Pablo Donadio

Página 12

 

Participó con Paulo Freire en el movimiento de educación y alfabetización de Brasil, abortado por la dictadura y retomado en múltiples formas con el regreso de la democracia. En una de sus frecuentes visitas a la Argentina charló con Página/12 sobre los procesos de construcción latinoamericana.

 

”Es una maravilla Latinoamérica. Tú no sabes” dice Valeria (así le gusta que la llamen) mientras enciende uno de los pocos cigarros brasileños que le quedan. “Este vicio che, es casi como el que tengo por la enseñanza. No los puedo dejar a ninguno de los dos”, afirma en perfecto portuñol no bien se hace un rato para la charla. No es la primera vez que la escritora y educadora popular del Nordeste brasileño llega al país: sus colaboraciones han sido claves para el proyecto local del Colectivo Ciudadanía, una iniciativa que involucra a organizaciones sociales, grupos y movimientos provinciales de Buenos Aires, Catamarca, Chaco, Formosa, Jujuy, La Rioja, Mendoza, Misiones, Salta, Santa Fe, Santiago del Estero y Tucumán, que trabajan en articulación con ámbitos estatales para promover políticas públicas democráticas, con especial énfasis en cuestiones de género, tierra y distribución de la riqueza.

–¿Qué le ha enseñado la educación popular?

–Creo que me ha transformado en algo así como un experimento histórico de 67 años (risas). Este camino no sólo me ha permitido conocer los pueblos más diversos, se ha transformado para mí en un sendero de esperanza, porque como nos decía (Paulo) Freire, le enseñanza se apoya tanto en la importancia de las técnicas de formación como en los sueños. El acto educativo de aprender/enseñar lleva consigo una acción compartida. Por eso cuando me asaltan las dudas y los desánimos, tengo la certeza de que soy yo quien no ve la salida, y allí recurro a los compañeros. El aprendizaje y la creación no es un proceso individual del genio encerrado en su oficina produciendo un pensamiento iluminador para toda la humanidad. Es un resultado de un proceso colectivo. Ese poner en común es hacer de la sociedad humana, fuera de la cual no podemos vivir, un medio más vivible y no sencillamente sobrevivible.

–¿Cómo fue su relación con Paulo Freire?

–Conocí a Freire en Río de Janeiro en 1963, antes del golpe. Yo participaba en las movilizaciones estudiantiles y él vino a dirigir el Plan Nacional de Alfabetización, en el que también participaban varios de mis amigos. Allí me sumé, pero cuando los militares abortaron el plan, Freire se exilió en Chile. En el 69 viajé a hacer un curso con él por tres meses, cuando retomaba el desarrollo de su metodología en el Instituto de Reforma Agraria chilena, todavía bajo el gobierno de Frei. Pero la ola golpista también llegó allí, y entonces partió a Europa, por lo que nuestra relación siguió de manera informal, aunque en cada viaje que yo hacía trataba de encontrarlo. En los años 70 y 80 seguí trabajando en el interior del Nordeste en esa línea que nos había inculcado, y nuestra experiencia en el Movimiento Popular de Alfabetización en Guarabira fue una de las primeras que él fue a visitar cuando volvió del exilio: llegó de sorpresa y nos dio una emoción muy fuerte. Después nos encontramos algunas veces, sobre todo cuando estaba en la Secretaría de Educación de San Pablo, donde creó el MOVA, otro movimiento popular que articulaba las iniciativas de base con el trabajo de la Alcaldía.

–¿Se ponía en práctica la educación como otra forma de militancia?

–Encontrarme e intercambiar ideas con Freire siempre me ha reafirmado la importancia fundamental de la educación como quehacer político. Como una certeza de que hay que seguir adelante sin desistir nunca, y que no hay, o no debe haber, contradicción entre la acción política y el ser cuidado.

Rezende empezó tempranamente su camino de militancia, y en 1965 ingresó a la congregación Canónigas de San Agustín, desde donde ejerció una gran labor social, especialmente en la erradicación del analfabetismo. Sus trabajos en comunidades de la periferia de San Pablo y con la sindical clandestina de obreros metalúrgicos, se conjugaron con el exilio en 1971, cuando partió a trabajar a distintos países, algunos por más desafiantes por idioma, costumbres e historia, como Argelia, China y el Timor Oriental. De paso por EE.UU., México y Europa, su regreso a Brasil se basó en la formación social de comunidades de Guarabira, y vivió en ese entorno rural hasta 1986, cuando se trasladó a Joao Pessoa, capital de Paraíba, donde actualmente vive. Al año siguiente fundó la Escuela de Formación Quilombo dos Palmares (Equip), abierta a educadores populares de los nueve estados del Nordeste brasileño.

–¿Pese a lo ocurrido en Honduras, cree que estamos aprendiendo a defender “lo nuestro” como región?

–Pienso que sí, pero todavía estamos en la edad de piedra respecto de la convivencia social. Tenemos que caminar muchísimo. La sociedad es tan compleja y su movimiento, cambios e intercambios, no los vamos a comprender si no seguimos caminando con la palabra de todo el pueblo. Y eso no es un acto de concesión paternalista a pobres, a menos escolarizados, o a la masa popular. Es un deber. En Latinoamérica hubo olas de movilización popular masiva, en general catalizadas por un liderazgo carismático, y se han hecho algunas cosas importantes en la historia de nuestros pueblos. Pero la permanencia de esas políticas tuvo cierta dificultad, ya que no había un tejido estable de organización, de expresiones diversas y autoconscientes de los distintos intereses populares. Entre la masa y el líder faltaba algo. En estos últimos años, a veces lenta y hasta brutalmente, se ha ido construyendo una red múltiple de formas de organización y saberes populares que sembraron una gran semilla en muchos países. Los líderes carismáticos siguen existiendo, pero son la punta de lanza de un proceso más amplio y, en general, la iniciativa les pertenece ahora a los pueblos. Hay excepciones, pero la Bolivia de Evo Morales, por ejemplo, es un gran Norte en este sentido.

