Llamemos al “rescate griego” por su nombre: un programa de rescate de activos en situación de riesgo de banqueros alemanes y de otros países europeos, así como de especuladores de todo el mundo. El dinero procede de otros Estados (principalmente del Tesoro alemán, con el consiguiente recorte del gasto interno en este país), los cuales han abierto una especie de cuenta corriente para que el Estado griego pueda pagar a los tenedores de bonos del país que los habían comprado a precios de saldo durante las últimas semanas. Éstos habrán hecho el negocio de su vida; y de igual modo se forrarán los compradores de cientos de miles de millones de dólares en títulos de cobertura por riesgos crediticios contra los bonos del Estado griego, así como los especuladores y los distintos jugadores del capitalismo de casino que hayan contratado seguros contra otros bonos europeos. (A su vez, quienes tengan que abonar estos seguros por riesgos crediticios van a necesitar que alguien les rescate, y así sucesivamente).
Esta ganancia inesperada va a salir del bolsillo de los contribuyentes (a la larga, de los ciudadanos griegos, y básicamente de los trabajadores griegos, puesto que los más ricos disfrutan de una fiscalidad muy favorable), que van a tener que devolver el préstamo otorgado por los Estados europeos, el Fondo Monetario Internacional (FMI) y el Tesoro estadounidense en punto a mitigar los efectos del sistema financiero depredador. El pago a los tenedores de bonos se está utilizando como excusa para recortar drásticamente los servicios públicos, las pensiones de jubilación y otros gastos del Estado griego. Sin duda constituirá un modelo a seguir para otros países que querrán imponer medidas similares de ajusto económica, a la vista del crecimiento de los déficits públicos que van de mal en peor por la disminución de la recaudación fiscal sobre un sector financiero que se ha enriquecido gracias a que la economía basura se ha trocado en política pública internacional. De modo que los banqueros apenas van a ver truncadas sus expectativas de ganancias para este año. Y para cuando el sistema entre quiebra ellos ya habrán invertido su dinero en activos seguros.
Los «lobistas» de la banca ya saben que el juego financiero ha llegado a su fin. Ahora están jugando a corto plazo. El objetivo del sector financiero es conseguir la mayor cantidad posible del dinero procedente del rescate y salir corriendo, con unos beneficios anuales lo suficientemente grandes como para poder exhibirlos de modo arrogante ante el resto de la sociedad cuando haya que empezar de cero nuevamente. Que se gaste menos en programas sociales significará que habrá más recursos disponibles para el rescate de los bancos, los cuales tienen deudas carentes de garantías que crecen exponencialmente y de las que jamás podrán hacerse cargo. Es inevitable que en una situación de quiebra bancaria los préstamos y las deudas acaben figurando en los libros contables como impagados.
Los trabajadores griegos aún no son tan pesimistas como para dejar de luchar. Su lucha permite esperar que el pueblo ejerza algún control sobre el Estado (algo que son incapaces de entender sus homónimos estadounidenses). Si los trabajadores –el demos– flaquean en su espíritu combativo, el poder público acabará permitiendo que sean los prestamistas extranjeros los que, por defecto, dicten la política pública a seguir. Y cuanto más se satisfagan los intereses de los banqueros más endeudada va a acabar la economía. Sus beneficios provienen de los sacrificios y la austeridad del propio país. Los recursos previstos para las pensiones de jubilación y para el gasto social estatal de Grecia van a servir ahora para reponer fondos en los bancos de capital alemanes y de otros países europeos.
Esta forma de entender el mundo ya había tenido su expresión en la periferia europea más septentrional, en la que se ha aplicado el tipo de masoquismo fiscal que los bancos desearían ver en Grecia. Si reconocieran lo que de veras les ocurrió, los Estados bálticos estarían a la vez celosos y resentidos al ver cómo Grecia trata de salvar su economía, comparado con la situación que ellos vivieron de completa incapacidad para plantar cara a las arrogantes demandas de los países acreedores. “Visto desde el extremo más oriental de la Unión Europea, la senda de austeridad a la que se dirige Grecia nos suena a algo familiar”, escribe Nina Kolyako. “Durante al menos dos años los Estados bálticos de Lituania, Letonia y Estonia han recurrido reiteradamente a la aplicación de medidas draconianas, recortando severamente el gasto público y aumentando los impuestos para tratar de salir del agujero por sí mismos. El primer ministro lituano Andrius Kubilius ha declarado en una reciente entrevista a la agencia AFP: ‘Hemos aprendido de dolor, dificultad y eficacia la lección de que hay que prestar mucha atención a la situación fiscal de un país. Comprendimos muy bien que la vía de la consolidación fiscal era la única posible si queríamos sobrevivir’”.
