Luis Bilbao

Con el estallido de la crisis mundial en 2008 se produjeron dos movimientos simultáneos de sentido inverso: el desarrollo estratégico del Alba y la circunstancial recuperación de poder por parte del imperialismo estadounidense. Este desplazamiento paradojal domina el momento político internacional y habrá quedado patente en Buenos Aires los días 4 y 5 de mayo –mientras esta edición está en las rotativas– cuando se reúna en la capital argentina la cumbre de la Unión de Naciones del Sur.

La irrupción del Alba constituye un salto cualitativo en el desarrollo político hemisférico, con proyección internacional: ahora las mayorías cuentan otra vez con una brújula. Potencialmente, ese factor cambia el signo en la evolución de la crisis. No obstante, las metrópolis imperiales están mejor plantadas frente a la coyuntura y el futuro inmediato, como resultado de la conducta adoptada ante la emergencia por buena parte de los gobiernos de los países subdesarrollados y dependientes.

El fortalecimiento táctico del centro imperial se expresa en tres planos:

– Económico: la Banca de inversión mundial (allí donde estalló la crisis) tuvo una ganancia neta de 311 mil millones de dólares durante 2009. Un 50% más que en 2008. Esto se logró pese a que, según prevé el Boston Consulting Group, las ganancias en la industria caerán un 11% durante el año en curso.

– Político: aunque sin homogeneidad y con presumibles conflictos en el mediano plazo, Washington logró afirmar el G-20, hecho que vale sobre todo por lo que evitó: el fortalecimiento hasta niveles insoportables para el imperialismo de polos globales alternativos, con conductas económicas y estrategias geopolíticas contrapuestas a las delineadas por el Departamento de Estado.

– Militar: en el período inmediato posterior al colapso económico, George Bush primero, luego Barack Obama, multiplicaron el dispositivo militar apuntado contra los países del Alba, con destaque en hechos indiscutibles: reactivación de la IVª Flota; instalación de siete bases militares estadounidenses en Colombia; acuerdos en el mismo sentido con Perú; firma de un acuerdo de defensa de Estados Unidos con Brasil (reemplaza al denunciado unilateralmente por Brasilia en 1977, durante la dictadura militar). El Departamento de Estado coronó estos éxitos, el 13 de abril, con una cumbre mundial donde impuso un “acuerdo nuclear”, que entre otras cosas pavimenta el camino hacia una guerra contra Irán. Inmediatamente después el jefe del Pentágono, Robert Gates, partió en gira hacia Perú, Colombia y Barbados, donde anudó los compromisos militares con esos gobiernos.

¿Cómo explicar estas victorias del capital en el vórtice de su propia crisis? La respuesta reside en la rápida reacción política de las economías altamente desarrolladas frente al colapso económico mundial, que actuaron con más claridad táctica y mayor lucidez estratégica, en comparación con la conducta de los gobiernos de países de economías subdesarrolladas y dependientes. Las cúpulas imperiales supieron abroquelar fuerzas para afrontar un riesgo al que correctamente interpretaron como amenaza mortal. Para efectuar ese movimiento centrípeto no fue óbice la feroz lucha por el reparto de los mercados que fractura y enfrenta a los diferentes flancos de la burguesía imperialista.

Lo contrario ocurrió en las dirigencias del Sur: excepción hecha de los gobiernos del Alba, por regla general cada una buscó su salvación individual, dejó que primaran intereses de sus burguesías locales y asumió que la única posibilidad de recuperar el equilibrio consistía en religarse con los centros imperiales, de los cuales había tomado distancia en los años previos. En otras palabras: la crisis obró como imán para el capital y aventó una vez más las ilusiones sobre el carácter nacional de burguesías locales.

Otra fase

Todo el período simbólicamente iniciado en agosto de 2000, cuando el entonces presidente brasileño Fernando Henrique Cardoso convocó a la primera reunión de mandatarios suramericanos, estuvo dominado por la necesidad de aquellas burguesías sometidas, obligadas a defenderse de la voracidad imperial y tomar distancia de las metrópolis para defender áreas mercantiles y proteger su parte en la absorción de la plusvalía regional. Eso acabó.

