J. M. Pasquini Durán
Al señorito Hernán Pérez, conocido en el mundo bancario y social por su segundo nombre y el apellido materno, Martín Redrado, alguien debió avisarle a tiempo que los Reyes Magos son los padres. Así, tal vez, hubieran evitado que este 6 de enero se quedara esperando que Melchor, Gaspar o Baltazar lo declarasen autoridad suprema, única, intocable del Banco Central. El espíritu práctico de su abogado Gregorio Badeni (Premio Platino Konex) logró que una jueza le otorgue un recurso de amparo para seguir tirando en el puesto hasta que alguna otra instancia decida sobre la cuestión de fondo que sigue intacta.
Mientras tanto, en lugar de los Reyes aparecieron dos radicales, Sanz y Morales, que se constituyeron en el lugar dispuestos a todo para que nadie le meta mano a la reserva, como si fuera hija propia, aunque poco tuvieran que ver con esa paternidad. Cuando el correligionario y jefe De la Rúa se hundió en sus ineptitudes, las reservas acumuladas en el Central andaban por los 8000 millones de dólares, mientras que ahora pasan los 48.000 millones. A la pareja de cruzados, es obvio que de Pérez Redrado sólo les interesa el provecho que puedan sacar de la situación para sus réditos político-electorales. Lo mismo sucede con el resto de la oposición, empeñada en llevarle la contraria al gobierno nacional, que le hubiera iniciado juicio político en lugar de defenderlo al ahora ex presidente del Central si accedía a la demanda del Poder Ejecutivo.
Esta confrontación abierta tardó más de la cuenta en manifestarse, porque desde el primer día, cuando Pérez Redrado fue propuesto al Senado por Néstor Kirchner, estaba claro que el “golden boy”, apodo social del renunciado, hacía juego con una institución cuyas bases y principios fueron modeladas por los conservadores. Para no ir un siglo atrás, la Carta Orgánica del Banco Central fue elaborada por Domingo Cavallo y la Ley de Entidades Financieras reconoce la mano de José Alfredo Martínez de Hoz. Este, además de ministro central de los primeros años del terrorismo de Estado, fue asesor del presidente Carlos Menem y de Mingo, bien sabido es, fue convocado por el gobierno de la Alianza como la respuesta a todas sus plegarias (las de él y las de la Casa Rosada). Ni peronistas ni radicales tuvieron la decisión en la reforma constitucional de 1994 de regar al Banco Federal, como lo llama el texto magno, con valores democráticos. De haberlo hecho, a esta hora el debate sería muy distinto. El Banco Central de la República Argentina (BCRA) es una institución remanente, entre tantas otras, de lo que los Kirchner gustan en llamar “el otro modelo”, o sea el neoliberal conservador.
Los formalistas que invocan la Carta del Mingo o determinados procedimientos protocolares, en su mayoría, usan las apariencias como un biombo para ocultar los contenidos reales que ilustran al BCRA. Obsesionados por la aparente facilidad con que la presidenta Cristina se lleva por delante algunos de los tótems del pensamiento conservador y, también, acosados por la incertidumbre acerca de futuros electoralistas, opositores progresistas y de centroizquierda se dejaron ganar por las ideas formalistas: “El presidente del BCRA es intocable si nadie lo encuentra orinando sobre el busto de Pellegrini”, “las reservas no se tocan”, “estos Kirchner operan como una monarquía”. Hay una mitad, por lo menos, de juristas dispuestos a encontrarles razonabilidad a los decretos presidenciales y, por supuesto, otra mitad adherida a los valores implícitos de la institución cuestionada. Ayer ya hubo prueba y en estos días se conocerán fallos de uno y otro bando y en unas cuantas semanas más tendremos a los legisladores abandonando los falsos recintos de los sets televisivos para ir a sentarse a las poltronas que les otorgó el voto popular. Rating no es equivalente a voto en la forma y en el fondo de la democracia republicana. Del mismo modo, es imposible creer que las cuestiones ideológicas puedan resolverse con un expediente judicial. Y lo que hay en todo este embrollo, más allá de la superficie y las palabras, son disidencias ideológicas, concepciones distintas sobre el Estado y la moneda.
