Barak Obama. (archivo)

Ilán Semo
La Jornada

Las semejanzas entre la depresión de 1929 y la de 2009 son tan visibles como sus diferencias. El colapso del 29 tuvo su epicentro en Estados Unidos, aunque las sociedades europeas, cuyas economías se encontraban en crisis desde 1925, lo padecieron con igual intensidad. En cambio, la implosión que se inició el año pasado no parece tener centro alguno. Es casi iconográfico atribuirla a ese hoyo negro en que se ha convertido el sistema hipotecario estadunidense, pero la crisis de Islandia, la histeria petrolera de 2008 y el dumping bancario europeo parecen ser igual de relevantes al respecto. Tal vez, en un futuro, los historiadores resuelvan el enigma. Pero lo que resulta hoy cada vez más paradigmático es que el sistema se ha vuelto aún más opaco ante sí mismo. En otras palabras: en un mundo saturado por la información, los reportes de los especialistas, la sapiencia de los analistas, el sistema ha perdido toda capacidad para detectar el centro de sus disfuncionalidades.

Otra diferencia: en 1929, meses antes de la catástrofe, Herbert Hoover decidió emprender ajustes drásticos para equilibrar el presupuesto federal, mientras que en 2008, el déficit contraído por la administración de George Bush ascendía ya a cifras seguidas por un número de ceros ya incontables. Dicho de otra manera: en 2007 y 2008, el gobierno estadunidense seguía financiando, mediante la adquisición de préstamos, bancos que seguramente ya habían perdido su capacidad de funcionar. Todo ello, por supuesto, para preservar la confianza en ese fantasma que se ha vuelto el consenso.

En 1929, el gobierno de Hoover, según la costumbre no interventora que le precedía, se quedó impávido frente a las quiebras bancarias; por el contrario, en 2008, la primera reacción del Departamento del Tesoro frente a la caída de la bolsa de Nueva York fue llenar las vacías cajas de los bancos con más de 200 billones de dólares y acudir así a su rescate.

La palabra rescate es, por supuesto, la menos capitalista de las palabras. Significa la interrupción flagrante de la libre competencia y de las leyes donde el más hábil debe demostrar sus propias capacidades. Pero eso no importó demasiado a los defensores de esa utopía (o mejor dicho: distopía) llamada mercado libre.

Pero acaso el contraste más notable entre 1929 y 2009 reside en el hecho de que Roosevelt llegó a la Casa Blanca en 1933, cuatro años después del colapso; mientras Obama acaso fue llevado a la presidencia por la crisis misma. Los seis años que transcurrieron entre la debacle de Wall Street y las primeras medidas del New Deal en los 30 pusieron a la economía estadunidense de rodillas. Obama, a dos meses de haber llegado a Washington, ha emprendido una serie de medidas drásticas para estimular a ese cuerpo caído mucho antes de que eso suceda. Si en la política, como en la vida, el timing lo es todo, el que ha adoptado el presidente afroamericano es, por su rapidez y contundencia, realmente asombroso. Está por verse, claro, si las medidas logran efectivamente su cometido.

Por lo pronto, y antes de que esas medidas hayan empezado a implementarse, la estrategia de Obama ya enfrenta ácidas críticas desde dos franjas extremas del mundo político. Los conservadores lo acusan de querer socialdemocratizar (o europeizar) a la sociedad estadunidense, y la izquierda más radical le achaca que su estrategia se reduce tan sólo a reformar el capitalismo: un capitalismo con rostro humano es el eslogan en turno.

Visto con más detalle, el ambicioso plan de gasto público que fue aprobado hace un par de semanas por el Congreso cuenta con un vasto espectro de directrices y propuestas que ponen en práctica demandas centrales que la izquierda vindicó durante las últimas dos décadas: aumentar el gasto en educación pública, impulsar la investigación básica, crear un nuevo sistema de salud civil y controlar los gastos médicos, promover iniciativas ecológicas, reducir el gasto militar, trasladar fondos y decisiones al orden municipal, etcétera. Y sin embargo, al menos así lo ven sus críticos, la estrategia de Obama aparece más como un esfuerzo por restituir lo que colapsó que como una política para superar o transformar al sistema mismo.

Aquí cabría reflexionar si realmente, después de la sucesión de espejismos e incendios que fue el siglo XX, contamos hoy con las nociones básicas que nos permiten entender la compleja relación que existe entre la reforma y la ruptura de un sistema social.

Lo único que acaso podemos derivar de la experiencia del siglo XX es que las transformaciones del capitalismo no sucedieron ni sucederán probablemente por arte del incendio de la sociedad misma, como algún día lo vaticinó esa izquierda bombástica que se niega a despertar de la pesadilla que trajo consigo la experiencia soviética y su equivalente en China. Esa izquierda que no logra despertar del duelo causado por el crepúsculo del concepto y de la épica de la revolución.

Del otro lado, habría acaso que subrayar que el destino que aguarda al colapso actual es prácticamente impredecible y depende de los conflictos sociales y nacionales que ya está desatando.

Pero sostener que el Estado de bienestar –que fue resultado de la crisis de 1929 y las conmociones políticas y sociales que desató– no marca una diferencia con respecto al capitalismo salvaje que produjo esa crisis es una de las mayores irresponsabilidades de un amplio sector de la izquierda del siglo XX y de la actual.

No es lo mismo contar con salario de desempleo que no contar con él. No es lo mismo la equidad educativa que sistemas educativos en donde destacan sólo los que tienen dinero para acudir a ciertas universidades. No es lo mismo que las mujeres ganen (como en Estados Unidos) 28 por ciento menos que los hombres a que ganen lo mismo, como lo prevé la reciente ley signada por el mismo Obama. La izquierda necesita un poco más de humildad en sus ilusiones y mucho más radicalidad en sus logros efectivos. Tal vez esa sea una de las soluciones a su marasmo actual.