Luis Zarranz, Florencia y Francisco Silio
Agencia Rodolfo Walsh
Agencia Rodolfo Walsh
El escritor y periodista Eduardo Galeano habla de los cafés, de la crisis económica mundial, de América Latina, Bagdad, las palabras traicionadas y de la poca originalidad de los medios de comunicación que tienen menos capacidad de decir lo suyo. «Nos mean y la prensa dice llueve».
Cuando era chico y ser periodista era cosa del futuro lejano, me dije que entrevistar a quien ahora baja del ascensor era mi máxima aspiración. La anécdota sirve, como pocas, para reflejar la admiración que nos despierta el entrevistado y sería totalmente injusto omitir el dato, sabiendo lo fácil que usted se dará cuenta al leer la entrevista, ajena a todo manual del entrevistador: ahí donde decía que debíamos interrumpirlo, lo hemos dejado hablar. Donde estaba escrito eso de que «un buen periodista no muestra sus sensaciones», hemos hecho el esfuerzo para que estuvieran a flor de piel.
La reflexión sobre esta experiencia, cosa que los manuales tampoco aconsejan hacer, nos arrojó una interesante conclusión: la subjetivación del hecho periodístico, ya de una manera intencionada, nos permitió no sólo saborear el momento sino merodear la esencia de quien teníamos enfrente, pero sentimos de nuestro lado.
La puerta del ascensor se abre en la planta baja de este refinado hotel de pretenciosa arquitectura y decoración, pero de escaso buen gusto. De él baja el único pasajero que transporta, procedente del décimo piso: pantalones de jeans, camisa azul turquesa. Por debajo, una camiseta negra. Por encima, un pulóver en forma de mochila, colgando sobre sus hombros y cayendo por la espalda.
Camina lento. No hay apuro en él. Las manos abrazadas por detrás, a la altura de la cintura. Un paso y otro, mirada marinero hacia el frente. Uno percibe una armonía entre ese tempo de cada paso, entre esa manera tan reflexiva de caminar y el intelectual que es, que ya, a prima vista, se siente trasladado a otro espacio y no en el anexo del Hotel Hermitage que lo hospeda en estos primeros días de la IV Feria del Libro de Mar del Plata, en la que es uno de los invitados ilustres y el encargado de la apertura.
Transitamos los quince metros que nos distancian desde el mostrador del lobby hasta su persona, es justo reconocerlo, con mucha más prisa, ansiedad y expectativa que él. Nos saludamos e intercambiamos las primeras palabras: que el tiempo está loco, que es extraño para la época el frío y el viento que hay hoy, y otras vaguedades climáticas.
Caminamos por el hotel, ya metidos en su ritmo, en busca de un lugar agradable y tranquilo donde poder sentarnos a conversar, actividad que los tiempos actuales desprecian. Ese sitio será el exclusivo café para huéspedes, donde los (pocos) que están presentes no hablan entre ellos sino con un alguien vía celular. Ninguno de ellos repara en la presencia de Eduardo Galeano. Es probable que, incluso, no sepan de quién se trata ni quieran saberlo.
Hombres de negocios, negocios de hombres: la presencia femenina es nula. Cada uno de ellos actúa tal como se espera que actúen en un ambiente como éste. El salón es, en efecto, una millonada de clichés, de poses y de gestos comunes. Somos nosotros y él los únicos que desentonamos con la geografía y eso más que una pena, genera orgullo.
Antes que el grabador se encienda, uno ya se siente complacido de estar a punto de cruzas palabras (de eso se trata) con quien ha hecho de ellas alquimia de sueños, dolores, alegrías, tristezas y las ha incorporado a la vida cotidiana. Este viaje relámpago a la Feliz con el exclusivo objetivo de entrevistar al escritor de Las Venas Abiertas de América Latina, El libro de los Abrazos, Patas Arriba y el reciente Espejos, entre muchísimos otros a través de los cuales ya hablamos con él; los intercambios de correos electrónicos, el llamado al celular para avisar(nos) que lo habían cambiado de «tapera», un decir galeanesco para referirse a estos hoteles de múltiples estrellas: todo queda en el pasado en el silencio que pregona la primera pregunta.
P. Vamos a arrancar, como diría mi abuelo, por el principio. Dicen que la vida es el reflejo de la infancia. ¿Cómo fue tu infancia, qué te acordás de aquellos años?
R. La verdad que no tengo mucho para contar de mi infancia porque fue una infancia bastante silvestre. Yo vivía en un barrio donde ahora en Montevideo hay rascacielos pero en mis tiempos eran puro descampado. Mi hermano y yo, la verdad, que tuvimos una infancia muy libre, con bandas que se organizaban para pelear, al estilo de la edad.
P. Así como cambió tu barrio, ¿cambió mucho Uruguay de aquella época a hoy?
R. Sí, cambió. Claro que cambio. Cambio todo, Uruguay y el mundo han cambiado muchísimo. El Uruguay que me formó era el Uruguay de los cafés. Yo soy hijo de los cafés de Montevideo. Yo no tuve educación formal. Todo lo que sé se lo debo a los cafés viejos de Montevideo, los que me formaron. Ahora quedó uno solo vivo, pero había muchos.
P. ¿Qué se aprende en los cafés que no se aprende en los lugares formales?
R. En mi caso una lección de vida que es saber valorar el tiempo y la posibilidad de perder el tiempo, tener siempre tiempo para perder el tiempo.
P. Esta es otra de las cosas que también se perdió.
R. Sí, se perdió porque ahora el tiempo tiene un valor de rentabilidad, que tiene un precio que es superior al valor y entonces el tiempo se vende, como todo. En mi caso en particular, aprendí el arte de narrar en los cafés, escuchando narradores orales, gente que no sé quiénes eran pero me colaba en las mesas. En aquel tiempo se podía andar por Montevideo sin documentos, sin nada. No había violencia, entonces yo en los cafés me sentaba y escuchaba: así aprendí el arte de narrar.
P. Y ahora que hay menos cafés, ¿dónde se puede aprender el arte de narrar?
R. Todavía tengo un café, que me lo habían cerrado pero ahora me lo reabrieron, el Brasilero. Es un café de 1887, de las pocas cosas que quedan así vivas. Y la verdad que el café, hablando de rentabilidad, no es rentable. Que un tipo esté tres horas en una mesa con un cortado es inimaginable en el mundo de hoy. De todos modos el arte de narrar se aprende escuchando, siempre: eso no ha cambiado. Para no ser mudo hay que empezar por no ser sordo. Si vos no sabés escuchar no vas a saber hablar o en todo caso lo que digas no va tener interés para los demás porque los laberintos de tu propio ombligo pueden ser apasionantes para vos pero para el resto de la humanidad no tienen porqué ser un tema que interese demasiado. Entonces creo que para poder hablar hay que saber escuchar y hay que recibir esas voces y aprender que las voces que valen la pena escuchar suenan, a veces, en los lugares menos presentables. Digamos, no en los foros universitarios, en los centros donde se reúnen los expertos para explicar cómo es el mundo, sino en lugares sencillos simples, por ejemplo las paredes.