–Sin embargo, y producto de algunos acontecimientos recientes, hay quienes señalan que estos son logros fragmentados, aislados.

–La fragmentación, como la diversidad, existe. Y puede ser un problema si no se sabe articular los distintos espacios. Pero tiene algo muy positivo: su fuerza. No puede aplastarse cortando una cabeza aquí y otra allá. Es un cuerpo amplio, protético, con muchas cabezas.

–No han muerto las utopías entonces.

–Claro que no. Los que afirman que han muerto porque no se han podido realizar cometen un gran engaño. Las utopías no son la meta, sino una suerte de Cruz del Sur como tenían los navegantes del siglo XVI. Algo así como una referencia para evaluar los avances y las correcciones del rumbo, pero para llegar a algún puerto concreto, no a la estrella. Creo que es bueno recuperar este sentido de la utopía, y así como las estrellas tienen intermitencias, las utopías pueden reformularse, pero jamás las perderemos de vista.

–¿Se puede decir que está cerrado el “patio trasero” del imperialismo?

–No soy especialista en política, pero sé, he visto, que están pasando cosas nuevas, interesantes, en nuestra región: insisto con Morales en Bolivia, algunas acciones de Chávez en Venezuela, y hasta los procesos brasileños y argentinos han tenido sus avances y retrocesos, pero han sabido construir un camino legítimo y soberano en su andar. Sí sé con íntima certeza, que hoy tenemos como nunca en la historia –después de los intentos integradores del tiempo de las luchas por independencia en el XIX– posibilidades reales de reaccionar, de planificar y de actuar en conjunto. Y de hacerlo como un continente con voz y soluciones propias. Me parece que la presencia de presidentes latinoamericanos en el Forum Social Mundial en Belém, así como en otros espacios de diálogo común, es una señal simbólica muy fuerte. Por primera vez los representantes máximos de varios Estados, elegidos por voto popular, se muestran en conjunto fuera de sus palacios y van a buscar el contacto directo, la participación en terreno de la ciudadanía activa, con movimientos sociales populares que han construido caminos conjuntos. ¿Podría estar pasando esto en otro continente hoy?

–¿Alcanza con eso?

–Depende para qué. Si se quiere cambiar la historia habrá que sumar el trabajo cotidiano, paciente y omnipresente de la formación de las personas, individualmente y en colectivos concretos y responsables. Y habrá que dejar algunos egoísmos de lado. A veces sucede que queremos actuar, pero a condición de que seamos nosotros las estrellas del espectáculo, aunque sea en un teatrito de aldea. En el gran teatro de la historia no hay posibilidad del espectáculo de un solo hombre. Ahí somos mucho más necesarios y numerosos los que actuamos en los bastidores. Sin eso, que para mí es parte de un trabajo incansable de educación popular sobre lo crítico-político, lo ético, técnico y cultural, de nada sirven los encuentros, los planes, las declaraciones. La crisis del capitalismo –y creo que ésta es la más pura y característica de la historia, sin que pueda atribuírsela a nada más que la aplicación sin límites de sus dogmas– nos da argumentos y abre espacios a lo nuevo. Por eso debemos continuar en este camino que exige pasar de nuestros pequeños experimentos de organizaciones sociales, a la arriesgada versión macro. Ahí habrá impurezas y cosas fuera de control, pero las consecuencias serán más importantes para nuestros pueblos.

–¿Y esa articulación entre organizaciones y Estado tiene fecha de vencimiento?

–Las organizaciones sociales deben valorar su autonomía frente a los aparatos de gobierno, pero frente al Estado (si éste es una expresión de los intereses del conjunto) no sé si la distancia debe ser tal. Hay que estar atento y no transformarse en meras correas de transmisión de la política o los intereses de grupos gobernantes, estén o no en el poder. Y de eso Argentina sabe mucho. Si estamos pensando en un Estado como herramienta de realización en manos de un pueblo organizado y articulado a través de sus organizaciones, es otra cosa. Lo que dure dependerá de los objetivos conjuntos, porque también las organizaciones pueden pasar a ser aparatos vacíos y ya no la expresión legítima de una necesidad del pueblo.

–¿La escritura ha sido otra forma de militancia para usted?

–Lo veo como una consecuencia. Mis cuentos y novelas son una ficción que se ha ido armando como un hilo de costura de otras historias, a veces silenciosas, pero nunca opacas. Recién cuando me hice lectora de mí misma me di cuenta de que decía cosas importantes respecto de esa experiencia, y de que el saber está por todas partes y en cada persona. Como educadora popular tengo la absoluta convicción, confirmada miles de veces por la práctica, de que los conocimientos más importantes que tenemos que construir, y las transformaciones más importantes para cambiar la sociedad, salen de la experiencia procesada de la gente. Los libros, los míos y los de todos, no son anteriores a la vida. El gran desafió, tanto para los militantes políticos como para nosotros los educadores populares, es pasar en política del “arte por el arte” a lo que, con todo el riesgo de errar, sea el “arte para las masas”.

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