Alberto Salazar

Rebelión

 

Desde hace siglos se había aceptado que los ciudadanos tienen derecho a mantener cierto grado de intimidad sobre sus vidas personales. Algunas costumbres imponen un aislamiento al momento de realizarse mientras que otras son hechas en público o no demandan tal privacidad. Con respecto a nuestra forma de ser o a nuestras cosas, se acepta también que poseamos derecho a guardar algunas cosas para nuestro entorno íntimo o para nosotros mismos. Así por ejemplo, la sociedad comprendía que era correcto que alguien deseaba mantener en secreto algunos hechos de su vida; fuesen algo simple como que canta en la ducha hasta que posee una enfermedad terminal. Es decir, diferenciamos plenamente que para cada quien hay una vida personal con esferas privadas y otra profesional que puede ser además pública.

Recientemente, en los últimos años se nos está vendiendo un falso argumento de que quien no tiene nada que esconder no teme revelar su vida privada. Bajo esa infantil idea algunos gobiernos y hasta ciertos tribunales consienten en obligar a que se les entregue información personal. Lo curioso es que esos mismos funcionarios públicos no revelan la suya. En la época en que piden que abandonemos nuestra privacidad surgen cárceles y vuelos secretos. Se esconden documentos gubernamentales como por ejemplo los expedientes que conforman la investigación sobre el asesinato del presidente Kennedy o las causas reales de la invasión a Irak. Algunas empresas guardan celosamente el software que les ha permitido posicionarse como fabricantes internacionales de sistemas de computación y otras presionan, jugosamente, a los congresos para que extiendan el plazo de explotación comercial de sus patentes y retrasar que algo vaya al dominio público. Ciertas cúpulas políticas, comerciales o religiosas siguen reuniéndose en secreto para decidir cosas que afectan a naciones por completo.

Repensemos pues el asunto un instante, se entiende que para vivir en sociedad los estados deban registrar información de cada individuo. Desde que nace hasta que fallece, incluso mientras se resuelve su sucesión o se preserva su legado, existe información que debe procesarse para que cada persona pueda convivir según las reglas gubernamentales. Ahora bien, el asunto se complica cuando hay que decidir qué cosa debe considerarse privada del ciudadano y cuál no. Y el enredo acontece porque a medida que pasa el tiempo y la globalización avanza, los estados desean almacenar mayor información de cada quien. Ahora se produce mayor información y se demanda más, mientras que también es ahora cuando las computadoras y sus redes de intercomunicaciones favorecen los procesos de automatización, procesamiento y registro para dichos volúmenes de datos.

No basta con un mínimo de datos personales, si no que se desea tener una gran compilación de los mismos para cada ciudadano y ponerlos a disposición del gobierno en cualquier momento. Así se podría determinar si este pagó los impuestos, si está siendo buscado, si posee alguna propiedad, o una enfermedad. Los gobiernos democráticos requieren llevar estadísticas del crecimiento poblacional, posibles pandemias, viviendas requeridas, fuentes de trabajo, etcétera. Hasta allí todo luce relativamente bien, pero cuando los gobiernos empiezan a acumular datos sobre las preferencias políticas para la siguiente elección el asunto puede enturbiarse. Ello sucede porque se podría suponer por quién es la preferencia política y con base a ello, obstaculizar a aquellas personas que pretendan votar en contra del mismo. Se establecería así un mecanismo para distorsionar la verdadera voluntad popular. La misma idea podría ser aplicada en otras cosas y de esa forma conducir a que algunas empresas quiebren o favorecer indebidamente algunos negocios. En otras palabras, se abre paso a que surja algún tipo de discriminación con base a las diferencias de los grupos humanos. Sea por la información del ADN de cada ser humano, por sus gustos sexuales, sus tendencias ideológicas, su disposición religiosa, su capacidad de compras o su coeficiente intelectual, ahora resulta posible segregar a millones y darles un tratamiento diferente según convenga a cualquier interés de poder.

Es por todo esto que en los EEUU, la administración Bush se inventó lo de la guerra contra el terror para lograr que los ciudadanos acepten ser espiados bajo la premisa de que se les protegerá contra otro posible 11 de Septiembre. A partir de ese momento el congreso estadounidense aprobó leyes que reducen sensiblemente la privacidad de cada ciudadano y puso a andar un estado policial que asume que cualquiera es un posible terrorista o delincuente. Así desde la información bancaria, hasta las conversaciones telefónicas, pasando por los mensajes de correo electrónico son vigilados estrechamente por el gobierno estadounidense sin importar la necesidad de intimidad que tiene cada persona de esa nación.