P. Vos has rescatado mucho los graffitis. ¿Qué admiras de ellos?
R. Yo soy un gran lector de paredes, que es la imprenta de los pobres, el periódico abierto a todos. Y ahí, en el Río Pinturas, en Argentina, están los primeros graffitis: son esas manos, que es un modo de decir ‘yo estuve ahí, yo soy algo más que una mota de polvo en el universo, yo soy algo más que un instantito de tiempo, estuve aquí’. Y un poco lo que mueve a la gente a escribir algo en una pared es eso, aparte de opinar. A veces opinan estupendamente: «Las vírgenes tienen muchas navidades pero ninguna Nochebuena» o «nos mean y la prensa dice llueve».
P. Ese es de Buenos Aires
R. Ese es de Buenos Aires, el otro es de Montevideo pero hay millares de maravillas que uno va encontrando, va rescatando, y después de lo que uno escucha, la maravilla del relato oral. Se supone que las voces del pueblo son nada más eco de las voces del poder, según los técnicos, pero no es verdad eso. Es verdad que el lenguaje popular se ha degradado mucho por obra de la televisión y de los medios masivos que imponen cierto lenguaje obligatorio. Yo tengo una amiga canaria, de las Islas Canarias, que se interesa mucho por estos temas de lenguaje y el lenguaje rural en las aldeas perdidas de las islas. Entonces andaba recorriendo por ahí con un aparatito de estos (señala al grabador) para recoger las voces de los viejos. Y muchos de los viejos les decían, ‘no, mejor hablé con él que habla mucho más bonito’. Y él era el nieto, el bisnieto. Y ellos hablaban como la tele, por eso hablaban más bonito.
Galeano hunde sus labios en el cortado, los humedece, y luego, lentamente, absorbe su contenido. No habla sólo con su boca, no. Sus manos hablan también. Su mirada tiene voces, que es preciso saber escuchar y también saber mirar. La boca te mira con la misma pasión con que los ojos sueltan las palabras. Nos habla a nosotros pero casi podríamos jurar que le habla al café, a él mismo, a la historia que será, al futuro que fue.
Le preguntamos en qué cosas América Latina sigue teniendo las venas abiertas y en cuáles fue suturando las heridas y no esconde el fastidio por una pregunta que juzga reiterada en sus entrevistas. Nos lo dice con la boca pero también con los ojos, las manos, los gestos. «¿Qué te voy a contestar, lo mismo que siempre contesto?, que me encontré con el conde Drácula en una calle de Buenos Aires, que andaba buscando psicoanalista por el complejo de inferioridad que le producían las grandes corporaciones internacionales. Eso contesto siempre para evadirme», argumenta para volver a evadirse. «Lo cierto que sí, -agrega- es una región del mundo que trabaja al servicio de otra. Sí, es cierto, eso sigue siendo verdad, y que no hay ninguna riqueza inocente: toda riqueza se nutre de alguna pobreza y ahora fíjate con esta crisis mundial el mundo entero está aceptando con bastante pasividad, y hasta con aplausos, estos regalitos que van recibiendo los banqueros, los pobres banqueros que son los culpables de esta catástrofe financiera», sostiene con ironía.
Luego se explaya sobre el plan de «salvataje» con que Europa y Estados Unidos hicieron de Papa Noel: «Los banqueros son los que reciben la recompensa con que los premian, por lo menos, con 3 millones de millones, que te da una buena cantidad de ceros. A lo larga lo paga eso que llaman ‘tercer mundo’, o sea las naciones sometidas, que venden lo que venden cada vez más barato, pagan deudas externas que son como sogas ahí metidas en el pescuezo con una vuelta de rosca y otra y otra. Por fin se le ocurrió a alguien -Correa, en Ecuador- ver si era legítima o no. Le vamos a pagar la deuda legítima, pero primero vamos a ver qué es esa deuda. Argentina no sabe la deuda qué paga, Uruguay tampoco. Se supone que son deudas que vienen de alguna parte, que tienen un fundamento, pero nunca a nadie se le ocurrió escarbar una por una para decir ‘ésta deuda no la vamos a pagar'», dice mientras escarba el aire con la mano.
«Chile no tendría que pagar los prestamos que le dieron a Pinochet para que asesinara gente, al igual que otros asesinos de países que contaron con auxilio. La mayor deuda se incrementa en la época de las dictaduras», recita dando cuenta, una vez más, que ese crisol que es América Latina tiene también, en lo más horroroso de su historia reciente, una historia presente.
Estamos tratando de entender, Galeano mediante, lo inentendible de un sistema que paga lo que no debe, debe lo que no paga, premia lo que debería castigar y castiga lo que debe premiar. Semejante esquizofrenia nos altera y las preguntas se preguntan si hubo un hecho puntual, algún suceso concreto, que impulsó a Eduardo a ponerle palabras a las injusticias, para que sean menos injustas: «Yo nunca sentí que fuera el denunciador de nada. Yo simplemente soy un enamorado de la realidad y trato de contarla, en lo que tiene de horrendo y en lo que tiene de maravilloso. Porque si contara nada más lo que tiene de horrendo, la gente se moriría de aburrimiento, que es lo que pasa con la mayor parte de la literatura bien intencionada, que en lugar de generar indignación genera sueño. No sueños sino sueño, o sea una irresistible necesidad de dormir porque es aburridísima y en efecto estas letanías de dolor incesante no conducen a ninguna parte porque aburren a todos y además, justamente, los dolientes del dolor lo que menos quieren es volver a escuchar el dolor que padecen, encima que lo están padeciendo. Entonces hay que saber cómo tratar de acercarse a estos temas a veces muy espinosos logrando que sean atractivos y que además estén siempre acompañados por una contraparte: a veces una pequeña frase, una pequeña cosita que indique que en medio de ese desierto hay un trébol de cuatro hojas, o de cinco, o de seis hojas»
En criollo, diría la abuela, mezclar una de cal con una de arena. ¿Ejemplos?: «Por ejemplo, en Espejos, hay unas cuantas referencias a la guerra de Irak, claro, lógico, una guerra que nació de una mentira y que mintiendo sigue y que ha matado no se sabe cuánta gente porque se sabe cuántos muertos hay entre los invasores pero no entre los invadidos, de eso no hay la menor idea. Entonces hay unos cuantos textos que se refieren a eso pero también hay uno que dice ‘cuidado con confundirse, querido lector, mucho cuidado. En Irak nació el primer poema de amor de la historia de la humanidad, en ese mismo lugar que es ahora ese escenario de horror incesante, y que se refiere al encuentro de una diosa inmortal y un pastor mortal’. En mi versión sintetizada lo que dice ese poema es que ‘la diosa amó aquella noche como si fuera mortal y el pastor fue inmortal mientras duró esa noche'».