Como estas páginas registraron paso a paso, frente al colapso económico la Casa Blanca reaccionó buscando evitar la fuga de países que por peso económico o gravitación política pudieran constituir un polo alternativo. Transformó así el G-8 en G-20. Otra vez el palo y la zanahoria. Y otra vez el mismo reflejo condicionado: los gobiernos de Argentina y Brasil acudieron al llamado de George Bush en noviembre de 2008, sin siquiera convocar antes una reunión de Unasur para llevar a Washington una posición conjunta. India, China y otros tantos países hicieron lo mismo. Los poderosos habían ganado la primera batalla de la nueva guerra. Para que no hubiese dudas, Brasilia y Buenos Aires (y otros diez gobiernos similares) firmaron un documento conjunto con los jefes del mundo, donde se consignaba el acuerdo en las medidas para afrontar el colapso.

Hubo después dos reuniones más, en Londres el 2 de abril de 2009 y en Pittsburgh el 24 de septiembre del mismo año. En cada una de ellas avanzó la recuperación del equilibrio imperialista, sobre la base de su estrategia, su programa de acción y sus instituciones. Es sabido que los acuerdos se firman para ser violados. Ése puede ser el argumento pragmático para ciertos gobernantes. El caso es que el G-20 se prolonga ahora con un instrumento de inequívoco objetivo: el “acuerdo nuclear” (pág. 24).

Al cabo de este maratón Ben Bernanke, titular de la Reserva Federal de Estados Unidos y cerebro de la operación de salvataje, hizo su balance: “A diferencia de los ‘30, las conducciones económicas en el mundo trabajaron sin parar para estabilizar el sistema financiero (…) Como resultado, si bien las consecuencias económicas de la crisis financiera han sido dolorosamente graves, el mundo se evitó un cataclismo aún peor, que hubiera igualado o superado al de la Gran Depresión”.

En efecto, se eludió el cataclismo inmediato, lo cual deriva en un momento político signado por el fortalecimiento coyuntural de los centros imperiales y un trance de confusión y eventual dispersión de un flanco en los países subordinados.

Dos caminos, no tres

Como contraparte insoslayable de la situación descripta, Unasur vio debilitado su impulso y los principales proyectos quedaron paralizados. La fuerza subterránea que impulsa a la convergencia, sin embargo, mantiene toda su potencia. Por eso, en otra resonante paradoja mientras esto ocurría iba tomando cuerpo un organismo de naturaleza semejante pero de mayor envergadura: la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (Celac), que vería la luz en Cancún, en febrero último. Esto equivale a una OEA sin Estados Unidos y, de por sí, supone otra derrota estratégica del centro imperial. Como contrapartida, allí gravitará con peso incomparablemente mayor al que tiene en Unasur el bloque de gobiernos opuestos a la perspectiva socialista. Así de zigzagueante y contradictoria es la marcha en esta etapa de la historia. Así de firme y flexible estará obligada a ser una estrategia en función de la soberanía, la emancipación y la revolución social.

Si la Celac se consolida, Unasur carecerá de sentido. A la inversa, si Unasur no avanza en lo inmediato, estará comprometida la existencia misma de la Celac. La clave es fortalecer la dinámica de convergencia de la instancia suramericana, hoy amenazada por una multitud de conflictos entre los que sobresalen la instalación de bases militares en Colombia, los enfrentamientos en el Mercosur y la belicosa militancia del nuevo gobierno chileno.

Antes de conocer los resultados de la cumbre de Buenos Aires es posible prever que allí habrá aparecido con mayor relieve la estrategia del bloque formado por los gobiernos de Colombia, Chile y Perú, enfilada sin ambigüedades contra el proceso revolucionario anticapitalista que encarnan los gobiernos de Venezuela, Bolivia y Ecuador. Las posiciones intermedias presumiblemente habrán sostenido la perspectiva unionista. Y no es improbable que hayan inclinado la balanza a favor de las posiciones antimperialistas. Pero en perspectiva no hay tres caminos. Esta aseveración se funda en dos razones principales:

– el cataclismo temido por Bernanke, según sus propias palabras, fue “esquivado”, pero en modo alguno resuelto: espera agazapado a la vuelta de la esquina;

– en América Latina las masas tienen ya una brújula que marca el rumbo de la revolución: el Alba.

