Pedro Ayres

 

Uno de los aspectos más interesantes de aquello que podríamos llamar política ideológica imperialista desarrollada por Estados Unidos es su aspecto teleológico, cuando todo y todos son transformados en simples medios para la realización de algo parecido con los «Mil Años del 3º Reich». Es de este modo que se debe entender y analizar lo que es practicado por Estados Unidos. Aunque hablen en nombre de los «principios» fundacionales de su República y de su nación como bases doctrinarias, éticas y filosóficas, son tan genéricos en la conceptuación objetiva del que sean esos «principios». «Principios» esos que todo permiten, menos una cosa, el cuestionamiento de la bondad del sistema capitalista y de los servicios que el Estado debe prestar ad perpetum rei memoriam.

Un Estado siempre al servicio de la acumulación, del mantenimiento, de la expansión de las zonas bajo su dominio o explotación, así como en la agresiva y cruel rapiña que practica para garantizar el poder y la riqueza de sus empresas transnacionales. La moralidad de esos actos sólo tiene una base – el logro y las ventajas justifican todo, puesto que «la riqueza es buena a los ojos de Dios».

Los poderes político, económico y militar de Estados Unidos, aunque «administren» el país en nombre del pueblo, en la realidad, como los hechos demuestran, no están a servicio de la población yanqui, pero a la disposición de los anhelos y ambiciones del gran capital que rige y domina todoel país, a partir de Washington y de Wall Street hasta las máquinas político-administrativas estatales y municipales. Si miráramos con los ojos de quien quiera ver, identificaremos que los Estados Unidos hace siglos viven bajo una rígida y disimulada dictadura en que el pueblo es sólo mano-de-obra y materia prima para las guerras de rapiña y conquista que esos grupos determinan.

Como eses grupos empresariales tienen el control de los medios de comunicación ha sido fácil el convencimento de que sus guerras son necesarias para defender la democracia(sic) y la libertad(sic). Esta propaganda fue tan eficaz que anestesió parcelas de la humanidad, haciendo del imoral y de la crueldad algo inevitable y placentero. Y no es novedad, eso tiene la misma edad que la formación de los Estados Unidos y hasta la antecede. Vino con los pilgrims. Es oportuno destacar la doble moral que siempre caracterizó los Estados Unidos desde su fundación. Una doblez que tiene sus orígenes en la génesis del capitalismo y permitía que existiera la esclavitud de los negros, la deportación y el genocidio de los indios al mismo tiempo que la religiosidad puritana.

En sus 22 primeros años como nación independiente, la presidencia estuvo en manos de propietarios de esclavos y terratenientes. También eran propietarios de esclavos los que redactaron la Declaración de Independencia y la Constitución. Sin esclavitud no se puede entender la «libertad americana»: las dos estaban vinculadas, sosteniéndose una a la otra. Mientras la esclavitud aseguraba el firme control en el ámbito de la producción, la expansión hacia el Oeste servía para desactivar el conflicto social, transformando el proletariado en una clase de propietarios agrícolas a expensas de los pueblos originarios, que serían expulsados o aniquilados. Un proceso que hoy tiene continuidad en Irak, Afganistán, Honduras, Colombia, Panamá, etc. Con respecto a ese hecho, numerosos intelectuales norteamericanos se refirieron a una «Herrenvolk democracy», o sea, una «democracia del pueblo de Señores», como la concreta base en que se asienta la política ideológica de los Estados Unidos.

Un concepto que es la base de sus paranoicos sueños de dominación del mundo y del cual este dominio es una determinación del Destino, de la propia Historia y de la natural evolución de la humanidad, según su sociopatia política de «un pueblo con destino manifiesto». Es la propria megalomania transformada en realpolitik. En la realidad, la categoría «democracia del pueblo de Señores» puede ser útil para explicar la historia del Occidente como uno todo, pues, «last but not least», es la síntesis del capitalismo y de su principal regla, la constante y permanente acumulación.

REMOTOS ORÍGENES DE UN PROBLEMA Y TRAGEDIA

El sociólogo Max Weber fue uno de los primeros científicos sociales en tener en cuenta la importancia de la mentalidad religiosa en la configuración de la economía política. Su objetivo era refutar la tesis de Karl Marx, según la cual el capitalismo hubo nacido solamente de la explotación del hombre por el hombre. Para Weber, el moderno sistema económico habría sido impulsado por un cambio comportamental provocada por la Reforma Luterana del siglo XVI. Ocasión de la que emergió un fuerte sentido de predestinación, vocación para el trabajo y para la acumulación de la riqueza, que era algo bien virtuoso para la mayoría de los protestantes. En cuestiones de ahorro llegaban casi a la avaricia. En todo buscaban contraponerse al catolicismo renacentista. Como compensación a la insipidez de sus vidas, promovieron la ética de la riqueza como fuente de la satisfacción personal y a ella, al trabajo y a la profesión, se dedicaron con energía sagrada. Cabe a Max Weber en una obra famosa («La ética protestante y el espíritu del capitalismo», 1904-5), relacionar ese comportamiento con el ascenso del capitalismo. Weber no aceptaba las tesis de Marx sobre la «acumulación primitiva», que denunciaba la rapiña y la expoliación de los campesinos como las bases de aquel modo de producción.