P. ¿Como «las mil y una noches»?
R. En Irak nació la escritura, y en Irak la princesa Sherezade contó las mil y una noches que es el libro que nos enseñó a todos el arte de contar, porque yo aprendí lo que aprendí en los cafés pero también porque Sherezade me enseñó que si el rey se aburría, le cortaba la cabeza y que por lo tanto está prohibido aburrir. Y me enseñó el arte del suspenso porque siempre dejaba los cuentos sin terminar para que el sultán no la matase. Entonces para saber cómo terminaba la historia tenía que llegar a la noche siguiente. Así te enseña la técnica del tigre en el aire, cómo se puede lograr mantener la tensión del lector. Bueno, eso fue escrito en Bagdad, a partir de una cantidad inmensa de historias que circulaban en la época.
Bagdad era el cruce de todos los caminos, allí se encontraban las cosas y las palabras: las cosas porque era un centro comercial importantísimo y las palabras porque era el centro cultural más importante del mundo, por lejos. Esta misma Bagdad ahora bombardeada, despreciada, triturada por Occidente que, entre otras cosas, aniquila lo que ignora. Qué nivel de ignorancia. Seguramente Bush cree que la escritura fue inventada en Texas, estoy seguro. Qué nivel de brutalidad, qué nivel de patanería que tienen los amos del mundo, es algo que te deja visco.
Nos reímos, está claro, que para no llorar. «Tienen el complejo mesiánico de que son los salvadores del mundo, de blancos, negros, rojos, violetas. Bush hablaba con Dios, nunca aclaró si era por fax, por mail y tampoco qué días se comunicaba, pero él dijo que la orden de invadir Irak se la había dado Dios», esgrime Eduardo ya sin café que llevarse a la boca.
«Y quién nos salva a nosotros de ellos», le preguntamos y nos reímos ya sin saber si para es, o no, para evitar las lágrimas. «De ese tema Dios no dio orientaciones», apunta Galeano, marcado los «olvidos» del Señor. «Lo que quiero decir es que ellos tienen una vieja costumbre, insana costumbre, tóxica para la humanidad, peligrosa para la humanidad, de sentir que tienen que salvarte. Yo no quiero que me salven, qué mierda. Además todos los que vienen a salvarte terminan chupándote hasta la última gota de tu sangre y exprimiéndote hasta la última gota de tu sudor. Estos salvadores…», dice meneando la cabeza, que también habla, de izquierda a derecha.
«Además fíjense la importancia que tienen en Estados Unidos todas estas sectas evangélicas desde donde irradian esas ideas que insisten con la idea de la salvación. Salvar a los otros en lugar de respetarlos, de escucharlos. En lugar de decir ‘señores, por ahí ustedes tienen algo interesante que decir’, no: el mensaje siempre es al revés. Es unidireccional, del que manda al mandado, del que opina al opinado. ‘Yo te voy a decir cómo son las cosas, te voy a explicar cómo es el mundo, te voy a dar la receta para que te vaya mejor en la vida'».
P. ¿Por eso el sistema acepta la caridad, de arriba hacia abajo, y no la solidaridad, que es entre iguales?
R. Si, además ahora con los resultados estos podrían, en un acto de sentido común, decir ‘bueno al fin y al cabo esa idolatría del mercado, que hay dejar que el dinero actúe y que el Estado no joda, por lo menos es sospechosa’. El hecho es que hicieron puré el Estado en todo el sur del mundo. Los servicios públicos están desechos. Mirá lo que es Aerolíneas Argentinas. ¿Qué quedó? Un pobre resto humeante. Parece que hubiera sido victima de algún bombardeo: un avión de guerra que fue victima de un bombardeo. Yo viajaba en Aerolíneas Argentinas cuando dirigía la revista Crisis, y era la mejor línea del mundo. Mirá cómo está ahora. Mira cómo está el Correo. Yo estoy harto de mandar cartas de Uruguay a la Argentina que no llegan nunca. Son servicios religiosos: los entregan cuando Dios quiere. (Otra vez risas compartidas. Otra vez, para no llorar).
P. Bueno, con YPF nos pasó algo muy parecido
R. YPF es otro desastre. Y los trenes. Esa película, «La Próxima Estación», qué gran tarea hizo Pino Solanas con eso. Todas esas situaciones son collares de infamias por todas partes para aniquilar el Estado porque era una molestia, algo que se interponía entre el progreso y el hombre. Y lo pulverizaron y ahora que lo necesitamos, ¿qué hacemos? ¿Cómo no va a funcionar el correo? No puede ser.
Acá es especialmente desastroso pero en Uruguay, fíjense lo que me pasó con Espejos, les cuento una sola de las muchas experiencias que tuve: en Montevideo tengo una casilla de correo, la 751, donde me llegan las cartas, las revistas. Entonces yo le quería mandar el libro a un gran amigo mío que es músico y musicólogo y tiene otra casilla en el mismo lugar, que es el Correo Central de Montevideo. La casilla de él está a un metro y medio de la mía. Entonces yo voy con el libro y le digo a los amigos que atienden ahí, que me conocen de memoria, ‘mirá, ponele este libro en su casilla’. Y me dicen: ‘No, eso no se puede hacer. Tenés que franquearlo, mandar el paquete’ y entonces… recorrer ese metro y medio, demoró un mes».
La anécdota, por demás gráfica, permite que la charla se entremeta con el deterioro de los servicios públicos en todo el mundo, y en especial en América Latina. Galeano rebalsa en anécdotas personales que ilustran de qué hablamos: un libro perdido rumbo a la Argentina, otro hacia España, paquetes que no llegan. «Esto es horrible de decir pero en la época de Franco se decía que ‘la única carta que no llega es la que no se escribe’. Y era verdad. Y este deterioro de los servicios públicos conspira contra la democracia porque la desprestigia. Pareciera ser que los servicios públicos sólo funcionan bien cuando hay milicos en el poder. Y ese es un flaco favor que le hacemos a la democracia, porque también se supone que es un esfuerzo civil»
P. Los medios de comunicación también se mueven como si muchas cosas funcionaran mejor con los milicos en el Poder, por ejemplo con la seguridad, que pareciera acechar como una flaqueza de la democracia.
R. Sí, yo a veces escucho TN y me da la impresión de que Buenos Aires debe ser como Irán o Bagdad, y voy a Buenos Aires y no tiene nada que ver con lo que cuentan que es. Además se ha dado un fenómeno, éste también internacional: es impresionante cómo en la época de la globalización se repite todo. Qué poca originalidad. Los países tienen menos capacidad de decir lo suyo, de caminar su camino. Entonces se dan esas copias universales: los informativos de la televisión. Empiezan, en casi todos los países, con temas de seguridad pública, crímenes, violaciones, asesinatos. Eso es la mitad o más del informativo, con lo cual la población queda temblando y diciendo ‘estamos en manos de los delitos, de los delincuentes, de los criminales’.
P. Tocan las fibras del miedo…
R. Miedo que es el peor de los consejeros, porque el miedo, ¿qué es lo que te va a aconsejar?: mano dura. ‘Acá lo que se necesita es mano dura’ y la democracia tiene mano blanda, entonces a la nostalgia de la dictadura militar hay un camino muy chiquito.
