También tiene aspectos benéficos, claro está. En la construcción, en la ganadería (no solo la caballar), en la generación de empleo. Por ser ilegal, nadie ha hecho el cálculo; pero ¿cuántos cientos de millares de puestos de trabajo da el narcotráfico de un extremo a otro de la cadena? Campesinos cocaleros, raspachines de esas cocinas que llaman laboratorios, sicarios, guardaespaldas, pilotos de avioneta, contabilistas, abogados, banqueros, putas prepago, galeristas de arte, traficantes de armas. Empleos directos, sin contar los indirectos, como pueden ser, digamos, los de guionistas de telenovelas, ni los que se generan de rebote, por decirlo así, gracias a la lucha contra el narcotráfico: policías, guardianes de prisión, abogados (otros, o los mismos).
En estos cuarenta años, los gobiernos de Colombia lo han intentado todo para acabar con lo que llaman ritualmente «el flagelo del narcotráfico»: el negocio ilegal en todos sus aspectos y manifestaciones, dañinas o beneficiosas. Han hecho todo lo que les han ordenado los Estados Unidos, y más. La guerra armada, la batalla jurídica, la extradición, la no extradición, el «sometimiento a la justicia», las ejecuciones extrajudiciales, la fumigación de cultivos, la sustitución de cultivos. Millares de narcos han sido enviados a los Estados Unidos a responder por crímenes mucho menos graves que los que tendrían que pagar aquí, pero que no afectan los intereses directos del Imperio, ni le permiten al Imperio incautar sus fortunas. Millares han sido detenidos (y algunos incluso siguen presos). Millares han muerto. Una y otra vez se han cambiado las leyes de la República, para ablandarlas o para endurecerlas. El presidente Álvaro Uribe anda proponiendo ahora que el delito de narcotráfico sea proclamado delito de lesa humanidad. En todo ese proceso han corrido ríos de sangre: han sido asesinados dirigentes políticos, policías, militares, periodistas, curas; y han sido corrompidos otros dirigentes políticos, policías, militares, periodistas, curas.
Y en fin de cuentas no ha pasado nada. El negocio sigue igual. Los cultivos suben o bajan, de acuerdo con el interés publicitario del momento. La exportación se sostiene, los precios se mantienen estables. Los carteles se suceden los unos a los otros, y a los narcos muertos (o retirados en los Estados Unidos tras negociar con la justicia) los sustituyen narcos nuevos. La guerra está perdida y sigue perdiéndose.
Ante esa situación, que salta a la vista, ¿qué proponen los candidatos presidenciales?
Más de lo mismo. Santos, Vargas, Noemí, ni siquiera cambian las palabras del discurso. Para ellos es una sola la lucha contra «el terrorismo, las bandas criminales o los grupos guerrilleros», llámense como se llamen, y hay que «mantener la presión» sobre todos ellos. Petro se hace todavía la ilusión -diez veces fallida- de que es posible negociar: «No extraditaré narcos que colaboren con la justicia, abandonen el negocio y devuelvan los bienes mal habidos», dice. Pardo, aunque habla de un «nuevo enfoque», también se aferra a la vieja fantasía de la «sustitución de cultivos», que choca frontalmente con la realidad económica. Y Mockus va tan lejos como el propio Uribe: «Los Estados Unidos -dice- son el principal socio de Colombia en la lucha contra las drogas. Y necesitamos contar con la presencia en territorio colombiano de naves, tripulaciones y contratistas norteamericanos» en las bases militares cedidas por el gobierno de Uribe (y ofrecidas por el ministro Santos) para seguir librando, y perdiendo, esa guerra perdida. Tan perdida, que empieza a replanteársela hasta su principal promotor, que es el gobierno de los Estados Unidos. Su ‘zar antidrogas’, Gil Kerlikowske, acaba de exponerlo así:
—Hemos estado hablando de una guerra contra las drogas durante cuarenta años. No creo que el público estadounidense haya visto un gran éxito.
Parece que los candidatos presidenciales colombianos sí lo han visto. Y se empeñan en seguirlo viendo.