Con unas cifras de desaparecidos como no hay parangón en ningún otro país del mundo salvo en la Camboya de Pol Pot -tenemos más desaparecidos en España que en toda América Latina- el hecho fundamental era que o bien se podía, o no se podía, en nuestro Estado constitucional, democrático y todo lo demás, hacer valer los derechos humanos de las víctimas del franquismo; esos derechos reconocidos a todo el mundo por el Convenio Europeo de Derechos Humanos, el legado de Nuremberg, la Declaración ONU de 1948, sus pactos internacionales, etc, etc, etc. Que Garzón será un ciudadano más ante la ley como dice Rajoy, pero está claro que las víctimas del franquismo no lo han sido nunca en este país.
De modo que o las instituciones de la restauración monárquica impuesta a la fuerza por Franco en pleno 1969 eran capaces de asumir todos los derechos humanos desatendidos hasta ahora -implicando su real transformación interna desde el doble anclaje constitucional de nuestro entero ordenamiento a los mismos (artículos 10.2 y 96)- o tales derechos humanos terminaban por desbordar y superar al sistema, apuntando el camino hacia su sustitución: otro sistema en el que los derechos humanos sean plenamente aplicables y; porque los derechos humanos no son cualquier cosa ni en su sentido jurídico, ni en su sentido político-democrático, menos aún cuando se dan con el alcance y la gravedad de los violados a las miles de víctimas de Franco y sus familias, íntimamente relacionadas además tales violaciones con las condiciones que hicieron posible la restauración monárquica en España como Jefatura del Estado. Y la respuesta ha sido tan clara como sistémica y visceral: no se puede.
Nuestras actuales instituciones nacionales jamás van a aceptar el igual cumplimiento de los derechos humanos de las víctimas del franquismo, como los de cualquier otro ciudadano, la debida persecución penal de los verdugos, la restitución de las propiedades saqueadas -auténtico fruto prohibido e ilegal del crimen de guerra-, en vez de su continuado disfrute todavía hoy por alguna de las familias del régimen.
Es nuestro particular cristal de la pecera, el que marca los estrechos límites reales de nuestra libertad y con el que nos hemos topado de cara al actuar como si fuera verdad aquello del artículo 10.1 de la Constitución de que «La dignidad de la persona, los derechos inviolables que le son inherentes, el libre desarrollo de la personalidad, el respeto a la Ley y a los derechos de los demás son fundamento del orden político y de la paz social».
Que le expliquen eso de la dignidad de la persona y los derechos inviolables que le son inherentes a los familiares de las decenas de miles de asesinados tirados como perros en alguna de las más de dos mil fosas clandestinas que sigue habiendo en nuestro país. Y de paso también a los familiares de los niños víctimas de desaparición forzada infantil durante franquismo y postfranquismo que el juez Garzón quiso buscar. Y que no se olviden de explicárselo tampoco a los propios niños perdidos, que lo de vivir estos 35 años de monarquía sin tan siquiera saber tu verdadero nombre seguro que es el parangón del «libre desarrollo» de la auténtica personalidad de uno, y del respeto de nuestro Estado monárquico tardo-franquista por la dignidad de la persona.
¿Cuántos ciudadanos estamos quedando definitivamente fuera de este Estado vulnerador de Derechos Humanos, situados ante el deber de la defensa de estos últimos frente a actuaciones criminales institucionales?
