LLEGANDO A CIUDAD JUÁREZ desde el sur, la última hora de avión muestra con creciente angustia uno de los desiertos más áridos del mundo. No era así antes, cuentan los pocos lugareños autóctonos. Juárez tenía 30.000 habitantes en 1930, 300.000 en 1970, 1,5 millones en 2000, y perdió varias batallas por el control del agua del Río Bravo con El Paso, que desde 1848 pertenece a Texas.
Del viejo y fértil valle de Juárez quedan apenas los topónimos. Entre ellos está el “Campo algodonero”, donde en 2001 se encontraron los restos de ocho mujeres víctimas de “feminicidios”. En noviembre pasado la Corte Interamericana de Derechos Humanos condenó a México por “indiferencia”: las mujeres violadas y asesinadas, jóvenes de clase humilde, no valían nada. Desde los años sesenta, y más aun después del tratado de libre comercio con Estados Unidos de 1994, llegaron a Juárez infinidad de mujeres para trabajar en las maquiladoras, las fábricas exportadoras de propiedad extranjera con regímenes fiscales especiales, bajos sueldos y escasos derechos, pero con la esperanza de un futuro mejor.
Las muertas no valían nada, como nada valen los 4.600 cadáveres que contó Juárez desde inicios de 2008, cuando comenzó la guerra entre narcos por el control de la ciudad entre los cárteles de Juárez y de Sinaloa y llegó el ejército a jugar su propio partido. Cuenta a Brecha el periodista de El Universal Ignacio Alvarado que “el 65 por ciento de ellos son menores de 25 años e hijos o nietos de obreras de maquiladoras”. Ese dato, además de trazar un perfil etnográfico de la masacre actual, atestigua el fracaso de un modelo de desarrollo. Elizabeth Ávalos, sindicalista, ex obrera en las maquiladoras, confirma: “hoy vive en Juárez medio millón de jóvenes a los cuales el modelo neoliberal no ofrece nada, ni educación, ni salud, ni trabajo y ven en el narco la única posibilidad de ganancia y de reconocimiento social”. Captados por los cárteles, son perseguidos por el ejército, que los ajusticia, secuestra, tortura y mata o arreglan sus cuentas a tiros. Esto en un contexto sin ley donde la quiebra del sistema judicial va más allá de la impunidad, y hay apenas 150 expedientes judiciales abiertos.
¿Y los otros 4.450 cadáveres?, pregunta Brecha al jurista Óscar Maynez: “Si el asesinato se cometió con armas automáticas o semiautomáticas se da por descontado que se trata de un ajuste de cuentas entre narcos, y ya no se procede”. Otro testigo, que prefiere el anonimato, calcula: “En 2008, el 80% de los muertos fue asesinado por la tropa de ocupación [el ejército]. El porcentaje bajó algo en 2009 porque hubo la contraofensiva de los narcos locales, desplazados pero no derrotados”. Los organismos de derechos humanos comprobaron la responsabilidad de los militares por lo menos en cinco casos de desapariciones de personas y hay cientos de denuncias por crímenes cometidos por uniformados. “En Juárez –sigue el testigo- no hay una guerra entre narcos en la cual el Estado llega a restaurar el orden sino una masacre cometida por el ejército enviado para sustituir un cártel por otro más controlable”. Aquí la pretensión punitiva del Estado ni siquiera caducó por ley. Simplemente el Estado renunció a castigar, porque está involucrado en la violencia.
Así, comenta Maynez, matar se volvió la mejor manera de solucionar asuntos prácticos: “Si le debes 20.000 pesos (unos 1.700 dólares) a alguien te sale más barato pagarle 3.000 pesos a un sicario. Librarse de una esposa o una amante molesta hoy día es muy fácil. Hace poco mataron en su cama a un ex chofer que había quedado tetrapléjico en un accidente de tránsito. Todo indica que lo mató su patrón para no indemnizarlo, pero no hay ningún expediente abierto por este asesinato”.
Tampoco hay un expediente abierto por la muerte de Alfredo Portillo, el yerno de Marisela Ortiz, dirigente de Nuestras Hijas de Regreso a Casa. Marisela, que recibe a Brecha en la escuela donde da clases, está considerada la “madre de Plaza de Mayo” juarense por su lucha contra los feminicidios. Alfredo, como el docente universitario Manuel Arroyo, el dirigente campesino Armando Villareal, el periodista Armando Rodríguez, Josefina Reyes y otros siete defensores de los derechos humanos, junto con anónimos militantes de los movimientos sociales u organizaciones barriales, sindicalistas, estudiantes, jóvenes inconformes, integran la lista de las decenas de “homicidios políticos” en Juárez que ni el Estado ni los medios admiten ni investigan.
