Jacmel, de 34 mil habitantes, fue arrasada entre 50 y 60 por ciento. No se tiene ni idea de las víctimas. Gressier, de 25 mil habitantes, quedó destruido entre 40 y 50 por ciento. Carrefour, conlindante con Puerto Príncipe, con 334 mil habitantes, está devastado entre 40 y 50 por ciento.
Ahí el abandono es casi total.
Pero sólo en algunos derrumbes focalizados operan equipos de rescatistas con todos los medios técnicos necesarios: buldózeres, trascavos, grúas y los admirables binomios perro-hombre. Esto ocurre sobre todo donde las víctimas son familiares de funcionarios o en los grandes derrumbes sobre las avenidas principales.
En las calles transversales, en los barrios pobres, en las barrancas donde la destrucción es masiva, también se trabaja. Grupos pequeños o almas solitarias que siguen rascando con las uñas, un palo, si acaso una pala, convencidos de que bajo tanto cascajo alguien respira todavía.
Por ejemplo, la casa desplomada de los suegros del presidente Renè Préval, donde se sabe que el abuelo de sus hijos yace muerto. O el hotel Montana, donde se calcula que murieron cerca de 200 personas. Ahí se concentran los mejores recursos de rescate. La mujer del general de la Misión de Estabilización de la ONU para Haití (Minustah) –cuya cúpula completa murió bajo los techos de concreto de otro hotel colapsado, el Christopher– falleció en el Montana. Aun no se recupera su cuerpo.
La experiencia demuestra que es demasiado corto el «plazo razonable» de 72 horas establecido por la ONU, como para tener esperanzas de vida. Ayer mismo se repitió el milagro. Este domingo el secretario general de la ONU estuvo en las ruinas del hotel Christopher, donde la cúpula de la misión para Haití encontró la muerte. Durante su presencia ahí se escucharon leves golpes en una pared. La búsqueda se concentró ahí. Dos horas después, un sobreviviente –diplomático danés de la misión de estabilización– salió flaco como un espectro, exhausto pero caminando por su propio pie. Ahí la mortandad fue altísima. En el momento del terremoto había al menos un centenar de trabajadores y funcionarios internacionales y cerca de 500 empleados haitianos.
Heiner Rosental, alto funcionario de la Minustah, recuerda que apenas el sábado anterior hubo en ese mismo hotel, convertido en cuartel general de la misión, una recepción para celebrar el año nuevo. Asistieron 65 personas. Hoy una tercera parte de los asistentes a esa fiesta están muertos. Él mismo es otro milagro andante. En el momento del temblor el diplomático alemán estaba en un bungaló del hotel que se le asignó como oficina, fuera del edificio central de seis pisos. Durante los primeros instantes de la sacudida recordó una noción de su juventud: en caso de terremoto refugiarse en una esquina. Segundos después pensó que su decisión había sido un error. Pero no lo fue. Esa decisión le salvó la vida.
A seis días del terremoto otros signos vitales de la sociedad empiezan a recobrar el aliento. Las radioemisoras, por ejemplo. Todas, excepto una, Signal FM, salieron del aire. Hoy empezaron a sonar otras dos de las más populares: Kiskeya y Radio Metropole. La información empieza a circular y da oxígeno a la organización. En las emisiones la gente empieza a hacer oír su voz, a denunciar, a quejarse. Debates políticos sobre los efectos de la catástrofe, quejas, listas de víctimas, convocatorias a sumarse a las redes ciudadanas que empiezan a tomar forma y a ocupar los espacios que la administración del gobierno ha dejado vacíos.
Las ondas radiales también hacen eco del sordo debate que ha tensado las relaciones diplomáticas en este país donde el gobierno de Estados Unidos ha impreso un fuerte acento militar a una acción que debería, sobre todo, ser humanitaria. Algunos gobiernos –Francia notablemente, pero también Brasil y Chile– han expresado su malestar por el papel de control y mando que Washington pretende en ese país donde en varias etapas de su historia ha tomado una función de tutela.