Es un tema bárbaro porque hasta ahora la izquierda no ha podido resolver el tema de la inseguridad. Quizá porque la inseguridad no existe, la inseguridad es el resultado de otras cosas, de la injusticia social, de la cultura del consumo.
Las palabras, quizás felices por ser bien tratadas, dan una vuelta en el aire antes de meterse en el grabador, en los oídos, en la boca, en los ojos. Es extraño expresarlo pero hay una sensación de comunión, de común-unión, que parece, también, dar vueltas en el aire.
Es posible, acaso, que nada de eso ocurra y el sólo hecho de coincidir con lo que este escritor está escribiendo con la boca, nos genere tal impresión. El manual dice en ese punto que es el primer error del «periodista ingenuo» que se deja convencer con lo que el entrevistado dice. ¿Será así?
«Antonio Machado, el gran poeta español, decía una frase lindísima: ‘ahora cualquier necio confunde valor y precio’. Y ese es un retrato del mundo de nuestro tiempo. Entonces la cultura del consumo, que es lo que se le inyecta a la gente todos los días sobre todo por los medios, pero también por el sistema educativo, sostiene la idea de que el que no consume, no existe. Y esa cultura se funda en esa confusión del valor y el precio. Entonces vos valés si tenés ropa más cara. Y eso es una incitación al delito porque si vos le metes eso en la cabeza a los chicos de la villa o la gente más desamparada de la población, la idea de que ser es tener, y que sino tenés no sos, es una invitación al delito. Es decirles ‘dale, andá con esa vieja que está ahí al pedo, dale, arrancale la cartera'».
P. Y eso también lleva a que veamos al otro, como describe una frase tuya, «como una amenaza y no como una promesa»
R. Exactamente. Y hay una dictadura del miedo en escala universal. Ahí también todo se copia. Hay una vieja leyenda china, que tiene miles de años, de un leñador que pierde el hacha. Entonces el leñador lo mira al vecino, y ve que tiene cara de ladrón, aspecto de ladrón: ‘¿usted no vio un hacha?’, le pregunta. ‘No, no’, contesta el vecino. ‘Me contestó como un ladrón’, piensa el leñador. Le coincidía todo. A las dos o tres horas encuentra el hacha que se le había caído en unos árboles, vuelve a mirar al vecino y piensa: ‘La verdad que no tiene para nada cara de ladrón’. Pero mientras el hacha estaba desaparecida el vecino era el culpable. El tema de la justicia por mano propia proviene de ese equívoco, incide en los linchamientos y castigos de muchos que son inocentes.
Es imposible eludir, a esta altura, los intentos que a ambos lados del Río de la Plata pretenden bajar la edad de imputabilidad de los menores. (¿y qué dirán los manuales al respecto?). Las cejas de Galeano se arquean en forma de herradura. Los ojos se clavan en un más allá que no alcanzamos a ver y las manos levantan vuelo. Todo el cuerpo dice una ironía: «Yo me pregunto, ¿y los bebés? Porque los bebés son bastantes jodidos. Ya Freud lo tenía estudiado a eso, la perversidad del bebé, entonces si el bebé es perverso, bueno, que vaya a la cárcel…»
P. El manual se enoja pero el humorismo vuelve: «O mejor, que ya desde el embarazo los metan presos con sus madres».
R. Pero no lo repitas porque les das ideas. Van a meter presa a la que tiene el delincuente en la panza.
P. Tarde, ¿no fue eso lo que hicieron los militares genocidas?
R. Sí, es así. Incluso muchos se han de haber contado el cuento que así los salvaron. Supongo, porque la conciencia culpable siempre necesita alivio, consuelo, aún en el caso de los tipos más jodidos. Probablemente disfrazaron ese robo, el más siniestro de todos, ese botín de niños que hubo sobre todo en la Argentina. Esta idea de que el vencedor, quizá recibiendo el trofeo, se contaba el cuento de que estaba salvando a aquel chico de la corrupción roja.
P. Eduardo, vos que sos un escritor que trabaja con las palabras, ¿te han contado ellas el dolor que sienten por el cambio de significado que han tenido? Nombrabas la palabra «mercado» y antes el mercado era otra cosa, proceso era otra cosa al «Proceso». ¿Se sienten dolidas las palabras?
R. Está lindo eso que me decís. Sí, yo creo que sí. Hay una responsabilidad en el ejercicio de las palabras. Aquello que el maestro Onetti me dijo cuando era chico: ‘Las únicas palabras que deben existir son las palabras mejores que el silencio’. Pero cuando vos estás peleando para encontrarlas y aparecen, hay que cuidarlas, regarlas, acariciarlas. Las palabras están muy mentidas, manoseadas, prostituidas. Entonces las cosas no significan lo que son, son lo que significan. Es un desastre, el diccionario parece un basurero. Y claro que a las palabras les duele ser basura. Nacieron para algo mejor, nacieron para ser manos que tocar, brazos que abrazan.
P. En tus libros has rescatado que para los guaraníes, la palabra era el alma. ¿Cómo era eso?
R. Sí, ñeñé, que significa palabra y alma. Toda la belleza de los mitos de origen guaraníes coincide en que los paraguayos son hijos de la palabra que los llamó. Y que sonó de adentro de un Cedro, un cedro mágico. Ahí sonó la palabra que los llamó. Es muy hermosa la idea de que la uva está hecha de vino.
La frase se materializa, producto de los gestos que acompañan el racimo, en la imagen de la uva. El grabador se apaga pero la conversación no. (En este punto el manual también es confuso sobre los pasos a seguir). La charla sigue por los pasillos del Hotel que, después de largo rato, volvemos a habitar pese a no haber salido físicamente de él. Galeano relata, con lujo de detalles, su experiencia en la frontera entre Brasil y Venezuela, hace ya unos años, donde se infectó la malaria. Nos cuenta la experiencia de dormir en una hamaca paraguaya sobre el río, y ver pasar las serpientes por debajo.
Hablamos de Luis Sepúlveda y «el viejo que leía poemas de amor»; de aquel negro orgulloso con sus dientes de oro macizo que Eduardo rescata en uno de sus textos; algo de fútbol es inevitable; criticamos en conjunto el mal gusto del hotel, en conjunto criticamos a los críticos por el mal gusto de decirnos cómo se debe mirar, elogiamos un par de sueños de los «Sueños de Kurosawa»; admiramos a Vicent Van Gogh y el texto que, para uno de nosotros, constituye uno de los mejores relatos de los múltiples relatos que constituyen Espejos.
Afuera ha parado de llover pero dentro nuestro hay un diluvio. El saludo se repite una vez más, pero esta vez sí es definitivo.
Se aleja unos pasos, a ese ritmo de ver las cosas, en busca del ascensor que lo trajo a la planta baja. Antes de perderse en él, nos dice sonriendo, en esa voz que no alcanza a ser grito pero que está mucho más elevada del tono medio, que nos entendemos con el tiempo. Ya no hay tiempo de preguntarle porqué.