Pero si es preocupante que los gobiernos espíen a sus ciudadanos para recabar información que debería estar en el ámbito privado, lo es más grave cuando tal cosa lo hacen las corporaciones privadas y ello ya viene aconteciendo. Es conocido que los cuerpos de inteligencia y vigilancia del gobierno de los EEUU contratan a empresas privadas para que les recaben información de los ciudadanos. De forma que grandes bases de datos entran dentro de los archivos corporativos antes de llegar al gobierno ¿quién puede garantizar que tales datos no serán utilizados además bajo intereses propios de esas organizaciones? ¿Cómo se podría demostrar jurídicamente que cualquier uso indebido provino de una filtración empresarial y no gubernamental?

A este angustiante panorama hay que agregar también el de aquellas empresas que recaban la información por su propia cuenta. Cuando ofrecen servicios o productos, muchos de sus clientes deben proveer sus datos, nombres, direcciones, números de seguro, números de cuentas bancarias o de tarjetas de dinero, etcétera. De modo que de esa forma bases de datos propias empiezan a formarse. Las mismas contienen datos de sus empleados, clientes y proveedores. El problema aumenta cuando esas mismas empresas deciden vender o negocian sus bases de datos a otras. Sea al gobierno, o a otras corporaciones la información recabada sale de la custodia de una organización para engrosar otra. Así por ejemplo, son numerosos los bancos que intercambian ese tipo de información para supuestamente identificar morosos o personas que podrían serles, en un futuro, inconvenientes. Ellos pueden de esa manera saber si alguien tiene un crédito asignado en algún lado y cómo ha sido su registro de pagos. La información que se intercambia puede llegar a ser muy precisa, dado que muchas tiendas de ventas intercambian datos con los bancos.

Es por ello que las empresas al igual que los gobiernos pueden saber qué tipos de compras realiza cada quien y hasta suponer sus gustos y tendencias. Cada vez que alguien paga por entrar a un evento, o adquiere cualquier bien, queda un registro digital que pasa a engrosar las enormes bases de datos de cada quien. No es de extrañar entonces que a nuestro teléfono llegue alguna llamada de alguna organización solicitando sin que le hayamos autorizado, algún tipo de actualización de datos. O que se nos informe que tenemos alguna tarjeta o crédito aprobado sin que lo hayamos solicitado previamente.

Si a esto le agregamos que muchos individuos colocan información de más, en sitios como Facebook®, Myspace®, Twitter® o por e-mail, entonces se puede conformar un perfil bastante completo de cada individuo. A la gente se le bombardea constantemente con publicidad y se le crean necesidades falsas para que piense que el resto del mundo está muy interesado en saber qué está haciendo en este mismo instante. Se le promete que será famoso y tendrá seguidores. Que lo que piense y escriba será vital para los demás y así cada vez más, es mayor la cantidad de personas que coloca en la red de redes asuntos que bien podrían ser privados. También por este tipo de proceder se constituyen sistemas electrónicos con reputaciones de productos, servicio y hasta personas. Mientras que la responsabilidad por los juicios y afirmaciones escritas en esos medios digitales, se diluye hasta prácticamente desaparecer.

De modo que a diario circulan millones de mensajes con direcciones de correo electrónicos, pines de dispositivos móviles, fotos personales y videos de cosas que deberían ser privadas. Hasta la muerte o tragedia de alguien sirve para que la gente se detenga a grabar imágenes y de inmediato las envíe a cualquiera o a algún medio de comunicación tradicional o emergente. Se filtran además fotos o vídeos de cadáveres que pertenecen a expedientes policiales o de médicos forenses. Para todos estos casos resurge la pregunta: ¿quién garantiza un uso adecuado de esa información?

En fin, se nos hace creer que la privacidad es algo del pasado y que tenemos derecho a estar informados por encima de todo. Que si alguien me impide conocer algo, está violando mi derecho a saber; no se nos enseña que hay límites y que nos debe importar establecer previamente si lo que deseo conocer es privado de alguien.

Así pues, surgen ahora una gama de problemas para los cuales parece que los estados no están aún preparados para manejar responsablemente. Se carece de leyes y los sistemas educativos aún no incluyen esos temas en sus programas. Es por eso que pensamos que la información sobre la vida de cada quien está en manos de cualquiera. En un comerciante, un vigilante, un banquero, un delincuente o quien quiera que tenga interés en conocer de nosotros; la tecnología informática moderna le proveer ahora medios que en otras épocas solamente los aparatos de inteligencia sofisticados podían manejar. Pero para ese entonces, esa información era cuidadosamente preservada de ojos indebidos; ahora ello no sucede así.

Se nos ocurre entonces parafrasear al filósofo John Stuart Mill cuando expresó: “Hasta hoy las máquinas no han abreviado una hora el trabajo de un solo ser humano” al escribir: “Hasta hoy la recopilación de datos privados no ha abreviado un solo problema a ningún ser humano”.