Alfredo Saiat

“Lo único que trajo la idea de vivir con lo nuestro fue pobreza y nos alejó cada vez más del mundo, por lo que es hora de pensar de una vez por todas en ser un país desarrollado.” Esta frase fue pronunciada por Cristiano Rattazzi, titular de Fiat y vicepresidente de la UIA, el martes pasado, en Rosario, durante el Foro Anual de Economía y Negocios organizado por la Fundación Libertad. Además del contenido, esa declaración de principios del hijo de Susanna Agnelli, nieta del fundador de Fiat, y también tambero y productor agropecuario de Balcarce, adquiere relevancia por el ámbito en donde la emitió. La Fundación Libertad fue creada en Rosario en 1988, cuenta con el apoyo de más de 200 empresas privadas y tiene acuerdos con otras organizaciones ultraliberales, como The Heritage Foundation y CATO Institute. Se plantea como objetivo “promover y desarrollar la importancia de la libertad individual y de un gobierno con poderes limitados”. El vicepresidente Julio Cobos es destacado en la página web de esa fundación como orador del cierre de un congreso de economía realizado en Santa Fe.

Rattazzi apeló a esa definición por una puja coyuntural con el Ministerio de Producción que entorpeció la importación general de tornillos a precios dumping que estaba haciendo estragos en la producción local. Esa medida afectó una determinada posición arancelaria de un insumo necesario para el ensamblaje de automóviles. Esa frase también fue una señal de respaldo a su ex empleado en Iveco y actual secretario de Industria, Fernando Fraguío, que mantiene diferencias con su jefa formal, la ministra Débora Giorgi. Pero más importante que esas cuestiones de caja chica es la concepción económico-social que expresó Rattazzi, motivado por su disgusto con una iniciativa de protección de la industria nacional dispuesta por el Gobierno. Esa idea que descalifica la estrategia de desarrollo resumida en “vivir con lo nuestro”, que recibe la adhesión de parte del poder económico con su correspondiente expresión en la política, tiene un vicio de origen: la inexactitud.

El período de desarrollo nacional con mayor integración social se registró cuando el país asumió una estrategia de cierta autarquía, sendero que no fue elegido sino obligado por crisis internacionales, aunque luego fue adoptado como propio en diferentes versiones e intensidades. El crac del ’29 con la posterior depresión del treinta aceleró el incipiente proceso de sustitución de importaciones de productos de ramas livianas, como textiles. Después, con la Segunda Guerra Mundial, se aceleró ese ciclo al iniciar una etapa de profundización con el impulso de industrias más complejas, como la siderúrgica y metalmecánica. Más adelante, en un contexto de fuertes convulsiones políticas e inestabilidad económica, se continuó en ese proyecto de industrialización en una segunda fase de sustitución de importaciones. Esa instancia quedó trunca con el golpe militar de 1976, que inauguró el largo período de devastación productiva que se extendió hasta el estallido de la convertibilidad en 2001.

Las debilidades y fortalezas de la etapa de desarrollo con cierta autonomía constituyen materia de interesantes debates entre especialistas. Varias son las consideraciones que se hacen respecto de las características que asumió el entramado industrial, a la existencia de un déficit estructural de divisas que generaba ese crecimiento con epílogo en un ajuste por estrangulamiento externo, a la carencia de una política consistente para avanzar en materia tecnológica para que la producción nacional pudiera competir a nivel internacional, y a la escasa apertura comercial externa. Esos aspectos, como otros, son relevantes en la actualidad para aprender de esa experiencia, que quedó interrumpida para ser reemplazada por un extenso ciclo de valorización financiera. Existen polémicas sobre la profundidad y calidad de ese ciclo de industrialización, pero lo que la historia muestra en forma contundente es que ese sendero imperfecto de desarrollo no generó pobreza, como afirmó con liviandad Rattazzi. Por el contrario, fueron las décadas donde los trabajadores no sólo se incorporaron a la vida política, sino que pasaron a integrar con derechos propios la estructura social, lo que implicó una sustancial mejora de sus condiciones de vida. También la clase media vivió su momento de esplendor donde el escenario de movilidad social ascendente era un activo valioso. Fueron los años donde se alcanzaron los mejores indicadores de distribución del ingreso y más bajos índices de pobreza y exclusión social.

El abandono violento de ese camino de desarrollo con la dictadura militar de 1976, y que se extendió durante casi veinte años de la recuperada democracia, derivó en una regresión rotunda de todas esas mejoras alcanzadas en la esfera económicosocial. No sólo tuvo como consecuencia la desestructuración productiva junto a su extranjerización, sino que originó un endeudamiento creciente que se convirtió en una pesada carga que hundió aún más en la pobreza a la población.

Esa corriente conservadora está retornando con renovados bríos, entusiasmada por el impulso inicial brindado por el conflicto abierto con el sector del campo privilegiado. Del mismo modo que a lo largo de la extensa puja por la renta agropecuaria, protagonistas del poder económico con un coro de voceros entusiastas avanzan con definiciones subvirtiendo los conceptos, asignándole al otro sus propios despropósitos. Así, los cortes de rutas de productores del campo no fueron violentos sino que la violencia se encontraba en quienes los criticaban, o el shock inflacionario por desabastecimiento no fue provocado por la interrupción del paso de camiones con alimentos, sino que el alza de precio se debió a la política económica que disponía retenciones a las exportaciones. La definición de Rattazzi encierra esa misma confusión: la pobreza no fue generada por un modelo agroexportador y de valorización financiera, sino por un modelo de desarrollo con cierta autonomía. Se trata de una propuesta que en esa tergiversación busca archivar la idea de vivir con lo nuestro para imponer la de que unos pocos puedan vivir con lo ajeno.

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