Los asesinatos de estos luchadores sociales se atribuyen falazmente a “balas perdidas” o a “asuntos privados”. “Algo habrán hecho”, se dice de ellos. Los responsables de esos crímenes no son, a menudo, ni narcos ni delincuentes comunes, sino el propio ejército. Para los organismos de derechos humanos está comprobada la responsabilidad de los militares por lo menos en cinco casos de desapariciones de personas, y hay cientos de denuncias por abusos cometidos por uniformados.
MODERNIDAD. Juárez es enorme. El espacio de la urbanización hacia el desierto no tiene límites. Las grandes avenidas son recorridas por decenas de patrullas del ejército y de la policía federal. Cada camioneta carga ocho hombres con pasamontañas, armados hasta los dientes y que apuntan en todas direcciones. Camuflados van los militares, casi de negro los policías federales. Su presencia es agobiante, y los retenes bloquean el tránsito de una ciudad donde el deseo de normalidad choca con la realidad. No habían pasado dos horas de mi llegada a la ciudad y ya me bajaron del auto para una revisión corporal a cargo de militares armados.
La mayoría de los autos particulares no tiene placas, pero sí vidrios polarizados, contribuyendo a acrecentar la constante sensación de inseguridad. Por las calles circulan viejos autobuses estadounidenses que vinieron a terminar sus vidas en Juárez. Las caras de los pasajeros sintetizan los distintos pueblos indígenas de todo el país. Cualquier viaje se hace largo entre fraccionamientos habitacionales, grandes centros comerciales y enormes lotes baldíos que se encuentran también en zonas céntricas o semicéntricas. Para llegar a su trabajo los habitantes de estas zonas pierden horas. Seguramente muchos de ellos formaron parte de las importantes luchas comunitarias que tuvieron lugar años atrás para acceder a los servicios básicos. Luz, agua y poco más es lo que quedó del “sueño juarense”.
El urbanista colombiano Edwin Aguirre, investigador del Colegio de la Frontera Norte, ofrece una interesante clave de lectura: “Desde los setenta Ciudad Juárez multiplicó por cinco su población. En estas cuatro décadas no se abrió ni siquiera una escuela preparatoria. Quedan las que había en los años sesenta”. La preparatoria, en el sistema escolar mexicano, equivale al liceo y da acceso a la universidad. Queda claro que ni siquiera se pensó que los inmigrados de primera y segunda generación pudieran ascender socialmente llegando a tener estudios universitarios. “Nunca se los concibió como ciudadanos –comenta Óscar Maynez– y la ciudad entera fue creciendo atendiendo a los intereses de unas pocas grandes familias.”
La gente no vive donde sería mejor sino donde les convino a los dueños de la ciudad: los Zaragoza, los Fuentes, los Vallina. En el México del siglo XXI es fácil reconocer la categoría de “república oligárquica” que caracterizó la América Latina del siglo XIX. Para Ignacio Alvarado, “PRI o PAN no importa. Todos los alcaldes, gobernadores, jefes policiales siempre fueron expresión de la cámara empresarial de la ciudad”. Cuando en los setenta el narcotráfico se superpuso al contrabando fronterizo tradicional “era un negocio para jóvenes de clase media alta subordinados a la DNS [la policía política del PRI]”. El narco juarense aparece así como la expresión estructural de la clase dirigente de la ciudad, una forma de acumulación primaria más junto al lavado de dinero o al contrabando. Se exportaba droga, se importaban armas y todos “mordían”.
En el centro histórico, a orillas del Río Bravo y del muro que George Bush erigió y que ningún Barack Obama desmantelará, la mayoría de los antros (bares, night clubs) están cerrados. Todavía en 2006 el casco antiguo de Juárez era el centro de la vida nocturna binacional. Miles de estadounidenses pasaban la frontera para divertirse, emborracharse, perder dinero en los casinos o comprar sexo barato en los prostíbulos. Cuando pasamos el puente hacia El Paso (que se define orgullosamente como la segunda ciudad más segura de Estados Unidos) tardamos dos horas y media en colas y humillantes trámites fronterizos. Volviendo a México ni siquiera nos chequearían el pasaporte.
En El Paso Brecha se reunió con Gustavo de la Rosa, defensor de los derechos humanos, amenazado de muerte y refugiado allí desde varios meses atrás. Gustavo es objeto de una campaña de solidaridad de Amnistía Internacional y sigue trabajando a tiempo completo para su ciudad: “Los consumos hídricos no mienten. En dos años ya se fueron de Juárez unas 100.000 personas. Las clases medio-altas se mudaron a El Paso. Las obreras retornan al resto de México, en Oaxaca, Durango, Veracruz”. El 25% de las casas de Juárez estarían vacías.
