Las imágenes de Atenas que vimos ayer eran imágenes de guerra civil. No es exagerado afirmarlo: incluso los enfrentamientos se cobraron víctimas (eran, por supuesto civiles, por supuesto también, trabajadores). Columnas de humo de los incendios y de las bombas lacrimógenas de la policía, jóvenes enmascarados hartos de no tener ningún futuro, ancianos indignados por la brutal rebaja de sus ya exiguas pensiones, una población que apenas contiene su ira frente al latrocinio abierto de su propio gobierno y de los mercados financieros. La vieja clase obrera fordista y el nuevo proletariado precario se encontraban ayer en la calle protestando contra el plan de austeridad terrorista impuesto por el Fondo Monetario Internacional y las instituciones europeas para evitar la bancarrota de Grecia. Contra las medidas ultraliberales impuestas a un gobierno elegido con un programa socialdemócrata. El chantaje es evidente: o se aceptan las medidas o el país entra en bancarrota y recesión con consecuencias gravísimas e imprevisibles. La democracia deja así de existir y el país se encuentra sometido a un protectorado económico.
Otros países esperan el ataque de los «mercados financieros». La plena dimensión de estos ataques sólo se comprende cuando se recuerda que los propios agentes del mercado financiero que crean «desconfianza» rebajando la calificación de la deuda son los que después especulan sobre la posible bancarrota que ellos mismos provocan. El mercado se ha convertido en el castillo de las 120 jornadas de Sodoma del marqués de Sade: la escenificación de la omnipotencia de unos cuantos perversos sobre los cuerpos de las víctimas llevados al límite mismo de la muerte, de una muerte infinitamente prolongada. Imagen de impotencia que los «medios de comunicación» transmiten y difunden por doquier. No se puede hacer nada, nos dicen, frente al dictamen de los mercados, como si la actuación de los mercados respondiera a leyes naturales y no a las correlaciones de fuerza políticas de una sociedad de clases. Algunos responsables financieros tienen la sádica coherencia de decírnoslo: “Hay lucha de clases, de acuerdo, pero es mi clase, la de los ricos, la que está haciendo la guerra, y estamos ganando” (Warren Buffet, citado por The New York Times, 26 de noviembre de 2006). El coste de esa victoria es enorme: una regresión social sin límites, la apropiación de los servicios públicos por el sector privado, una explotación de la fuerza de trabajo sin límites en el tiempo (jubilaciones cada vez más tardías) ni en la intensidad (sueldos cada vez más bajos y precarios frente a un incremento cada vez mayor de la productividad del trabajo social).
Las propias circunstancias de la muerte de los tres trabajadores bancarios cuyas vidas se cobró ayer la batalla de Atenas son ilustración del desmeurado despotismo patronal que sólo puede ilustrar la imagen del castillo de Sade. La prensa (que se afirma libre) nos dice que fueron víctimas del humo de un incendio provocado por un cóctel molotof en la oficina bancaria de Egnatia-Marfin donde trabajaban. Lo que nos ocultan es que su chulesco patrón -como afirma el comunicado del sindicato griego de la banca OTOE- había cerrado las puertas, que el local no disponía de medios antiincendio y que la salida de emergencia estaba cerrada con cerrojo. Quienes se salvaron tuvieron que subir a los pisos superiores y saltar por las ventanas o bien huir por las azoteas. Esto no excusa la criminal estupidez de echar un cóctel molotof en un sitio donde hay gente, pero la responsabilidad de lo acontecido pesa también como mínimo sobre el patrón que los encerró en la agencia.
La guerra del capitalismo contra las poblaciones es una guerra no declarada, pero no por ello menos despiadada. Se trata de imponer por todos los medios, pero sobre todo por los financieros, la extracción de renta, la sustracción de riqueza en favor de quienes controlan el capital, la privatización de lo común. La era del capitalismo productivo llegó a su término. En este momento la producción corre a cargo de la inteligencia y de la cooperación colectiva. El capital tiene que procurar ponerla a su servicio, como ya hiciera con los esclavos de las plantaciones o los trabajadores de las fábricas. Para ello necesita otros medios adaptados a la nueva configuración del trabajador: un sistema de extracción de riqueza social ágil y discreto, un sistema que pueda robar directamente la riqueza socialmente producida y, al mismo tiempo, disimular el robo. Este sistema de extracción de riqueza y expropiación de los comunes son los mercados financieros. Hoy ya es tarde para defender el capital productivo: ambos términos son hoy contradictorios. Lo único que nos queda es, como en Grecia, defendernos del capital en general, pues esa es la única manera de liberar espacio para los comunes, para el comunismo. Sólo así podrán tener algún sentido la democracia y la libertad. A quienes todavía sueñan con «refundar el capitalismo» hay que recordarles que el capitalismo se fundó mediante una expropiación masiva de los trabajadores y que esa fundación vuelve a realizarse en cada crisis de la misma manera, con idéntica violencia.