Esos dos factores obrarán como una tenaza sobre las direcciones políticas vacilantes, centristas y reformistas. El estado mayor político materializado hoy en los países del Alba conquistará la conciencia y el corazón de las mayorías. No cabe duda acerca de esto, más allá de las sinuosidades que ese proceso entrañe. Queda la opción de sumarse a la revolución o asumir sin rodeos el programa político del G-20. Aquellos gobiernos que no estén dispuestos a lanzarse contra sus propios pueblos, pero tampoco resuelvan sumarse a una perspectiva revolucionaria, caerán como hojas secas. Esa dinámica ya está a la vista.

Continuidad de la crisis

Basta observar la superganancia de la banca mientras cae la producción industrial, y preguntarse de dónde salieron aquellos ingresos extraordinarios, para comprender que la crisis no sólo continúa, sino que se agrava sistemáticamente. Hay signos que alertan incluso sobre un nuevo estallido general, que podría ocurrir en el corto plazo. Sólo que, si bien es imposible prever su hora con exactitud, es seguro afirmar que esta vez no sucederá con centro en el ámbito financiero, sino en las columnas maestras del sistema: la producción industrial.

La caída en la ganancia de la industria tiene en su contrapartida el dato más importante: aumento incontenible de la desocupación, siempre con eje en los países centrales. La reducción de la demanda agregada global que esto presupone no tiene solución con créditos. Ni con obras públicas según la fórmula keynesiana. El terremoto europeo con epicentro circunstancial en Grecia, con réplicas día a día más alarmantes en España, Italia, Portugal e Irlanda, pone a la luz pública la incapacidad de Alemania y Francia para contrarrestar la fuerza subterránea que está minando la tambaleante estructura de la Unión Europea.

Así como los alquimistas de los centros financieros, con Bernanke a la cabeza, pudieron esquivar el colapso generalizado de la banca mundial, ministros de Economía de las grandes potencias pueden en teoría postergar un eventual estallido y ralentar la marcha hacia una depresión incomparablemente mayor que la de 1930. La ominosa ausencia del movimiento obrero en el escenario mundial les da ese margen. Es evidente sin embargo que no pueden resolver la crisis ni detener su inexorable dinámica. Por eso aparecen cada vez más los ministros de Defensa y los jefes militares del imperialismo como protagonistas.

Robert Gates, ministro de Defensa de la mayor potencia bélica, es el maestro de ceremonia. Firmó con su par brasileño Nelson Jobim un acuerdo de colaboración militar, mientras desde el Departamento de Estado se llevaba la presión al punto de que el secretario adjunto para el Hemisferio Occidental, Arturo Valenzuela, llegó a declarar desde Quito, el 5 de abril, que su gobierno “está tramitando” la instalación de una base militar en territorio brasileño, “para combatir el narcotráfico”. Cuatro días antes O’ Estado de São Paulo había anunciado que “Estados Unidos ha comenzado las negociaciones con el Gobierno brasileño para crear en Río de Janeiro una base para vigilar el tráfico de drogas en la región, similar a las existentes en Key West (Florida) y en Lisboa, Portugal”. Tal vez es necesario repetirlo: el principal diario brasileño anunció la creación de una base estadounidense en Río de Janeiro.

Hubo respuesta rápida: “No, no es cierto; no hay ninguna posibilidad de que haya una base militar estadounidense en Brasil”, dijo Marco Aurelio García, asesor de Lula. Todo se reduce a “un programa de cooperación”, agregó, antes de completar su idea: “Nosotros no tenemos doble discurso”. Con todo, está a la vista la presión de Washington y sus socios locales sobre el gobierno del PT. Y fuera de discusión el saldo de esa presión: un acuerdo de colaboración militar entre los gobiernos de Lula y Barack Obama.

Ésa es la dinámica a la que Unasur debe poner freno, so pena de convertirse en una cáscara vacía. Al leer estas páginas, usted sabrá qué respuesta dio al dilema la cumbre de mandatarios en Buenos Aires.

24 de abril / América XXI, Mayo de 2010