Elizabeth Ávalos denuncia: “Apareció el hambre en las colonias (barrios) más pobres, algo que acá no se conocía. La violencia está destruyendo puestos de trabajo en todos los sectores, incluyendo el informal, que en otros períodos de crisis fue un refugio para muchos. Las maquiladoras que quedan están pagando sueldos de 500 pesos semanales (unos 40 dólares) y hacen contratos de hasta 15 días de duración”.
En dos años, en las maquiladoras se perdieron 80.000 puestos de trabajo, de los 280.000 de apenas un par de años atrás. Ya no es un vaivén como en las crisis del 82 y de 2000. A la desarticulación neoliberal del mercado de trabajo, la crisis internacional que México sufre (el PBI cayó 6,5% en 2009) en el marco de una economía totalmente dependiente de Estados Unidos, Juárez suma los límites difíciles de destrabar entre legalidad e ilegalidad, política y mafia, empresa y narco. La ciudad ya no representa una esperanza para los explotados campesinos y campesinas del interior.
ESTADO DE SITIO
Desde que fue elegido, el presidente Felipe Calderón declaró la guerra al narcotráfico. Su estrategia no consiste en invertir en la sociedad civil y en la legalidad sino en militarizar el territorio valiéndose del controvertido ejército mexicano. Éste está volcado en el orden interno y fue acusado en múltiples instancias de estar plenamente involucrado en el narcotráfico. Lo demuestra el hecho de que el 16 de diciembre de 2009, en Cuernavaca (a centenares de kilómetros del mar, en el estado de Morelos), la DEA estadounidense recurriera a la Marina, en una operación para arrestar y liquidar a ABL, alias «Jefe de jefes». La noche del día citado, Beltrán Leyva esperaba para cenar al general LDP, responsable militar de toda la región.
Desde los operativos de 2007 en Michoacán, Guerrero y Baja California, pasando por el de Chihuahua, iniciado en 2008, 45 mil soldados fueron desplegados en todo el país. El punto crítico de esta estrategia es Juárez, la principal plaza de drogas de México, donde se ha producido casi el 40 por ciento del total de bajas de la guerra narco, sin que se lograra detener la sangría.
El 31 de enero de 2010 marcó un hito en la historia de la guerra en Juárez: 15 estudiantes fueron asesinados en una fiesta en una colonia popular en el sur de la ciudad. Uno o algunos de ellos “estaban metidos en algo”, pero la mayoría eran jóvenes “normales”. La opinión pública, que había permanecido en silencio, aterrorizada por el agravamiento diario de la situación, esta vez reaccionó.
Calderón y su ministro del Interior, Fernando Gómez-Mont, en las repetidas visitas que hicieron a la ciudad el mes pasado, tras años de ausencia, se toparon con importantes manifestaciones de protesta en las que se les acusó de ser responsables política y judicialmente de la catástrofe juarense. El presidente ofreció una militarización aún mayor de la ciudad, además de unos pocos millones de pesos que se invertirán después de décadas de olvido. Muy poco y muy tarde, comentaron los diarios de derecha mexicanos.
Por el contrario, los grandes medios internacionales evitan ensañarse con este país, fiel aliado de Estados Unidos. Es el caso de El País de Madrid, que a menudo exalta los triunfos (sic) de Calderón en su combate al narcotráfico. La de Calderón es “una política de alta simulación”, afirma en cambio Marisela Ortiz. Durante su visita a Juárez el presidente fue increpado por Ñuz María Dávila, madre de dos de los estudiantes asesinados, un hecho simbólico que contribuyó a desnudar al rey.
Obligados por primera vez a dar la cara, Calderón y Gómez-Mont sostuvieron, sin que nadie les creyera, que el ejército no es una de las causas principales de la violencia. Sin embargo, la totalidad de los expertos que Brecha entrevistó en Juárez concordaron en considerar que el ejército y la policía federal no sólo tomaron partido en la guerra entre narcos sino que importaron formas de criminalidad como los secuestros y el pago de “protecciones” (“cuotas”), delitos que agravaron la crisis económica y contribuyeron al cierre de más de 5.000 pymes.