Cuando se reúna el Congreso, la más apropiada discusión sería uno o varios proyectos que reorganicen al sector financiero empezando por el BCRA. Fuentes confiables aseguran que Carlos Heller, titular de Credicoop, con su experiencia personal a cuestas y el debido asesoramiento de expertos en la materia –no ha sido poco el mérito de quienes levantaron ese banco desde las cajas barriales de crédito– está abocado a la tarea de redactar propuestas pertinentes. Sería auspicioso que los que se reconocen como independientes de centroizquierda averigüen el dato y vayan asumiendo una posición más lógica para los inminentes debates, en lugar de sumarse alegremente al carnaval de esa murga llamada “oposición” como si se tratara de un género, una raza o una religión.
Como este caso no trata de sectas aunque sí de dogmas, hasta el sentido común indica que en la casa de todos, según la Constitución que tanto se menea en estas horas, el Estado está organizado en tres poderes (Ejecutivo, Legislativo y Judicial), no en cuatro, y que el BCRA no puede desoír los instructivos presidenciales como si fueran una mera opinión ni necesita fundamentos especiales para usar divisas que no respaldan moneda en circulación ni desatienden ninguna de las obligaciones del mismo banco. Aquí no está en discusión la virginidad de Pérez ni otra grosería semejante, sino simplemente una estrategia económico-financiera relacionada con acreedores y prestamistas internacionales, además de la calificación argentina en las mesas de crédito oficial y privado. ¿No era que el país estaba tan aislado que sólo le prestaba Chávez a tasas abusivas? Pues bien, ahora que se trata de abrir otras puertas en el mundo resulta que se llega a decir, a falta de mejores argumentos, que el Gobierno quiere usar las reservas para pagar el gasto corriente porque está poco menos que fundido.
O, como sugiere el vicepresidente del oficialismo y aspirante a líder de la oposición, J. Cleto Cobos, hay temor de que alguien (un fondo buitre para decirlo con precisión) pueda embargar esas reservas si abandonan el sacrosanto refugio del BCRA. En estas y otras opciones alarmistas, la oposición responsable debería estar más preocupada por el futuro del país antes que por el quince por ciento de las reservas. Más aún: a lo mejor, antes de la quiebra, hay que echar mano a ese recurso con la venia de todos. La actitud del Estado norteamericano en su crisis financiera fue clara y directa: no hay recetas ni dogmas que impidan encontrar soluciones. Si los Kirchner fracasaran como De la Rúa, el pastizal ardería hasta lugares remotos.
Estuvo bueno iniciar el año del Bicentenario y la segunda década del siglo XXI con un debate profundo sobre un área que siempre aparece lejana del mundanal ruido, cuando en realidad es la que controla buena parte de la consola de sonido. “¿Quién ha visto un dólar?”, preguntaba Perón a mediados del siglo pasado. Ahora está la respuesta: la mayor parte de la población urbana y de los centros turísticos. No es menor el deber de quien debe comprar y vender millones para que la tasa de cambio se mantenga estable y favorezca los negocios, tanto de los grandes exportadores como del artesano que vende chocolate caliente en algún lugar de El Calafate. Los gurúes de la economía, con pocas excepciones diferentes a los valores programáticos del BCRA, habían pronosticado que las mayores tensiones serían sociales, tanto de los pobres como de los trabajadores sindicalizados. Las primeras movilizaciones del año parecían darles la razón: eran movimientos sociales reclamando una porción de la torta de los planes asistenciales, con acampes, cortes de avenidas principales y otras posiciones de fuerza. Por lo bajo, en algunas intendencias bonaerenses, ya se hablaba de posibles saqueos y atropellos de ese porte.
En una sociedad partida en mundos separados, donde la vida de unos nada tiene que ver con las oportunidades de los otros, todas esas versiones son creíbles, aunque sean meros rumores, porque faltan puentes de encuentro, oportunidades para el diálogo, disposición al gesto amable. Hay tanta hostilidad circulante, tanto agravio y rencor acumulados, tantas diferencias cada vez más insalvables, brechas que fueron fisuras y hoy son abismos entre grupos económicos diferentes, que la desintegración social es quizá la mayor amenaza de futuro que enfrenta la nación en el Bicentenario. Por eso, los vocingleros que recorren canales y radios para alabar su hidalga predisposición a preservar las reservas y a Pérez Redrado deberían comprarse un nuevo mapa para ubicar con precisión por dónde anda el pueblo.