Porque, que nadie se equivoque, más o menos perceptible todavía, es nuestra actual Constitución la que, en el más puro sentido de creencia apuntado por la filósofa alemana Hannah Arendt (Poder y violencia, entre otros, superada la previa concepción vertical weberiana), la que, como en el anterior Estado monárquico que llegó hasta 1931, acaba de recibir un durísimo impacto en la conciencia colectiva de un amplio círculo de ciudadanos a pie de calle; ciudadanos que hasta ahora venían aceptando «barco como animal acuático». La dignidad de la persona, los derechos inviolables que le son inherentes, el libre desarrollo de la personalidad dice el artículo 10.1 antes citado. Esa quería ser la base de una Constitución de 1978 que en una fase transicional inicial tras el mayor genocidio de nuestra historia, llevó su dinámica de progreso social hasta donde pudo -ese mérito no le debe ser regateado saliendo de donde salíamos-, pero que situada finalmente ante la posibilidad de su definitiva apertura constitucional a los derechos humanos y principios democráticos universales, los de medio país víctima del franquismo tras décadas de espera con sus muertos tirados en las fosas, no pudo hacer las cuentas con los equilibrios de platillos, el nadar y guardar la ropa con el franquismo convalidado en las entrañas de sus instituciones. Nuestro sistema entró en una contradicción esquizofrénica desde la afirmación de tales derechos humanos como realidad radical en la que radican todas las demás pero sin poder, sin embargo enjuiciar al franquismo reconvertido en franquismo monárquico que le dio vida a la restauración aprovechando las circunstancias históricas. A río revuelto ganancia de pescadores, o de regatistas. Y en Zarzuela saben perfectamente que no jugaron limpio en esa coyuntura de nuestra historia, porque incluso si ello fuese preciso para superar la dictadura, en ningún momento se le dió tampoco después al pueblo español la posibilidad de votar en las urnas si quería Monarquía o República. Y eso no es correcto ni democrático, y lo saben. ¿Por qué no puede votar nuestra ciudadanía, en paz y libertad, la forma de la Jefatura del Estado y aceptar el resultado que sea para tener así una República o al menos una Monarquía democráticamente electa sin hipotecas que le impidan garantizar los derechos humanos, sacar el genocidio de Franco a la luz, su régimen criminal fascista, y poner las cosas dignamente en su sitio?
Eso es lo que representaba el caso de los derechos humanos de los desaparecidos del franquismo: la definitiva toma de posición de nuestro Estado monárquico rectificando o no desde los derechos humanos sus propios orígenes. No pudo ser. Hasta ahí no podía llegar nuestro Estado monárquico prisionero, todavía prisionero ay!, de un origen que no está precisamente en los derechos humanos pero que desde el argumento fuerte de dar normal cumplimiento interno a los tratados internacionales hubiese podido abrir la puerta a una nueva dinámica de desarrollo. Como digo, enroque del sistema y cierre visceral: persecución brutal, ejemplificante, para que nadie más se atreva a ninguna «garzonada» [sic]. Con argumentos «jurídicos», mejor dicho que suenan a juridicidad de cara a la galería, como para dar una falsa impresión de que aquí hay dos posturas de debate seriamente considerables -¿cumplir o no plenamente los derechos humanos universales en función del derecho interno?, ay…- , cuando de ningún modo es así ni existe siquiera una tal contradicción. Los derechos humanos universales son obligatorios en nuestro orden interno en virtud de dichos artículos de nuestra constitución, el 10 y el 96, es sólo otra mentira más… Son sólo argumentos que carecen de toda seriedad para no cumplir con una serie de derechos humanos que cuando inevitablemente, antes o después, no quede otro remedio que cumplir con normalidad van a dejar en muy mal lugar y demasiado descolocados a todos los Varela que saben que la ley de amnistía es papel mojado.
Las fosas de los defensores de nuestra Segunda República perdida surgen limpias, más allá del genocidio, del infinito dolor, del silencio forzado y de la infamia; limpias en la dignidad intocable de sus víctimas y la de sus familias, como punto de ruptura de lo que quería ser el Estado de Derecho monárquico del tardo-franquismo que trató de auto-amnistiarse y que hoy no se puede enjuiciar a si mismo; punto de ruptura de todas las mentiras que, al final, son esas mismas fosas las que van a dejar al descubierto, despertando la conciencia de nuestra sociedad. Pero a qué terrible precio, estremecedor.
Si Don Manuel Azaña dijo en su día que España había dejado de ser católica, la persistencia hoy, contra toda justicia, contra toda humanidad, de esas dos mil fosas clandestinas nos obliga a decir, alto y claro, que España ha dejado de ser un Estado de Derecho. Viva la República.