Al caer en un clásico síndrome de Estocolmo (literalmente, en este caso, en relación con los bancos suecos), el gobierno lituano se apretó el cinturón de un modo tan brutal que provocó que su Producto Interior Bruto disminuyera un 17 por ciento. Letonia sufrió una caída parecida. Los bálticos han recortado salvajemente el empleo y los salarios del sector público para acabar hundiéndose en la pobreza en vez de conseguir acercarse a los niveles de prosperidad de la Europa occidental (y a una fiscalidad progresiva que promoviera una clase media) que les prometieron cuando se independizaron de Rusia en 1991.
Cuando el Parlamento letón impuso medidas de ajuste en diciembre de 2008, las protestas populares de enero hicieron caer al gobierno (al igual que ocurriera en Islandia). Pero el resultado fue simplemente el de un nuevo “régimen de ocupación” neoliberal que actuó al dictado de intereses bancarios extranjeros. De modo que lo que se va extendiendo es una “guerra social” a escala global; no es la guerra de clases imaginada en el siglo XIX, sino una guerra del sector financiero contra economías enteras, contra la industria, contra los bienes raíces y los Estados, y sobre todo contra los trabajadores. Está ocurriendo al ritmo lento en el que suelen producirse las grandes transiciones históricas. Pero, al igual que ocurre en los conflictos bélicos, cada batalla se nos aparece como algo que se desarrolla a un ritmo frenético y en la que las embestidas salvajes provocan fluctuaciones rápidas y desconcertantes en las bolsas de todo el mundo y en los tipos de cambio monetarios.
Todas éstas son noticias realmente buenas para los que negocian valores por vía telemática. En estos días en los que los mercados financieros han sido zarandeados en todas direcciones por las enormes oleadas de crédito generadas por las tormentas generalizadas en un planeta financieramente sobrecalentado, en promedio los valores y las obligaciones sólo se han mantenido unos pocos segundos en las mismas manos.
Lo que sigue: la distopía económica
La crisis griega muestra cuánto ha cambiado la “idea de Europa” desde que en 1957 seis de sus miembros crearan la Comunidad Económica Europea (CEE). A instancias de Estados Unidos, Gran Bretaña y Escandinavia se creó la Asociación Europea de Libre Comercio (EFTA), supuestamente rival de la CEE. Recuérdese que la principal promesa del proyecto europeo –al menos antes de Maastricht y Lisboa– era la de conseguir que los trabajadores alcanzaran la prosperidad de la clase media; nada que ver con la imposición actual de programas de ajuste propios del FMI que han devastado a los países del Tercer Mundo. El mensaje lanzado a los países endeudados está claro: “Moríos”. Y, con el fin de apuntalar el Consenso de Washington –la guerra de clases del sector financiero contra los trabajadores y la industria–, estos países obedientemente se suicidan económicamente.
Se está transfiriendo el poder político, social, fiscal y económico al aparato burocrático de la Unión Europea y a sus controladores financieros del Banco Central Europeo (BCE), así como al FMI, cuyos planes de ajuste estructural contra los trabajadores abocan a los gobiernos a liquidar el dominio público, la riqueza del suelo y del subsuelo y las empresas públicas, y a comprometerse a aplicar futuros gravámenes que permitan saldar las deudas contraídas con los países acreedores. Desde el otoño de 2008, ya se ha impuesto esta política en la “nueva Europa” (las economías postsoviéticas e Islandia). Ahora se va a exigir su aplicación en Portugal, Irlanda, Italia, Gracia y España. ¡Que a nadie le extrañe si surgen protestas por doquier!