Es una buena excusa para inventar un nuevo encuentro.
Cuando era chico y ser periodista era cosa del futuro lejano, me dije que entrevistar a quien ahora baja del ascensor era mi máxima aspiración. La anécdota sirve, como pocas, para reflejar la admiración que nos despierta el entrevistado y sería totalmente injusto omitir el dato, sabiendo lo fácil que usted se dará cuenta al leer la entrevista, ajena a todo manual del entrevistador: ahí donde decía que debíamos interrumpirlo, lo hemos dejado hablar. Donde estaba escrito eso de que «un buen periodista no muestra sus sensaciones», hemos hecho el esfuerzo para que estuvieran a flor de piel.
La reflexión sobre esta experiencia, cosa que los manuales tampoco aconsejan hacer, nos arrojó una interesante conclusión: la subjetivación del hecho periodístico, ya de una manera intencionada, nos permitió no sólo saborear el momento sino merodear la esencia de quien teníamos enfrente, pero sentimos de nuestro lado.
La puerta del ascensor se abre en la planta baja de este refinado hotel de pretenciosa arquitectura y decoración, pero de escaso buen gusto. De él baja el único pasajero que transporta, procedente del décimo piso: pantalones de jeans, camisa azul turquesa. Por debajo, una camiseta negra. Por encima, un pulóver en forma de mochila, colgando sobre sus hombros y cayendo por la espalda.
Camina lento. No hay apuro en él. Las manos abrazadas por detrás, a la altura de la cintura. Un paso y otro, mirada marinero hacia el frente. Uno percibe una armonía entre ese tempo de cada paso, entre esa manera tan reflexiva de caminar y el intelectual que es, que ya, a prima vista, se siente trasladado a otro espacio y no en el anexo del Hotel Hermitage que lo hospeda en estos primeros días de la IV Feria del Libro de Mar del Plata, en la que es uno de los invitados ilustres y el encargado de la apertura.
Transitamos los quince metros que nos distancian desde el mostrador del lobby hasta su persona, es justo reconocerlo, con mucha más prisa, ansiedad y expectativa que él. Nos saludamos e intercambiamos las primeras palabras: que el tiempo está loco, que es extraño para la época el frío y el viento que hay hoy, y otras vaguedades climáticas.
Caminamos por el hotel, ya metidos en su ritmo, en busca de un lugar agradable y tranquilo donde poder sentarnos a conversar, actividad que los tiempos actuales desprecian. Ese sitio será el exclusivo café para huéspedes, donde los (pocos) que están presentes no hablan entre ellos sino con un alguien vía celular. Ninguno de ellos repara en la presencia de Eduardo Galeano. Es probable que, incluso, no sepan de quién se trata ni quieran saberlo.
Hombres de negocios, negocios de hombres: la presencia femenina es nula. Cada uno de ellos actúa tal como se espera que actúen en un ambiente como éste. El salón es, en efecto, una millonada de clichés, de poses y de gestos comunes. Somos nosotros y él los únicos que desentonamos con la geografía y eso más que una pena, genera orgullo.
Antes que el grabador se encienda, uno ya se siente complacido de estar a punto de cruzas palabras (de eso se trata) con quien ha hecho de ellas alquimia de sueños, dolores, alegrías, tristezas y las ha incorporado a la vida cotidiana. Este viaje relámpago a la Feliz con el exclusivo objetivo de entrevistar al escritor de Las Venas Abiertas de América Latina, El libro de los Abrazos, Patas Arriba y el reciente Espejos, entre muchísimos otros a través de los cuales ya hablamos con él; los intercambios de correos electrónicos, el llamado al celular para avisar(nos) que lo habían cambiado de «tapera», un decir galeanesco para referirse a estos hoteles de múltiples estrellas: todo queda en el pasado en el silencio que pregona la primera pregunta.
P. Vamos a arrancar, como diría mi abuelo, por el principio. Dicen que la vida es el reflejo de la infancia. ¿Cómo fue tu infancia, qué te acordás de aquellos años?
R. La verdad que no tengo mucho para contar de mi infancia porque fue una infancia bastante silvestre. Yo vivía en un barrio donde ahora en Montevideo hay rascacielos pero en mis tiempos eran puro descampado. Mi hermano y yo, la verdad, que tuvimos una infancia muy libre, con bandas que se organizaban para pelear, al estilo de la edad.
P. Así como cambió tu barrio, ¿cambió mucho Uruguay de aquella época a hoy?
R. Sí, cambió. Claro que cambio. Cambio todo, Uruguay y el mundo han cambiado muchísimo. El Uruguay que me formó era el Uruguay de los cafés. Yo soy hijo de los cafés de Montevideo. Yo no tuve educación formal. Todo lo que sé se lo debo a los cafés viejos de Montevideo, los que me formaron. Ahora quedó uno solo vivo, pero había muchos.
P. ¿Qué se aprende en los cafés que no se aprende en los lugares formales?
R. En mi caso una lección de vida que es saber valorar el tiempo y la posibilidad de perder el tiempo, tener siempre tiempo para perder el tiempo.
P. Esta es otra de las cosas que también se perdió.
R. Sí, se perdió porque ahora el tiempo tiene un valor de rentabilidad, que tiene un precio que es superior al valor y entonces el tiempo se vende, como todo. En mi caso en particular, aprendí el arte de narrar en los cafés, escuchando narradores orales, gente que no sé quiénes eran pero me colaba en las mesas. En aquel tiempo se podía andar por Montevideo sin documentos, sin nada. No había violencia, entonces yo en los cafés me sentaba y escuchaba: así aprendí el arte de narrar.
P. Y ahora que hay menos cafés, ¿dónde se puede aprender el arte de narrar?
R. Todavía tengo un café, que me lo habían cerrado pero ahora me lo reabrieron, el Brasilero. Es un café de 1887, de las pocas cosas que quedan así vivas. Y la verdad que el café, hablando de rentabilidad, no es rentable. Que un tipo esté tres horas en una mesa con un cortado es inimaginable en el mundo de hoy. De todos modos el arte de narrar se aprende escuchando, siempre: eso no ha cambiado. Para no ser mudo hay que empezar por no ser sordo. Si vos no sabés escuchar no vas a saber hablar o en todo caso lo que digas no va tener interés para los demás porque los laberintos de tu propio ombligo pueden ser apasionantes para vos pero para el resto de la humanidad no tienen porqué ser un tema que interese demasiado. Entonces creo que para poder hablar hay que saber escuchar y hay que recibir esas voces y aprender que las voces que valen la pena escuchar suenan, a veces, en los lugares menos presentables. Digamos, no en los foros universitarios, en los centros donde se reúnen los expertos para explicar cómo es el mundo, sino en lugares sencillos simples, por ejemplo las paredes.