Como el desarrollo del protestantismo va a ser mucho más fuerte en las emergentes capas medias burguesas y algunos sectores de la aristocracia empobrecida, ese movimiento de rebeldía religosa pasa gradualmente a ser la base teórica del capitalismo que estaba siendo forjado como una práctica social y económica de parte de Europa. Una ideología que estaba siendo gestada en las entrañas medievales. Algo que el Renacimiento y el Iluminismo irán demostrar con sus llamamientos para el progreso científico y político-jurídico de Europa. El aspecto político jurídico adquiere una importancia hasta entonces inexistente como indica la gran confusión institucional y juridiscional que existía en la época.

La existencia de diferentes órdenes jurídicas para distinguidas actividades, clases, individuos y territorios no tenía nada de extraño en aquella época. Nobles con sus derechos extraordinarios; religiosos con sus privilegios, o sea, el derecho de una aplicación favorable de un precepto especial de la ley; ciudades y asociaciones con independencia para actuar, como Venecia, Liga Hanseática, son algunos de esos ejemplos. De ese modo, forzados por el cada vez mayor poder del sistema bancario y monetario, que permitía la financiación de grandes empresas mercantiles, los mercaderes, banqueros y las nuevas corporaciones y sociedades por acciones cuidaron de elaborar una legislación que les fuera favorable y que regulase hasta el intercambio externo. Su expansión legal, no sólo propició la consolidación del comercio como una actividad clasista, sino que, por encima de todo, fue estimulando la conciencia de que era preciso hacer estructuras jurídicas más homogéneas como un instrumento para garantizar el desarrollo de las naciones y países.

Durante la Edad Media se defendía un derecho natural que afirmaba la existencia de un derecho más justo que el derecho hecho por los hombres, cuyo objetivo era justificar los axiomas de la total libertad de comercio y de empresa como pertenecientes a los designios divinos y naturales. Con eso garantizaban la sanción religiosa para todos sus actos, inclusive para el uso de la fuerza y de la violencia. Ese derecho natural, aunque influenciado por el pensamiento de Tomás de Aquino, no era necesariamente del mismo tipo de aquel defendido por la Iglesia, tanto queen su origen están los levantamientos comunales de los siglos XI y XII, cuando en muchas ciudades de la Europa grupos revolucionarios se unieron para conquistar el derecho de negociar dentro de cierta área, ocasión en que se vincularon entre sí por un juramento común. Invocando el nombre de Dios, prometieron que permanecerían juntos, como un único cuerpo. Esa elemental reivindicación a la sanción divina para la libertad de comerciar, por su posterior desdoblamiento y alcance, constituye el inicio de la burguesia, la burgens, y de su ideal de derecho natural.

CARÁCTER NATURAL Y DIVINO DE LA LIBERTAD CONTRACTUAL Y DE PROPRIEDAD

De esa manera, el Estado moderno surge ya con una formación ideológica, material y política bien definida. Una definición que determinará el escrito de «Les lois civiles dans leur ordre naturel», escrita entre 1689 y 1697, y que proclamaba que el derecho romano, de la forma como hubo sido reinterpretado en Francia, contenía «el derecho natural y la razón escrita». Los trabajos de Samuel Pufendorf, «Law of Nature and of Nations», de 1722, y los de Hugo Grotius, los primeros años del siglo XVII, proclamando el contrato social, la libertad de los mares a todas las naciones marítimas y los principios del libre comercio, fueron algunos de los que dieron el substrato teórico para esos nuevos tiempos de organización social, económica y política.

En términos de importancia, una importancia que hasta hoy perdura, Adam Smith, John Locke, Thomas Hobbes e Immanuel Kant, por ejemplo, fueron fundamentales para la consolidación ideológica del capitalismo. Primero, por presentar una estructura lógica y racionalmente justificable para la realidad que vivían. Segundo, por haber comprendido el carácter de permanencia de los cambios que estaban operándose. Tercero, como entendieron que aquellas alteraciones económicas y sociales significaban un modo completamente renovado de ver el mundo y sus relaciones materiales, fueron capaces de elaborar teóricamente la ideología que surgía. Una ideología que transformaría aquellas épocas, permitiendo y estimulando la liberación de poderosas fuerzas produtivas. Finalmente, el cuadro estaba dispuesto de tal modo, que el resultado sólo podría ser uno, como analizaron Michael Y. Tigar y Madeleine Levy ( «Law and the Rise of Capitalism»):