Para aquellos observadores que no prestaron suficiente atención a lo ocurrido en Islandia y Letonia el pasado año, es bueno que sepan que Grecia es el nuevo y más importante campo de batalla de nuestros días. Islandia y los países bálticos al menos tienen la opción de redenominar los créditos en su propia moneda, realizar los apuntes de sus deudas exteriores según su criterio y gravar fiscalmente la propiedad para recuperar para el Estado los beneficios que se les habían prometido a los banqueros extranjeros. Pero Grecia está encerrada en la unión monetaria europea, la cual está gobernada por cargos financieros no elegidos mediante voto popular y que han invertido el significado histórico de la democracia. En lugar de que el sector económico más importante –el financiero– esté sujeto a la política electoralmente legitimada, los bancos centrales (los «lobistas» nombrados por los banqueros comerciales y de inversión) se han independizado de los controles políticos.
Los más derechistas de Europa y Estados Unidos (como el presidente de la Reserva Federal, Ben Bernanke) llaman a esto un “hito de la democracia”. Más bien se trata de un jalón de la oligarquía, que ha conseguido eliminar el control sobre la asignación del crédito en la economía –y, en el mismo viaje, la capacidad de planificación pública futura–, a la vez que ha otorgado a las grandes finanzas un poder determinante sobre los programas de gasto público.
Islandia, Letonia y Grecia constituyen las primeras salvas de aviso en el proyecto de involución del gran programa de reforma democrática del siglo XIX y de la Era Progresista: fiscalidad sobre la tierra y sobre la “revalorización sin esfuerzo alguno por parte del propietario” de los beneficios procedentes de los bienes raíces, los bonos y la renta variable, así como la subordinación del sector financiero a las necesidades de un crecimiento económico gobernado democráticamente. Esta doctrina tuvo su continuación en la etapa posterior a 1945, con una la fiscalidad progresiva que permitió ver los mayores incrementos del nivel de vida y de la actividad económica en todo el siglo XX. Pero desde 1980 la mayoría de países han modificado radicalmente su senda fiscal. Los recaudadores fiscales “liberaron” los ingresos de sus obligaciones públicas a partir de la idea de que así se facilitaría que los bancos concedieran más créditos, lo que a su vez permitiría aumentar la liquidez para facilitar la adquisición de propiedades.
Las casas, los edificios de oficinas y las empresas tienen un valor ligado a la disposición de los bancos a prestar dinero. De modo que las gentes en general (y los salteadores empresariales en particular) han reaccionado a la política de revisión fiscal pro financiera solicitando créditos para comprar casas (y empresas), a menudo yendo más allá de sus posibilidades. Y para pagar la deuda pública resultante del incremento de la inflación y de la ruina financiera que han causado los recortes en los impuestos sobre el patrimonio, la solución ha consistido en aumentar la presión fiscal sobre los trabajadores. Ésta es la causa de la deuda pública de los países. Los Estados se han endeudado como resultado de disminuir las cargar impositivas sobre los más ricos, no sólo sobre los bienes inmuebles.
Al haber seguido la misma línea de los países occidentales de rebajar la fiscalidad sobre el patrimonio y de aumentar la carga sobre los trabajadores durante los últimos decenios, el gobierno griego no puede o no quiere aumentar los impuestos a los ricos, ni siquiera a los profesionales liberales acomodados. Pero los neoliberales acusan al Estado griego y a los demás países deudores de no haber vendido suficientes empresas y suelo públicos para cubrir las deudas. La deducción de impuestos sobre los intereses ha hecho que las privatizaciones realizadas a crédito estén exentas de tributación, de modo que los Estados perderán el derecho a las compensaciones que recibían por el uso de sus bienes (a la vez que los ciudadanos pagarán “peajes” más caros para acceder a los servicios públicos).
Al igual que ha hecho el gobierno de Estados Unidos, los griegos han emitido bonos para financiar el déficit resultante de estas rebajas fiscales. Los compradores de los bonos (principalmente bancos alemanes) exigen que los trabajadores griegos (y ahora también los contribuyentes alemanes) paguen de sus bolsillos los déficits originados por los recortes impositivos. El resultado es que los bancos, y demás tenedores de bonos, alemanes y de otros países europeos cobrarán lo que se les debe a costa de la aplicación de drásticos recortes en las pensiones y en los gastos sociales (e incluso mediante una mayor privatización de bienes públicos, malvendidos éstos a unos precios subordinados a una necesidad acuciante).