P. Vos has rescatado mucho los graffitis. ¿Qué admiras de ellos?
R. Yo soy un gran lector de paredes, que es la imprenta de los pobres, el periódico abierto a todos. Y ahí, en el Río Pinturas, en Argentina, están los primeros graffitis: son esas manos, que es un modo de decir ‘yo estuve ahí, yo soy algo más que una mota de polvo en el universo, yo soy algo más que un instantito de tiempo, estuve aquí’. Y un poco lo que mueve a la gente a escribir algo en una pared es eso, aparte de opinar. A veces opinan estupendamente: «Las vírgenes tienen muchas navidades pero ninguna Nochebuena» o «nos mean y la prensa dice llueve».
P. Ese es de Buenos Aires
R. Ese es de Buenos Aires, el otro es de Montevideo pero hay millares de maravillas que uno va encontrando, va rescatando, y después de lo que uno escucha, la maravilla del relato oral. Se supone que las voces del pueblo son nada más eco de las voces del poder, según los técnicos, pero no es verdad eso. Es verdad que el lenguaje popular se ha degradado mucho por obra de la televisión y de los medios masivos que imponen cierto lenguaje obligatorio. Yo tengo una amiga canaria, de las Islas Canarias, que se interesa mucho por estos temas de lenguaje y el lenguaje rural en las aldeas perdidas de las islas. Entonces andaba recorriendo por ahí con un aparatito de estos (señala al grabador) para recoger las voces de los viejos. Y muchos de los viejos les decían, ‘no, mejor hablé con él que habla mucho más bonito’. Y él era el nieto, el bisnieto. Y ellos hablaban como la tele, por eso hablaban más bonito.
Galeano hunde sus labios en el cortado, los humedece, y luego, lentamente, absorbe su contenido. No habla sólo con su boca, no. Sus manos hablan también. Su mirada tiene voces, que es preciso saber escuchar y también saber mirar. La boca te mira con la misma pasión con que los ojos sueltan las palabras. Nos habla a nosotros pero casi podríamos jurar que le habla al café, a él mismo, a la historia que será, al futuro que fue.
Le preguntamos en qué cosas América Latina sigue teniendo las venas abiertas y en cuáles fue suturando las heridas y no esconde el fastidio por una pregunta que juzga reiterada en sus entrevistas. Nos lo dice con la boca pero también con los ojos, las manos, los gestos. «¿Qué te voy a contestar, lo mismo que siempre contesto?, que me encontré con el conde Drácula en una calle de Buenos Aires, que andaba buscando psicoanalista por el complejo de inferioridad que le producían las grandes corporaciones internacionales. Eso contesto siempre para evadirme», argumenta para volver a evadirse. «Lo cierto que sí, -agrega- es una región del mundo que trabaja al servicio de otra. Sí, es cierto, eso sigue siendo verdad, y que no hay ninguna riqueza inocente: toda riqueza se nutre de alguna pobreza y ahora fíjate con esta crisis mundial el mundo entero está aceptando con bastante pasividad, y hasta con aplausos, estos regalitos que van recibiendo los banqueros, los pobres banqueros que son los culpables de esta catástrofe financiera», sostiene con ironía.
Luego se explaya sobre el plan de «salvataje» con que Europa y Estados Unidos hicieron de Papa Noel: «Los banqueros son los que reciben la recompensa con que los premian, por lo menos, con 3 millones de millones, que te da una buena cantidad de ceros. A lo larga lo paga eso que llaman ‘tercer mundo’, o sea las naciones sometidas, que venden lo que venden cada vez más barato, pagan deudas externas que son como sogas ahí metidas en el pescuezo con una vuelta de rosca y otra y otra. Por fin se le ocurrió a alguien -Correa, en Ecuador- ver si era legítima o no. Le vamos a pagar la deuda legítima, pero primero vamos a ver qué es esa deuda. Argentina no sabe la deuda qué paga, Uruguay tampoco. Se supone que son deudas que vienen de alguna parte, que tienen un fundamento, pero nunca a nadie se le ocurrió escarbar una por una para decir ‘ésta deuda no la vamos a pagar'», dice mientras escarba el aire con la mano.
«Chile no tendría que pagar los prestamos que le dieron a Pinochet para que asesinara gente, al igual que otros asesinos de países que contaron con auxilio. La mayor deuda se incrementa en la época de las dictaduras», recita dando cuenta, una vez más, que ese crisol que es América Latina tiene también, en lo más horroroso de su historia reciente, una historia presente.
Estamos tratando de entender, Galeano mediante, lo inentendible de un sistema que paga lo que no debe, debe lo que no paga, premia lo que debería castigar y castiga lo que debe premiar. Semejante esquizofrenia nos altera y las preguntas se preguntan si hubo un hecho puntual, algún suceso concreto, que impulsó a Eduardo a ponerle palabras a las injusticias, para que sean menos injustas: «Yo nunca sentí que fuera el denunciador de nada. Yo simplemente soy un enamorado de la realidad y trato de contarla, en lo que tiene de horrendo y en lo que tiene de maravilloso. Porque si contara nada más lo que tiene de horrendo, la gente se moriría de aburrimiento, que es lo que pasa con la mayor parte de la literatura bien intencionada, que en lugar de generar indignación genera sueño. No sueños sino sueño, o sea una irresistible necesidad de dormir porque es aburridísima y en efecto estas letanías de dolor incesante no conducen a ninguna parte porque aburren a todos y además, justamente, los dolientes del dolor lo que menos quieren es volver a escuchar el dolor que padecen, encima que lo están padeciendo. Entonces hay que saber cómo tratar de acercarse a estos temas a veces muy espinosos logrando que sean atractivos y que además estén siempre acompañados por una contraparte: a veces una pequeña frase, una pequeña cosita que indique que en medio de ese desierto hay un trébol de cuatro hojas, o de cinco, o de seis hojas»
En criollo, diría la abuela, mezclar una de cal con una de arena. ¿Ejemplos?: «Por ejemplo, en Espejos, hay unas cuantas referencias a la guerra de Irak, claro, lógico, una guerra que nació de una mentira y que mintiendo sigue y que ha matado no se sabe cuánta gente porque se sabe cuántos muertos hay entre los invasores pero no entre los invadidos, de eso no hay la menor idea. Entonces hay unos cuantos textos que se refieren a eso pero también hay uno que dice ‘cuidado con confundirse, querido lector, mucho cuidado. En Irak nació el primer poema de amor de la historia de la humanidad, en ese mismo lugar que es ahora ese escenario de horror incesante, y que se refiere al encuentro de una diosa inmortal y un pastor mortal’. En mi versión sintetizada lo que dice ese poema es que ‘la diosa amó aquella noche como si fuera mortal y el pastor fue inmortal mientras duró esa noche'».