Hoy día en Juárez la vida económica, social y política es simplemente inviable. Nadie espera nada de las inminentes elecciones a gobernador y alcalde, y el PRD, el partido de centroizquierda que en 2006 llegó al 20%, en 2009 bajó al 2. La UNESCO denuncia que hasta las escuelas se ven obligadas a pagar una cuota por cada estudiante para que no los acribillen a la salida de clase. Los jóvenes sicarios se entrenarían demostrando su hombría matando a gente anónima en la calle. En la escuela donde trabaja Marisela Ortiz una enorme pancarta invita a los estudiantes a utilizar autobuses: “No te arriesgues”. Hasta la industria más pujante de la ciudad, la funeraria, está en crisis después de varios casos de amenazas, atentados, secuestros y asesinatos durante los velorios. Son numerosos los entierros “secretos”. Concluye Elizabeth Ávalos: “Hace treinta años que los movimientos sociales denunciamos que este modelo de desarrollo no podía más que llevar a la situación actual. Nunca nos escucharon y esto es lo que sembraron”.
¿LA GUERRA DEL “CHAPO” GUZMÁN?
No es fácil sintetizar el actual estado de la guerra entre narcos ni diagnosticar hasta cuándo puede durar esta violencia sin límites. Lo que está claro es que poco está haciendo el gobierno contra el cártel de Sinaloa.
Joaquín Guzmán Loera, 1954, apodado “Chapo”, jefe del cártel de Sinaloa, es probablemente el mayor narcotraficante del mundo. Según la revista estadounidense Forbes, acumuló una fortuna de más de mil millones de dólares y está entre las 40 personas más influyentes del planeta. Arrestado en 1989, logró fugarse de la cárcel de alta seguridad de Puente Grande en 2001, apenas después de que el derechista PAN llegara al poder en México. Quien habría gestionado su fuga habría sido el propio procurador general de la República en épocas de Vicente Fox, Eduardo Medina-Mora. Hoy sólo la DEA estadounidense parece interesada en su captura, ya que Calderón, un presidente que nunca habla de corrupción en uno de los países más corruptos del planeta, no muestra ningún apuro para detenerlo.
La lógica de los “operativos conjuntos” en Chihuaua y en otros estados responde teóricamente a la estrategia concordada con la DEA desde los primeros días del gobierno de Felipe Calderón: exterminar a los cárteles menores y “controlar” a los mayores. Sin embargo, el gobierno mexicano “malinterpretó” las líneas de la DEA y en lugar de “controlar” al cártel de Sinaloa parece colaborar con éste.
Múltiples investigaciones y testimonios recogidos por Brecha cuentan una guerra donde el bando del Chapo entra en Juárez sólo cuando pudo contar con el apoyo militar. El ejército, el propio partido de gobierno, el PAN, y la policía federal en Juárez serían, según las distintas interpretaciones, aliados o subordinados de Guzmán, que sólo con esta ayuda pudo colocar a los suyos en el lugar ocupado antes por las pandillas aniquiladas, como los “aztecas”. Lo que es seguro es que fuera quien fuera que haya decidido desatar la guerra por Juárez –el Chapo, Calderón, el ejército, la DEA– dos años y 4.700 muertos después aún no pudo ganar.
Si el cártel del Chapo está considerado la expresión empresarial y profesionalizada del narcotráfico, el de Juárez, implicado en varios casos de feminicidio, aparece como una estructura criminal tradicional que ya no está capacitada para gestionar el mayor negocio del país. Sin embargo, el cártel de Juárez sigue jugando de local y el precio de la traición es la muerte. Al controlar aún a las policías locales y contar con la cantera infinita de los hijos y nietos de la maquila, pudo resistir a la primera avalancha y contraatacar utilizando incluso técnicas de guerrilla. En ese contexto, el sentido de la matanza de los estudiantes del 31 de enero habría sido crear un evento mediático para que el “aliado” Calderón pudiera terminar de militarizar la ciudad. Con una Juárez inundada de soldados –podrían llegar hasta 50.000, según algunas fuentes–, se podría acabar con el cártel de Juárez, a un precio de muertes, violaciones y desapariciones tal vez sin precedentes en la violenta historia del país.
Mientras los niveles de violencia trepan y en Juárez una madre puede morir por tener un auto parecido al de un narco buscado por sicarios, hay quien dice: “Lo mejor para Juárez sería que ganara el Chapo y pacificara a su manera la ciudad”, cual vietcongs en Saigón. Miles serían los muertos y cientos de miles los refugiados adicionales en una guerra abierta que al complejo mediático mundial no le interesa narrar porque da cuenta del recorrido histórico del neoliberalismo: con la sociedad civil desmantelada y si todo lo que da ganancia es bueno, el triunfo sonreirá a los Chapo Guzmán, el más moderno de los empresarios neoliberales.