Las protestas callejeras ocurridas en Grecia han estallado porque los trabajadores han entendido algo que va más allá de la percepción de cierto periodismo que trata el asunto como una confrontación episódica. Los salarios reales hace tiempo que han disminuido (en Estados Unidos se frenaron en seco alrededor de 1979). El acceso de muchos ciudadanos a la propiedad inmobiliaria sólo ha sido posible mediante la aceptación de créditos hipotecarios vitalicios. Y las economías postsoviéticas conquistaron su libertad política de Rusia al precio de ser hoy insolventes, dependiendo por completo de los dictados del FMI y la Unión Europea en punto a obtener créditos que les permitan hacer frente a las deudas contraídas con banqueros extranjeros, que a su vez han impuesto fuertes cargas crediticias sobre sus viviendas, empresas públicas, industria y familias.
Los tenedores de bonos y los especuladores financieros se han confabulado para exigir el apoyo de la Unión Europea, el FMI y Estados Unidos para la rápida obtención de los beneficios que consideran que les corresponden antes de que se colapse la competición financiera. La apropiación rapaz puede realizarse con más rapidez mediante la política de adelgazamiento de las economías a través de la fórmula de los planes de ajuste del FMI. El desempleo aumenta a la misma velocidad con la que las economías se endeudan (y el asunto importante no es sólo que todo ello lleve a una disminución de los ingresos fiscales de cada país, sino que la deuda extranjera provoca un aumento de la dependencia de las importaciones).
Los acreedores reciben lo que se les debe permitiendo que se apropien del excedente económico; esta apropiación puede tomar la forma de endeudamiento por nuevas inversiones de capital, inversión en infraestructuras, gasto público social y aumento de los niveles de vida. Económicamente, la asonada griega es una revuelta contra esta política de sacrificar la prosperidad para pagar a los acreedores extranjeros.
En lo político, la lucha consiste en salvar a Grecia de convertirse en un anti-Estado. La definición clásica de “Estado” se fundamenta en la capacidad del mismo para fijar impuestos y emitir moneda. Pero Grecia ha traspasado su autoridad fiscal a la Unión Europea y al FMI, los cuales han acusado al país de violar aquéllo que los teóricos políticos establecen como el primer mandato de cualquier Estado: actuar a favor del interés nacional a largo plazo. El Gobierno griego se conduce a las órdenes del capital bancario y, de hecho, actúa siguiendo la pauta de terceros Estados que le obligan a liquidar activos, lo cual no redunda precisamente en una promoción del crecimiento a largo plazo.
Lo que realmente está en cuestión aquí es si en el momento de recoger los beneficios del crecimiento económico los países estarán gobernados por los acreedores o lo estarán por la voluntad popular. El embate oligárquico de los créditos del FMI y la Unión Europea destinados a rescatar a los bancos extranjeros y a los especuladores tenedores de bonos a costa de los trabajadores griegos (los supuestos futuros contribuyentes) tienen como objetivo que sean precisamente los trabajadores, y no el capital financiero, quienes tengan que hacer frente a las pérdidas por las atrasos del Gobierno en el pago de la deuda a causa de la reducción de los impuestos que gravaban la riqueza. Se trata de permitir que los bancos extranjeros eviten tener que pagar el precio de aparecer como protagonistas en la operación de vaciado del mercado interior. Se pretende apartar la política gubernamental de las manos de los votantes y subordinarla al FMI y la Unión Europea, que a su vez actúan como instrumentos del sistema financiero internacional.
Esto lleva a una situación en la que ni Grecia ni la Comisión Europea son propiamente “estados” o “gobiernos” en el sentido político tradicional. Las burocracias de la Unión Europea y del FMI no pasan la prueba de una elección popular. Cuando sus planes financieros al dictado de terceros alcancen el éxito que ellos pretenden, el capital económico habrá sido irremisiblemente saqueado y la democracia social se desmoronará.