«Era evidente y poderosa la combinación de historia e ideología. La clase cuyos intereses esos autores representaban quería asumir el poder y ya estaba engreída – o inmediatamente después lo sería – de la necesidad histórica de hacerlo. Aun así, tal mezcla confirma la verdad de que las revoluciones no eliminan todas las viejas instituciones, pero conservan dos tipos de normas derivadas del pasado: las que reflejan concesiones arrancadas del viejo régimen por la nueva clase victoriosa y aquellas que – como en el caso de las costumbres matrimoniales en Francia – tranquilizan el pueblo, diciendo que nada demasiado drástico fue hecho. Tras tener el pueblo, hecho su trabajo en la expulsión del viejo régimen por la fuerza de las armas, el nuevo orden necesita de preceptos para obligar a la masa a volver a sus hogares y cesar la lucha antes que la revolución ponga en riesgo los intereses de la nueva clase dominante».

De ese modo, el nuevo Estado y el respectivo derecho surgen con fuerte base social y política, en donde se mezclan el ancien régime, la burguesia y segmentos populares medios. Ese tipo de composición resulta de los diferentes grados de compromiso desarrollados por el capital en sus dos frentes de lucha: la ideológica y la material. De un lado, con posibles riquezas y constante progreso. Del otro, más concreto, era preciso asegurar el poder y las conquistas obtenidas. El Estado recurrente de ese tipo de compromiso, no sólo necesita de normas jurídicas bien definidas en lo que se refiere al mantenimiento de su poder, como pasa a ser ese propio derecho, además de avalar la propuesta de un permanente e inmutable contrato social. El carácter de permanencia de este contrato implicaba garantizar el ingreso de amplias masas al restricto campo de la ciudadanía y de derechos al bienestar. Es evidente, como la historia muestra, que ese contrato no fue cumplido, tanto que persisten grandes desigualdades sociales y los derechos de ciudadanía están aún en su mayoría en el campo de las intenciones.

MISIÓN IMPERIAL, FUNDAMENTALISMO CRISTIANO Y CAPITALISMO

En 1899, la revista norteamericana «Christian Oracle» explicaba así la decisión de cambiar su título para «Christian Century»: «Creemos que el próximo siglo será testigo de triunfos del cristianismo jamás vistos, y que será más verdaderamente cristiano que cualquiera de los precedentes». El presidente William McKinley Jr, vencedor de la Guerra Hispano-Americana, por ejemplo, explicaba que la decisión de anexionar las Filipinas procedía de la inspiración del «Todopoderoso» que, tras escuchar sus incessantes plegarias, en una noche de insomnio, lo tenía por fin, liberado de toda la duda e indecisión. No habría sido adecuado dejar la colonia en las manos de España, o entregarla «a Francia o a Alemania, nuestros rivales en el comercio del Oriente». Ni, por la misma razón, habría sido correcto dejar las Filipinas a los propios filipinos, que eran «incapaces de autogobernarse», lo que tendría eIevado el país a un estado de «anarquia y desgobierno» aún peor que el resultante de la dominación española.

Hoy conocemos los horrores perpetrados contra los independentistas filipinos: la guerrilla fue enfrentada con la destrucción sistemática de campos y grados, por el confinamento de la población en campos de concentración, donde perecían víctimas del hambre, de la enfermedad y en algunos casos, del asesinato de todos los varones mayores de diez años. Sin embargo y a pesar de esos «daños colaterales», la marcha ideológica imperial-religiosa de la guerra tuvo un gran aumento durante la Primera Guerra Mundial. Woodrow Wilson se refería a ella como una cruzada real, de una «guerra santa, de más sagrada en toda la historia», destinada a imponer la democracia y los valores cristianos en todo el mundo.

El mismo proyecto ideológico fue aplicado a todos los demás conflictos en que los Estados Unidos participaron en el siglo XX, siendo la Guerra Fría particularmente ejemplar en este aspecto. John Foster Dulles, junto con su hermano Allen Foster Dulles, fueron algunos de los más rigurosos interpretes de esa posición ideológica. John F. Dulles se enorgullecía de que «nadie en el Departamento de Estado conoce la Bíblia como yo». «Estoy convencido que aquí tenemos la necesidad de hacer que nuestros pensamientos y prácticas políticas reflejen con la mayor fidelidad la convicción religiosa de que el hombre tiene su origen y destino en Dios». A esta fe, se asociaban otras categorías teológicas fundamentales en la lucha política internacional: los países neutrales que rechazaban tomar parte en la cruzada contra la Unión Soviética estaban en «pecado», mientras que los Estados Unidos, a la cabeza de esa cruzada, representaban el «pueblo moral» por definición.

