Manuel E. Yepe


Filológicamente, se denomina victoria pírrica a aquella que se logra a un costo tan grande que no alcanza a ser compensado por la ventaja adquirida en la batalla. Y creo que es eso exactamente a lo que está abocado Estados Unidos, por la ambición desmedida de una oligarquía desenfrenada que ha hecho de las guerras su modus operandi de dominación.

Según el Premio Nobel de Economía Joseph Stiglitz, la guerra de Irak costará a Estados Unidos entre tres y cinco billones de dólares ($3-5 trillion dollars). Pero los expertos norteamericanos en cuestiones de seguridad nacional dicen que la guerra de Irak ha incrementado la amenaza del terrorismo en vez de reducirla. En términos de credibilidad, las mentiras de que se sirvió Washington para emprender la guerra de Irak (una supuesta relación del presidente Sadaam Hussein con los actos terroristas del once de septiembre de 2001 y las afirmaciones de que Irak tenía Armas de Destrucción Masiva) han tenido un costo impagable para la diplomacia estadounidense.

Y la actual guerra en Afganistán no está constituyendo un fardo menor para la economía de Estados Unidos ni para la credibilidad de su política exterior. Esta otra ingloriosa cruzada se libra contra un puñado de combatientes de Al Qaeda cuyo número, según fuentes de la inteligencia de Estados Unidos citadas por la emisora ABC, no llega en Afganistán a 100 combatientes. Con el despliegue de 100.000 soldados en esa nación asiática que le cuestan anualmente al Pentágono unos 30 mil millones de dólares, Estados Unidos está comprometiendo mil efectivos y 300 millones de dólares al año por cada combatiente de Al Qaeda que persigue.

Según varios ex importantes altos funcionarios del gobierno de Estados Unidos, incluyendo el ex director de la CIA George Tenet y el ex secretario del Tesoro Paul Neill, la guerra contra Irak había sido  planeada antes del 11 de septiembre de 2001. Y hay muchos indicios de que la guerra de Afganistán había sido similarmente proyectada por el Gobierno de Estados Unidos antes que ocurrieran aquellos tristes sucesos en Washington DC y New York.  De modo que las debacles que están sufriendo sus fuerzas armadas en estas dos guerras no pueden achacarse a la improvisación.

Se ha escrito reiteradamente que los combatientes talibanes, con quienes Estados Unidos mantenía relaciones muy estrechas en el período en que la Unión Soviética era la superpotencia extranjera determinante en aquel país, propusieron a los norteamericanos en 2001 deshacerse de Osama Bin Laden, y fue Washington quien decidió no hacerlo, por consideración a los viejos lazos de amistad y compromisos de negocios que unían a las familias Bin Laden y Bush desde mucho tiempo atrás. A la luz del acontecer actual, Estados Unidos se habría ahorrado cientos de miles de millones de dólares en gastos de guerra si hubiera pasado por alto tan escrupulosa prevención “ética”.

Ya se perfila una nueva guerra, contra Yemen, sin que haya desaparecido la amenaza de un próximo conflicto contra Irán de gran envergadura.

Tan errática actuación en materia de políticas de guerra y de relaciones internacionales por parte de la más poderosa y hoy  única superpotencia del planeta es inexplicable a la luz de la lógica o de la economía, incluso si se prescinde de una valoración moral.

Dicen algunos economistas norteamericanos que las guerras irremediablemente provocan recesión; otros afirman que estimulan la economía, si la victoria es rápida. Pero todos coinciden en que los conflictos bélicos que Estados Unidos sostiene hoy son dañinos a su economía, aunque inicialmente aporten puestos de trabajo por la expansión de la industria militar.

Es una contradicción mayúscula el hecho de que en Estados Unidos, el gran líder del capitalismo mundial y primer defensor de la empresa privada a nivel global, tenga efecto un fortalecimiento de la economía centralizada a causa del auge de la economía militar que es ya varias veces mayor que el resto de la economía y es el único sector que ha creado nuevos empleos en el último decenio.

Es incuestionable que la economía de guerra puede generar y está generando fabulosas utilidades en Estados Unidos a partir de su posición de única superpotencia mundial capaz, al menos en teoría, de doblegar por las armas a cualquier otra nación del planeta en virtud de una amplia superioridad en términos de los recursos económicos que puede movilizar en el terreno de la tecnología militar. Mucho más si cuenta con el apoyo de  los más ricos del primer mundo y son los “enemigos de su seguridad nacional” países del tercer mundo que pugnan por el desarrollo.

Pero los favorecidos de esta política de guerra tras guerra que mueve a Estados Unidos casi desde que emergió de las cenizas de la II Guerra Mundial como la potencia que menos dañó el conflicto, no son los ciudadanos de ese país sino la oligarquía que integra el complejo militar-industrial. La ciudadanía de los Estados Unidos, la que pone los muertos y los mutilados y sufre el desempleo y la caída de su nivel de vida, es la que está perdiendo con cada victoria pírrica que su país logra contra las naciones que pretende humillar. Por ahora, las derrotas son en términos de prestigio, respeto y credibilidad y repercuten en sus nexos con el resto de una humanidad cada vez más ingobernable por el imperio.