El pasado domingo 9 de mayo los votantes alemanes expresaron su irritación por el papel jugado por su Gobierno en el rescate de los bancos alemanes (calificado con el eufemismo de rescate de “Grecia”) a costa de los contribuyentes alemanes; el Banco Central Europeo (BCE) no se ocupa de velar para que haya una moneda europea independiente, sino de pasar factura a los gobiernos estatales. Los socialdemócratas (SPD) superaron al partido de la Unión Cristianodemócrata (CDU) de la canciller Angela Merkel en el land de Renania del Norte-Westfalia. Al obtener sólo un tercio de los votos –algo menos que los socialdemócratas (y diez puntos porcentuales por debajo de la anterior elección, cuatro de los cuales correspondieron a la semana en la que la señora Merkel propuso el paquete de rescate)–, la CDU perdió su mayoría en la Cámara Alta alemana.
Puede que muchos votantes alemanes se preguntaran si penalizar a los pobres para pagar a unos ricos que practican la usura era algo tan “cristiano” como pregonan las siglas del partido de la canciller. O puede que estuvieran seriamente preocupados por el hecho de que la hacienda pública alemana deba aportar cerca de 30.000 millones de dólares de su parte del rescate a los banqueros (se calla por sabido que no todo el mundo en Alemania siente aprecio por ellos, aunque sean alemanes). Y no cabe duda de que algunos ciudadanos cayeron en la cuenta de que se trataba de una jugada consistente en un engaño financiero perpetrado por obedientes políticos a las órdenes del sector bancario.
El engaño
Los «lobistas» financieros europeos sacaron provecho de la crisis al tomarla como una oportunidad para promover una extensa serie de rescates. La Unión Europea aprobó una ampliación de 60.000 millones de euros de las facilidades de crédito para bancos suecos y austriacos, unas disposiciones que ya estaban habilitadas para ayudar a que Hungría, Rumanía y Letonia pudieran seguir al corriente de los pagos de las deudas contraídas con bancos, precisamente, austriacos y suecos. Para sortear la norma que prohíbe los rescates en la eurozona, este rescate especial se basa en el artículo 122.2 del Tratado de la Unión Europea, el cual permite el otorgamiento de préstamos a los Estados en “circunstancias especiales” [1].
Si consideramos que la señora Merkel conoce bien la situación de las economías de las que hemos hablado, entonces no tenemos más remedio que acusarla de haber mentido descaradamente. El problema de la deuda báltica es crónico y estructural, no “excepcional”. La señora Merkel también debe saber que está actuando de forma engañosa al pretender ayudar a Letonia mediante la extensión de los créditos que la Unión Europea limita explícitamente al apoyo del tipo cambio del lats, y en cambio los prohíbe para fomentar el desarrollo económico interno de los países. Las divisas van destinadas a cubrir el coste que los letones deben soportar por pagar en euros las hipotecas contratadas con los bancos suecos, así como para ayudar a los consumidores letones a comprar comida y productos manufacturados que los Estados de la Unión Europea subsidian, a la vez que someten a los letones a un estado de dependencia económica y financiera.
De esta manera, lo que se consigue es victimizar a Letonia, no ayudarla. Se trata de permitir que los bancos suecos ganen algo más de tiempo para seguir cobrando las liquidaciones de créditos que es obvio que en condiciones normales acabarían impagados. Las divisas dedicadas a facilitar el pago de deudas privadas a bancos extranjeros se convierten así en deuda nacional que recaerá sobre los contribuyentes letones. Esta forma de crédito de la Unión Europea es una expresión descarnada de neocolonialismo.
¿Permitirá hacer algo el tardío trasvase de votos de los ciudadanos alemanes hacia la coalición rojiverde del SPD con los partidos Verde y de la Izquierda? Probablemente no. El presidente griego Papandreu ha sido un colaborador necesario con lo sucedido a pesar de liderar la Internacional Socialista. De modo que ahora la cuestión es saber si Grecia es víctima de un jaque mate y está irremisiblemente destinada a detenerse a ver cómo el gasto público, las pensiones, la sanidad, la educación y el nivel de vida sufren un deterioro parecido al que han vivido los bálticos. Éstos se han convertido en un experimento de la planificación centralizada neoliberal. Si son un ejemplo de lo que nos deparará el futuro, entonces el mundo pronto verá una oleada de emigración griega parecida a la ocurrida en los países bálticos.