P. ¿Como «las mil y una noches»?
R. En Irak nació la escritura, y en Irak la princesa Sherezade contó las mil y una noches que es el libro que nos enseñó a todos el arte de contar, porque yo aprendí lo que aprendí en los cafés pero también porque Sherezade me enseñó que si el rey se aburría, le cortaba la cabeza y que por lo tanto está prohibido aburrir. Y me enseñó el arte del suspenso porque siempre dejaba los cuentos sin terminar para que el sultán no la matase. Entonces para saber cómo terminaba la historia tenía que llegar a la noche siguiente. Así te enseña la técnica del tigre en el aire, cómo se puede lograr mantener la tensión del lector. Bueno, eso fue escrito en Bagdad, a partir de una cantidad inmensa de historias que circulaban en la época.
Bagdad era el cruce de todos los caminos, allí se encontraban las cosas y las palabras: las cosas porque era un centro comercial importantísimo y las palabras porque era el centro cultural más importante del mundo, por lejos. Esta misma Bagdad ahora bombardeada, despreciada, triturada por Occidente que, entre otras cosas, aniquila lo que ignora. Qué nivel de ignorancia. Seguramente Bush cree que la escritura fue inventada en Texas, estoy seguro. Qué nivel de brutalidad, qué nivel de patanería que tienen los amos del mundo, es algo que te deja visco.
Nos reímos, está claro, que para no llorar. «Tienen el complejo mesiánico de que son los salvadores del mundo, de blancos, negros, rojos, violetas. Bush hablaba con Dios, nunca aclaró si era por fax, por mail y tampoco qué días se comunicaba, pero él dijo que la orden de invadir Irak se la había dado Dios», esgrime Eduardo ya sin café que llevarse a la boca.
«Y quién nos salva a nosotros de ellos», le preguntamos y nos reímos ya sin saber si para es, o no, para evitar las lágrimas. «De ese tema Dios no dio orientaciones», apunta Galeano, marcado los «olvidos» del Señor. «Lo que quiero decir es que ellos tienen una vieja costumbre, insana costumbre, tóxica para la humanidad, peligrosa para la humanidad, de sentir que tienen que salvarte. Yo no quiero que me salven, qué mierda. Además todos los que vienen a salvarte terminan chupándote hasta la última gota de tu sangre y exprimiéndote hasta la última gota de tu sudor. Estos salvadores…», dice meneando la cabeza, que también habla, de izquierda a derecha.
«Además fíjense la importancia que tienen en Estados Unidos todas estas sectas evangélicas desde donde irradian esas ideas que insisten con la idea de la salvación. Salvar a los otros en lugar de respetarlos, de escucharlos. En lugar de decir ‘señores, por ahí ustedes tienen algo interesante que decir’, no: el mensaje siempre es al revés. Es unidireccional, del que manda al mandado, del que opina al opinado. ‘Yo te voy a decir cómo son las cosas, te voy a explicar cómo es el mundo, te voy a dar la receta para que te vaya mejor en la vida'».
P. ¿Por eso el sistema acepta la caridad, de arriba hacia abajo, y no la solidaridad, que es entre iguales?
R. Si, además ahora con los resultados estos podrían, en un acto de sentido común, decir ‘bueno al fin y al cabo esa idolatría del mercado, que hay dejar que el dinero actúe y que el Estado no joda, por lo menos es sospechosa’. El hecho es que hicieron puré el Estado en todo el sur del mundo. Los servicios públicos están desechos. Mirá lo que es Aerolíneas Argentinas. ¿Qué quedó? Un pobre resto humeante. Parece que hubiera sido victima de algún bombardeo: un avión de guerra que fue victima de un bombardeo. Yo viajaba en Aerolíneas Argentinas cuando dirigía la revista Crisis, y era la mejor línea del mundo. Mirá cómo está ahora. Mira cómo está el Correo. Yo estoy harto de mandar cartas de Uruguay a la Argentina que no llegan nunca. Son servicios religiosos: los entregan cuando Dios quiere. (Otra vez risas compartidas. Otra vez, para no llorar).
P. Bueno, con YPF nos pasó algo muy parecido
R. YPF es otro desastre. Y los trenes. Esa película, «La Próxima Estación», qué gran tarea hizo Pino Solanas con eso. Todas esas situaciones son collares de infamias por todas partes para aniquilar el Estado porque era una molestia, algo que se interponía entre el progreso y el hombre. Y lo pulverizaron y ahora que lo necesitamos, ¿qué hacemos? ¿Cómo no va a funcionar el correo? No puede ser.
Acá es especialmente desastroso pero en Uruguay, fíjense lo que me pasó con Espejos, les cuento una sola de las muchas experiencias que tuve: en Montevideo tengo una casilla de correo, la 751, donde me llegan las cartas, las revistas. Entonces yo le quería mandar el libro a un gran amigo mío que es músico y musicólogo y tiene otra casilla en el mismo lugar, que es el Correo Central de Montevideo. La casilla de él está a un metro y medio de la mía. Entonces yo voy con el libro y le digo a los amigos que atienden ahí, que me conocen de memoria, ‘mirá, ponele este libro en su casilla’. Y me dicen: ‘No, eso no se puede hacer. Tenés que franquearlo, mandar el paquete’ y entonces… recorrer ese metro y medio, demoró un mes».
La anécdota, por demás gráfica, permite que la charla se entremeta con el deterioro de los servicios públicos en todo el mundo, y en especial en América Latina. Galeano rebalsa en anécdotas personales que ilustran de qué hablamos: un libro perdido rumbo a la Argentina, otro hacia España, paquetes que no llegan. «Esto es horrible de decir pero en la época de Franco se decía que ‘la única carta que no llega es la que no se escribe’. Y era verdad. Y este deterioro de los servicios públicos conspira contra la democracia porque la desprestigia. Pareciera ser que los servicios públicos sólo funcionan bien cuando hay milicos en el poder. Y ese es un flaco favor que le hacemos a la democracia, porque también se supone que es un esfuerzo civil»
P. Los medios de comunicación también se mueven como si muchas cosas funcionaran mejor con los milicos en el Poder, por ejemplo con la seguridad, que pareciera acechar como una flaqueza de la democracia.
R. Sí, yo a veces escucho TN y me da la impresión de que Buenos Aires debe ser como Irán o Bagdad, y voy a Buenos Aires y no tiene nada que ver con lo que cuentan que es. Además se ha dado un fenómeno, éste también internacional: es impresionante cómo en la época de la globalización se repite todo. Qué poca originalidad. Los países tienen menos capacidad de decir lo suyo, de caminar su camino. Entonces se dan esas copias universales: los informativos de la televisión. Empiezan, en casi todos los países, con temas de seguridad pública, crímenes, violaciones, asesinatos. Eso es la mitad o más del informativo, con lo cual la población queda temblando y diciendo ‘estamos en manos de los delitos, de los delincuentes, de los criminales’.
P. Tocan las fibras del miedo…
R. Miedo que es el peor de los consejeros, porque el miedo, ¿qué es lo que te va a aconsejar?: mano dura. ‘Acá lo que se necesita es mano dura’ y la democracia tiene mano blanda, entonces a la nostalgia de la dictadura militar hay un camino muy chiquito.