En 1983, Ronald Reagan, cuando la Guerra Fría alcanzaba su clímax, apuntó la necesidad de derrotar el enemigo ateo (la URSS), con claros acentos teológicos: «Hay en el mundo pecado y maldad, y las Escrituras y Jesus nuestro señor los ordenaron que nos opongamos a eso con todo nuestro poder». Alineando se con esta tradición aún más, George W. Bush condujo su campaña electoral bajo un auténtico dogma: «Nuestra nación es la electa de Dios y fue escogida por Ia Historia como un modelo de justicia para el mundo».

La historia de los Estados Unidos está marcada por transformar la tradición judaico-cristiana en una especie de religión nacional que consagra el excepcionalismo del pueblo norteamericano y la misión sagrada que le fue confiada. No fue por casualidad que el término fundamentalismo fue utilizado por primera vez en el ámbito del protestantismo norteamericano.

No debemos olvidar el hecho de que los Estados Unidos no son una verdadera sociedad secular, la arraigada convicción de representar una causa sagrada y divina facilita no sólo la constitución de un frente amplio y unido en tiempos de crisis, pero también garantiza la represión y vulgarización de las prácticas más crueles de la historia estadounidense. Durante la Guerra Fría, Washington patrocinó sangrientos golpes de Estado en la América Latina y colocó en el poder brutales dictadores militares; en 1965, promovió en la Indonesia la masacre de centenares de miles de comunistas o sus simpatizantes. Sin embargo, por más desagradables que puedan ser, esos hechos no alteran la santidad de la causa personificada por el «Imperio del Bien».

Max Weber acostumbraba referirse a la «moralina» (fariseísmo) norteamericana. «Moralina» no significa mentira, ni hipocresía consciente. Es tan sólo la hipocresía de los que son capaces de mentirse a sí mismos, lo que se asemeja a la falsa conciencia señalada por Engels. De todos modos, no es fácil comprender esa mezcla de fervor religioso y moral, por un lado, y la clara y abierta tentativa de dominio político, económico y militar del mundo, por otra. Es pues, esta combinación explosiva, este peculiar fundamentalismo, el que constituye actualmente la gran amenaza a la paz mundial. El fundamentalismo norteamericano enajena un país que, «designado y autorizado por Dios», según su propaganda interna, considera irrelevantes el orden internacional actual y las reglas humanitarias. Es en este cuadro que debemos situar la desmoralización de las Naciones Unidas y su pérdida de legitimidad política, el desprecio por la Convención de Ginebra, y las amenazas proferidas no sólo contra sus enemigos, como también contra sus «aliados» en la OTAN.

SOCIOPATIA IMPERIAL

En cuanto al comportamiento de los Estados Unidos y su presidente, es muy pertinente que se haga la misma pregunta que Immanuel Kant hizo sobre el absolutismo: «¿Que es un monarca absoluto? Es aquel que cuando decide que debe haber guerra, hay guerra». De acuerdo con la posición kantiana, el actual presidente de los Estados Unidos debería ser considerado un déspota por dos motivos. Primero, debido al surgimento, en la última década, de una «presidencia imperial» que, cuando embarca en acciones militares, las presenta frecuentemente al Congreso como un fait a complis.

Segundo, porque es la Casa Blanca quien determina cuando las resoluciones de las Naciones Unidas son vinculativas o no; es la Casa Blanca la que decide que países son «Estados delincuentes» y si son legales los embargos que irán a causar el sufrimiento de toda una población, o al fuego infernal de bombas de fragmentación o de uranio empobrecido. La Casa Blanca decide soberanamente la ocupación militar de esos países, por el tiempo que consideren necesario, condenando a sus dirigentes y a sus «cómplices» a prolongadas penas de prisión. Contra estos y contra los «terroristas», llega a estar legitimado el «asesinato selectivo». Las garantías legales y los derechos humanos no se aplican a esos «bárbaros».

A todo esto se une la creciente intolerancia que Washington manifiesta para con sus «aliados» occidentales. Un cuadro cada vez más deprimente y peligroso, como es el caso de la OTAN, forzada a participar en guerras de invasión, como la de Afganistán y de Irak, todo para mantener o sostener las apariencias creadas por las mentiras que «justifican» tales actos, como los ataques terroristas y la providencial Al Qaeda de Bin Laden, un agente de la CIA. También a ellos les es exigido que sigan con humildad y total obediencia la voluntad de esa nación electa por Dios, cuyo presidente se comporta como el soberano mundial, sin el control de cualquier organismo internacional, por lo tanto con poder y capacidad para decidir cuál será el futuro del ser humano, libre o esclavo de un imperio sóciopata.