Evidentemente, esto es lo que anticiparon los mercados bursátiles de todo el mundo cuando en la mañana del lunes dispararon sus cotizaciones ante el anuncio europeo de un fondo para rescates de 750.000 millones de euros. Lo que verdaderamente se garantizó con esa acción fue el principio de que para que pueda gobernar el capital financiero primero deben saquearse a fondo las economías. Pero no cabe duda de que la batalla no ha terminado. Esta situación persistirá durante toda la presente década, puesto que el actual proceso consiste básicamente en una involución de las luchas de los siglos XIX y XX por substituir el poder omnímodo de la propiedad privada oligopólica y los intereses financieros por principios de fiscalidad progresiva y empresa pública.
¿Es en esto en lo que supuestamente la civilización occidental ejercía su liderazgo? Enfrentados a los Parlamentos controlados por la aristocracia, los reformistas del siglo XIX trataron de tomar el poder para implantar principios democráticos. La economía política clásica consistió básicamente en un programa de reforma destinado a gravar fiscalmente los beneficios privados de las rentas de la tierra, las rentas monopolistas y los intereses financieros derivados de las mismas. John Maynard Keynes celebró este programa reformista calificándolo sobriamente como la “eutanasia del rentista”.
Pero los intereses creados regresaron con fuerza. Al rotular a la democracia social y la regulación pública como un “camino a la servidumbre”, trataron de situar a las economías europeas en el camino de la deuda por peonaje. Al dictaminar la limitación del poder de los gobiernos estatales democráticamente elegidos en beneficio del Consenso de Washington, tanto el FMI como las instituciones de la Unión Europea han ganado capacidad de control fiscal y económico sobre esos gobiernos y sobre sus políticas fiscales, logrando así recortar drásticamente los impuestos sobre los más ricos (a quienes les piden prestado para financiar los déficits fiscales resultantes).
Los partidarios del Tea Party estadounidense y los contrarios al pago de impuestos han abandonado la lucha por reformar el Estado. Asfixiados por una deuda de la que no ven salida, lo que piden son impuestos menos gravosos y esperan ver que los que más ganan sean los que más provecho saquen de una fiscalidad aún más regresiva. Enfrentados a un Congreso corrompido por los «lobistas» que actúan de parte de los intereses creados, rechazan la idea misma de Estado y buscan refugio en comunidades locales bunquerizadas. Ven cómo los congresos y parlamentos de los países de todo el mundo van perdiendo autonomía a favor del FMI, la Unión Europea y otras organizaciones surgidas del Consenso de Washington, que buscan imponer medidas de ajuste y trasladar las cargas fiscales a los trabajadores y la industria, liberando de las mismas al patrimonio privado y al sistema financiero depredador.
La única forma de impedir una reforma fiscal regresiva y una asfixia por deudas es mediante la consecución de mayores niveles de control sobre los Estados sobre la base de los principios de la economía clásica y de las reformas de la Era Progresista. Para esto es para lo que se han declarado en rebeldía los trabajadores griegos. Alguien debe controlar al Estado, y no cabe duda de que si las fuerzas democráticas se retiran de la lucha, entonces el sector financiero estrechará aún más su cerco.
Lo ocurrido la semana pasado es sólo el principio de por dónde discurrirá este drama. Su peculiar desarrollo en las economías postsoviéticas, que han seguido manteniendo sus propias monedas, se verá en los próximos verano y otoño.
Notas
[1] Ben Hall, “Governments to control loan guarantee scheme”, Financial Times, 10 de mayo de 2010.
Michael Hudson trabajó como economista en Wall Street y actualmente es Distinguished Professor en la University of Misoury, Kansas City, y presidente del Institute for the Study of Long-Term Economic Trends (ISLET). Es autor de varios libros, entre los que destacan: Super Imperialism: The Economic Strategy of American Empire (nueva ed., Pluto Press, 2003) y Trade, Development and Foreign Debt: How Trade and Development Concentrate Economic Power in the Hands of Dominant Nations (ISLET, 2009).