El máximo tribunal del vecino país revocó así la decisión de una corte federal de apelaciones en Nueva York que dictaminaba que Mueller y Ashcroft podían ser responsabilizados de los maltratos a los que fueron sometidos cientos de inmigrantes musulmanes –entre ellos el denunciante Javaid Iqbal–, detenidos tras los ataques del 11 de septiembre de 2001 y posteriormente procesados por violaciones a las leyes migratorias y otros delitos menores, sin que pudiera probarse vínculo alguno con el terrorismo. El propio Iqbal, luego de haber permanecido varios meses en una prisión de Brooklyn, privado de atención médica y sometido a revisiones humillantes y golpizas sistemáticas –según su testimonio–, fue declarado culpable de fraude y finalmente deportado a Pakistán, su país de origen.
La determinación de la Corte Suprema de Estados Unidos tiene implicaciones escandalosas e inaceptables por cuanto proporciona, en los hechos, una cobertura de impunidad a los posibles autores intelectuales y materiales de crímenes de lesa humanidad, a pesar del reclamo de distintas organizaciones humanitarias internacionales y de amplios sectores de la sociedad estadunidense, y no obstante la sobrada evidencia de gran cantidad de atropellos perpetrados por funcionarios civiles y militares estadunidenses en el contexto de la guerra contra el terrorismo
, abusos que difícilmente pudieron haber ocurrido sin el conocimiento y la anuencia de altos funcionarios de la administración Bush.
A lo anterior deben añadirse los recientes enredos declarativos de la presidenta de la Cámara de Representantes en Washington, Nancy Pelosi, quien primero acusó a la Agencia Central de Inteligencia de ocultar al Congreso del vecino país la aplicación de técnicas de tortura a los enemigos combatientes
capturados tras las invasiones a Afganistán e Irak, y después reconoció estar enterada de dichas prácticas desde 2003.
Estos hechos, en conjunto, dañan severamente la imagen del sistema de justicia de Estados Unidos, de por sí desvirtuado; exhiben a connotados integrantes de las máximas instancias Judicial y Legislativa de aquella nación como garantes de la impunidad –ya sea por acción o por omisión– y erosionan, a fin de cuentas, la credibilidad del proyecto político de Barack Obama, quien llegó a la Casa Blanca hace casi cuatro meses con la consigna de sanear la vida institucional de Estados Unidos y sacar a ese país de la bancarrota política y moral en que se encuentra como saldo de la desastrosa era Bush.
No puede pasarse por alto, en lo que respecta al fallo judicial mencionado, que la absolución de los funcionarios referidos pudiera resultar, en lo inmediato, conveniente en términos políticos para el propio Obama, pues reduciría las presiones ejercidas por los halcones de Washington, uno de cuyos representantes, el ex vicepresidente Dick Cheney, ha adquirido en los últimos días notoriedad mediática como crítico virulento de la actual administración. Es claro, sin embargo, que si el mandatario estadunidense no encuentra la manera de revertir la sentencia emitida ayer por la Corte Suprema, ésta acabará, más temprano que tarde, por deteriorar la confianza que en él han depositado los electores de la nación vecina, así como amplias franjas de la población mundial.
Ante estas consideraciones, es deseable que el presidente de Estados Unidos entienda que la situación que hoy enfrenta su país no es muy diferente a las que en su momento se vivieron en las naciones sudamericanas en la época posterior a las dictaduras militares; en España, tras el fin de la era franquista, e incluso en nuestro país, después del periodo en que el poder público emprendió una guerra sucia contra oposiciones armadas pero también contra luchadores sociales pacíficos: un periodo en el que los precedentes inmediatos del ejercicio ilegal, criminal y abusivo del poder demandan una investigación a fondo, el esclarecimiento de los crímenes cometidos y el castigo a los responsables.
http://www.jornada.unam.mx/2009/05/19/index.php?section=edito