Es un tema bárbaro porque hasta ahora la izquierda no ha podido resolver el tema de la inseguridad. Quizá porque la inseguridad no existe, la inseguridad es el resultado de otras cosas, de la injusticia social, de la cultura del consumo.
Las palabras, quizás felices por ser bien tratadas, dan una vuelta en el aire antes de meterse en el grabador, en los oídos, en la boca, en los ojos. Es extraño expresarlo pero hay una sensación de comunión, de común-unión, que parece, también, dar vueltas en el aire.
Es posible, acaso, que nada de eso ocurra y el sólo hecho de coincidir con lo que este escritor está escribiendo con la boca, nos genere tal impresión. El manual dice en ese punto que es el primer error del «periodista ingenuo» que se deja convencer con lo que el entrevistado dice. ¿Será así?
«Antonio Machado, el gran poeta español, decía una frase lindísima: ‘ahora cualquier necio confunde valor y precio’. Y ese es un retrato del mundo de nuestro tiempo. Entonces la cultura del consumo, que es lo que se le inyecta a la gente todos los días sobre todo por los medios, pero también por el sistema educativo, sostiene la idea de que el que no consume, no existe. Y esa cultura se funda en esa confusión del valor y el precio. Entonces vos valés si tenés ropa más cara. Y eso es una incitación al delito porque si vos le metes eso en la cabeza a los chicos de la villa o la gente más desamparada de la población, la idea de que ser es tener, y que sino tenés no sos, es una invitación al delito. Es decirles ‘dale, andá con esa vieja que está ahí al pedo, dale, arrancale la cartera'».
P. Y eso también lleva a que veamos al otro, como describe una frase tuya, «como una amenaza y no como una promesa»
R. Exactamente. Y hay una dictadura del miedo en escala universal. Ahí también todo se copia. Hay una vieja leyenda china, que tiene miles de años, de un leñador que pierde el hacha. Entonces el leñador lo mira al vecino, y ve que tiene cara de ladrón, aspecto de ladrón: ‘¿usted no vio un hacha?’, le pregunta. ‘No, no’, contesta el vecino. ‘Me contestó como un ladrón’, piensa el leñador. Le coincidía todo. A las dos o tres horas encuentra el hacha que se le había caído en unos árboles, vuelve a mirar al vecino y piensa: ‘La verdad que no tiene para nada cara de ladrón’. Pero mientras el hacha estaba desaparecida el vecino era el culpable. El tema de la justicia por mano propia proviene de ese equívoco, incide en los linchamientos y castigos de muchos que son inocentes.
Es imposible eludir, a esta altura, los intentos que a ambos lados del Río de la Plata pretenden bajar la edad de imputabilidad de los menores. (¿y qué dirán los manuales al respecto?). Las cejas de Galeano se arquean en forma de herradura. Los ojos se clavan en un más allá que no alcanzamos a ver y las manos levantan vuelo. Todo el cuerpo dice una ironía: «Yo me pregunto, ¿y los bebés? Porque los bebés son bastantes jodidos. Ya Freud lo tenía estudiado a eso, la perversidad del bebé, entonces si el bebé es perverso, bueno, que vaya a la cárcel…»
P. El manual se enoja pero el humorismo vuelve: «O mejor, que ya desde el embarazo los metan presos con sus madres».
R. Pero no lo repitas porque les das ideas. Van a meter presa a la que tiene el delincuente en la panza.
P. Tarde, ¿no fue eso lo que hicieron los militares genocidas?
R. Sí, es así. Incluso muchos se han de haber contado el cuento que así los salvaron. Supongo, porque la conciencia culpable siempre necesita alivio, consuelo, aún en el caso de los tipos más jodidos. Probablemente disfrazaron ese robo, el más siniestro de todos, ese botín de niños que hubo sobre todo en la Argentina. Esta idea de que el vencedor, quizá recibiendo el trofeo, se contaba el cuento de que estaba salvando a aquel chico de la corrupción roja.
P. Eduardo, vos que sos un escritor que trabaja con las palabras, ¿te han contado ellas el dolor que sienten por el cambio de significado que han tenido? Nombrabas la palabra «mercado» y antes el mercado era otra cosa, proceso era otra cosa al «Proceso». ¿Se sienten dolidas las palabras?
R. Está lindo eso que me decís. Sí, yo creo que sí. Hay una responsabilidad en el ejercicio de las palabras. Aquello que el maestro Onetti me dijo cuando era chico: ‘Las únicas palabras que deben existir son las palabras mejores que el silencio’. Pero cuando vos estás peleando para encontrarlas y aparecen, hay que cuidarlas, regarlas, acariciarlas. Las palabras están muy mentidas, manoseadas, prostituidas. Entonces las cosas no significan lo que son, son lo que significan. Es un desastre, el diccionario parece un basurero. Y claro que a las palabras les duele ser basura. Nacieron para algo mejor, nacieron para ser manos que tocar, brazos que abrazan.
P. En tus libros has rescatado que para los guaraníes, la palabra era el alma. ¿Cómo era eso?
R. Sí, ñeñé, que significa palabra y alma. Toda la belleza de los mitos de origen guaraníes coincide en que los paraguayos son hijos de la palabra que los llamó. Y que sonó de adentro de un Cedro, un cedro mágico. Ahí sonó la palabra que los llamó. Es muy hermosa la idea de que la uva está hecha de vino.
La frase se materializa, producto de los gestos que acompañan el racimo, en la imagen de la uva. El grabador se apaga pero la conversación no. (En este punto el manual también es confuso sobre los pasos a seguir). La charla sigue por los pasillos del Hotel que, después de largo rato, volvemos a habitar pese a no haber salido físicamente de él. Galeano relata, con lujo de detalles, su experiencia en la frontera entre Brasil y Venezuela, hace ya unos años, donde se infectó la malaria. Nos cuenta la experiencia de dormir en una hamaca paraguaya sobre el río, y ver pasar las serpientes por debajo.
Hablamos de Luis Sepúlveda y «el viejo que leía poemas de amor»; de aquel negro orgulloso con sus dientes de oro macizo que Eduardo rescata en uno de sus textos; algo de fútbol es inevitable; criticamos en conjunto el mal gusto del hotel, en conjunto criticamos a los críticos por el mal gusto de decirnos cómo se debe mirar, elogiamos un par de sueños de los «Sueños de Kurosawa»; admiramos a Vicent Van Gogh y el texto que, para uno de nosotros, constituye uno de los mejores relatos de los múltiples relatos que constituyen Espejos.
Afuera ha parado de llover pero dentro nuestro hay un diluvio. El saludo se repite una vez más, pero esta vez sí es definitivo.
Se aleja unos pasos, a ese ritmo de ver las cosas, en busca del ascensor que lo trajo a la planta baja. Antes de perderse en él, nos dice sonriendo, en esa voz que no alcanza a ser grito pero que está mucho más elevada del tono medio, que nos entendemos con el tiempo. Ya no hay tiempo de preguntarle porqué.
Es una buena excusa para inventar un nuevo encuentro.