqueza extrema, permanentemente en disposición de conceder el milagro de la multiplicidad in situ. La soñada condición de la síntesis consensual de Kant provocadora de la metafísica y trascendental unidad del Yo o de la llegada teleológica del espíritu absoluto de Hegel como punto culminante de la historicidad, encuentran en la red un oponente demoledor al rescatar esta los derechos del presuroso devenir, del mutante discurrir de eventos, en la que siempre estará presente la ofrenda de una nueva región por conquistar y el inmenso vitalismo que su descubrimiento puede dar fe. (No es que se afirme que desaparece la institución del YO o del sujeto saturado de individualidad, más bien decimos que la red es un espacio inédito que logra desagregar y deconstruir la preeminencia del individuo amurallado y la lógica mezquina que lo define, al arrebatarle los limites y umbrales que rutinariamente lo protegía en el espacio circunscrito de la modernidad. Desde luego que la red también los defiende al decretarse nuevas privacidades, en formas de páginas Web o de Blogs, pero hasta ahora suelen sucumbir ante los embates de la multiplicidad que allí es fértil.)

Pero también la red tiene consecuencias inesperadas en el mundo de la producción capitalista y en el tipo de intercambio que esta supone. Uno de los efectos más próximos al mundo del intelectual y que resulta de clara constatación se encuentra vinculado al declive sostenido del mismo negocio editorial, la tendencia a la baja del espectáculo del intelectual y la desvalorización de la llamada intercambiabilidad económica del saber. Un numero importante de editoriales en el mundo solo sobreviven a duras penas y otras solo persisten en su afán a propósito de ayudas oficiales. Cientos de periódicos a nivel mundial han depuesto su importancia tanto económica como política, trayéndole tal situación terribles consecuencias que atentan contra su existencia y contra el legado de la que eran subsidiarias. Todo ello es un mal augurio para los intelectuales y un signo trágico de un destino que ya se avizora. El intelectual también como negocio parece no tener futuro.